El poder la mafia (La mafia 2)

Anny Peterson

Fragmento

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Prólogo

Adriana

¡Cómo odiaba esas fiestas!

Entré en la casa, crucé el salón y fui directamente a la cocina. Necesitaba que el alcohol invadiera mi sangre e hiciera más soportable tener que fingir que me divertía.

Durante el trayecto, las mismas imágenes de siempre golpearon mis ojos: vestidos imposibles, gin-tonics a mansalva, lujo por doquier, tíos con los ojos vidriosos muriéndose de ganas por recolocarse el paquete. Vomitivo.

«Un whisky doble, por favor», agonicé alcanzando una botella de la que ni su puta madre conocía la marca de lo cara que era, y me serví una copa.

Macizo de revista haciéndome ojitos a las tres en punto. «No te acerques a mí, por Dios, aún no. Necesito anestesia», supliqué para mis adentros.

Una mano en mi espalda.

—Adri, has venido... —me susurró Cloe extrañada.

—Sí... Hola, ¿está aquí? —pregunté expectante.

—Llegará en cualquier momento.

—Perfecto —respondí apurando mi copa.

—¿Cuándo has vuelto? Hace dos días estabas en...

—Ayer por la noche. Pero me voy mañana, tengo un evento el viernes en España. Un amigo de mi padre se jubila.

Mi amiga parpadeó sorprendida.

—Suena aburrido, ¿de verdad tienes que ir?

—Sí. Mis padres y sus amigos son una panda de psicópatas. Se creen una gran familia feliz. Es espeluznante. Los llamamos La Mafia a sus espaldas. Y está prohibido faltar a ninguna celebración que marque un antes y un después y, por lo visto, esta es una de ellas.

—Joder... ¿me estás diciendo que has venido hasta Los Ángeles solo para ver a Alejandro esta noche e irte mañana? —preguntó alucinada.

—Pues... sí.

—Estás loca... —susurró vigilando que nadie la escuchara.

—Lo que sería una locura es no hacerlo y condenar a muerte a treinta personas solo para ahorrarme un dolor de cervicales —mascullé hastiada—, además, en primera clase los asientos son muy cómodos y te dejan emborracharte.

Ella sonrió con pena.

—Ten cuidado, por favor —añadió preocupada.

—Lo tendré, y gracias por avisarme de que estaría aquí hoy. Llevo mucho tiempo queriendo coincidir con él.

—Sabes que apoyo tu causa, pero me da miedo. Algún día podría salirte mal la jugada y...

—Tranquila. Está controlado. —La esquivé después de acariciarle el brazo y noté que el tío que no me había quitado los ojos de encima me seguía hasta el salón.

Y no le culpaba.

Llevaba un vestido increíble de Hervé Léger con estampado de piel de serpiente en tonos blancos y grises. Una auténtica brutalidad. Sexy, fiero y venenoso. Como yo.

No lo mareé durante mucho rato porque mi objetivo entró por la puerta cinco minutos después.

Empezaba la acción. Automáticamente corregí mi postura y le miré de reojo coqueta. Nuestros ojos coincidieron y, con un gesto de decepción que anunciaba un juicio velado, le di a entender que no me interesaba lo que veía.

Nunca fallaba. Conocía a los tíos como él. Sabía que en media hora le tendría comiendo de mi mano al sentirse rechazado. Coqueteé con mi nueva mascota un rato más mientras sentía la mirada de Alejandro sobre mí, ansioso por apoderarse de mis ojos de nuevo. Estaba cansada y me pareció tan interesado que utilicé la maniobra más vieja del mundo para darle la oportunidad masticada.

El plan consistía en acercarme a la persona que estaba hablando con él y preguntarle amablemente si sabía dónde estaba el aseo mientras disfrutaba de ignorar a mi presa de una forma desquiciante.

No me sorprendió que, al salir del baño, Alejandro me estuviera esperando en la puerta. Y no tuve que insistirle mucho para conseguir lo que necesitaba de él, prometiendo darle lo que todos los tíos deseaban de mí.

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1

BEAUTIFUL GIRLS

Adriana

Llamé repetidamente a la puerta de casa de mi hermano, confiando en que no estuviera. Parecía el jodido Sheldon Cooper, pero necesitaba a mi mejor amigo que, ironías del destino, era su compañero de piso. No dejé de golpear con insistencia hasta que alguien abrió.

—¿Quién coño...? —apareció Manu cabreado, pero, al verme, se le cortó la voz.

—Hola —saludé moribunda pero satisfecha.

—Adri...

Al momento nos abrazamos con fuerza. Nos olimos, nos rozamos y nos achuchamos. Era nuestra forma de asegurarnos de que el otro estaba bien.

—¡Hace más de un mes que no sé nada de ti! —me acusó separándose de mí para fulminarme con la mirada.

—Tuve algunos problemas...

—¿Estás bien? —preguntó preocupado.

—Sí. Solo cansada.

—Ven, siéntate, ¿de dónde vienes? —demandó arrastrándome hacia el sofá.

Esa era una pregunta demasiado grande.

—De todas partes —respondí encogiéndome de hombros—. He cogido tres aviones en dos días, pero no me puedo quejar. ¿Cómo estás tú?

Manu no contestó enseguida. Nos miramos a los ojos y supe que escondía algo gordo.

—¿Quieres un bien de mentira o la flagrante verdad?

—¿Qué ocurre? —atajé.

—Noa va a acudir a la fiesta de jubilación de La Mafia. Ha vuelto. Y esta vez para quedarse.

Puse los ojos en blanco y me dejé caer en el sofá derrotada.

—No dejes que se acerque a mi hermano, por favor —le rogué.

Aún no le había perdonado que lo dejara plantado, prácticamente, en el altar, cuando era evidente que nunca había estado enamorada de él. Había gente lenta tomando decisiones y luego estaba ella. Los demás parecían haberlo olvidado, pero yo, ni de coña, porque había repercutido en demasiadas vidas que me importaban.

—No te preocupes, algo se me ocurrirá, aunque no será fácil. Diego está como loco por verla.

Maldita Mafia. Lo de mis padres y su grupo de amigos era para psicoanalizar en otros dos libros aparte. No se habían conformado con hacer perrerías en su juventud, sino que se habían propuesto criar a sus vástagos como si fueran hermanos, ignorando el pequeño detalle de que, en realidad, ¡no lo éramos! Las víctimas de ese experimento sociológico estábamos destinadas a fracasar en nuestras vidas amorosas, sin ningún género de duda.

Cuando pasas tanto tiempo con la misma gente, ves frases no pronunciadas escritas en el aire por todas partes. Ni siquiera había cumplido los ocho años cuando me di cuenta de que Manu sufría por Noa y de las buenas migas que acabaría haciendo con Diego. Antes de los diez, ya sabía que mi amiga, Martina, tenía debilidad por mi hermano, y que la mía, aunque me pesara, era el suyo.

El activo se llamaba Ander y, aunque éramos el día y la noche, le amé desde la primera vez que le sostuve en mis brazos a las pocas horas de nacer. ¡Qué guay, ¿verdad?! Pues no. Fue una sensación rarísima. Él abrió lentamente sus ojos hinchados y noté cómo se quedaba quieto para que nadie le arrebatara la oportunidad de quedarse junto a m

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