Un amor y un contrato

Julianne May

Fragmento

un_amor_y_un_contrato-3

Prólogo

Contrato prenupcial

Por medio de la presente, ambas partes, Kim Faster, de nacionalidad estadounidense, y.............. (complete con el nombre de la contraparte), de nacionalidad.............. (coloque el país al que pertenece), se reúnen hoy, .............. (fecha de firma), para establecer las cláusulas de común acuerdo para mantener una relación de carácter sentimental-amorosa a largo plazo. Así, las partes se comprometen a:

1) Asegurar lealtad y fidelidad sexual por parte de ambos individuos a partir de la fecha del presente acuerdo;

2) No poseer ningún secreto que pudiera perjudicar el tipo de relación aquí detallada ni afectar la imagen pública de la otra parte;

3) Efectuar una fiesta de compromiso dentro de los diez días de firmado este acuerdo. El evento deberá contar con la presencia de las dos familias y/o seres queridos.

4) Organizar la boda y consumarla con un plazo máximo de noventa días desde la fecha del presente contrato.

En caso de que una de las partes incumpliera alguna de las cláusulas aquí mencionadas, esta deberá pagar la suma de 500000 dólares estadounidenses al afectado, con la inminente consecuencia de la separación de la pareja y el cese de este acuerdo.

En caso de cualquier divergencia, las partes se someten a la jurisdicción de los Tribunales de la ciudad de Nueva York.

Se entrega una copia a cada firmante.

Firma:

Aclaración:

Firma:

Aclaración:

Mi nombre es Kim. Kim Faster[1]... Sí, lo sé, no es el más común de los apellidos ni el más conveniente para una mujer, pero no es mi culpa y, aunque suene extraño, tampoco de mi padre, Phill. OK... En realidad, tuvo parte de culpa. Primero, porque fue mi padre y, segundo, porque ha sido el hombre más bueno (ya rozando lo ingenuo) que conocí en todo el maldito mundo.

El tema es que por ser su hija (única, sea dicho de paso) he heredado su apellido. Claro que «Faster» no es el verdadero apellido de nuestra familia, sino «Foster», pero, como siempre ha ocurrido desde que nací, esos pequeños y catastróficos imponderables de la vida se han aferrado a mi existencia casi de forma constante. El asunto fue que, en el momento de hacer el registro oficial de mi nacimiento, la pobre mujer que lo hizo carecía de buena audición. De hecho, mi padre siempre recordaba que, a pesar de la mullida cabellera, le sobresalían los audífonos. En fin... Pero como si eso hubiese sido poco, aparentemente mis desaforados gritos de bebé recién nacida hacían estragos en sus auriculares, por lo que mi querido padre tuvo que anotar el apellido en un papel. Por supuesto que, al haber sido médico, su caligrafía nunca fue de lo mejor, pero según él, los grotescos anteojos de la mujer («ridículos telescopios» para mi madre, Susan) no fueron suficientes para distinguir que aquello que ella vio como una «A» era una simple «O».

Como sea, la única que se llama «Faster» soy yo y, mientras que para otros no es más que algo divertido, para mí ha sido una de las peores desgracias. Mi querida madre insistió a mi padre para que hiciera el cambio, pero él siempre se negó a hacerlo porque dijo que al menos yo tendría algo gracioso que contar de mi apellido. Sí, como si pronunciarlo y relacionarlo a mi persona no fuera suficiente... Y sé que pude haberlo cambiado hace tiempo y por mis propios medios, pero decidí no hacerlo, o eso fue por lo que opté el día en que mi madre pasó a mejor mundo. Hasta entonces, no hubo domingo en que mis padres no recordaran aquella anécdota. Y no les voy a negar que, en más de una ocasión, tuve ganas de enviarlos a la mierda, pero de solo ver cómo reían terminaba haciendo lo mismo que ellos. Ay..., viejos, inolvidables e irrepetibles momentos. Pero ese no fue el único motivo. Cuando mi madre partió, yo tenía solo once años. ¿Saben lo que significó eso? Pobre Phill... No solo tuvo que aprender, explicarme y acompañarme en el espantoso y vergonzoso momento en que me convertí en mujercita, sino que también tuvo que soportar mis ataques revolucionarios y desquiciados de adolescente. Creo que nadie habría podido sobrellevarlo a excepción de él: el mejor de los padres..., aunque tampoco tardó muchos años más en partir de este mundo para acompañar a Susan.

Y así, al darme cuenta de todo lo que había hecho por mí, desistí de la idea de cambiar mi apellido y opté por reivindicar el sentido de «Faster». Sería la mejor, la más eficiente en todo. ¿Que lo que se hace rápido no es bueno? ¡Ja! ¡Eso es solo para aquellos que no llevan el sello como yo! Aún lo recuerdo, estaba en mi primer año de carrera cuando tomé el cuaderno, y último obsequio de mi madre, y anoté en su primera hoja la «Lista de metas».

Y sí, tengo muchos defectos, pero entre mis mejores virtudes está la tenacidad. Cuando quiero algo, lo obtengo. Así de fácil (y sin burlar mis principios morales, claro). Fue de ese modo como conseguí cumplir casi todas mis metas: cada año de carrera, fui el mejor promedio, conseguí que el chico más popular, Steve, se enamorara de mí y no de mi estúpida archirrival Jenny (zorra); me recibí de abogada en tiempo récord; conseguí uno de los mejores empleos en mi ciudad favorita; seguí un posgrado que me permitió ascender a jefa del sector (y sigo aspirando a convertirme en socia), y viajé a todos los sitios que pude, aunque, según el libro de viajes que tenían mi madre y mi padre, me quedan unos cuantos por conocer.

Pero, después de esto, entramos en las más... ¿Cómo decirlo? ¿Complicadas? Sí, en las más complicadas metas. El problema no es mi metro sesenta ni mi rubia cabellera o mis ojos celestes que tantas conquistas me han significado. No. La cuestión es que tengo treinta y cinco años. Lo sé, soy muy joven, no debería de ser un problema, pero eso no evita que me preocupe. ¿Por qué? Bueno, resulta que hice gran honor al Faster en todas las metas, a excepción de las últimas tres: 1) conseguir novio; 2) casarme; y 3) tener un hijo. Bueno, en realidad, la primera la logré, pues estuve algo así como... ¡cinco malditos años junto a Steve! Pero a días de la esperada boda, pues... decidí que todo se fuera a la mierda. ¿La razón? No tiene sentido explicarlo todo aquí y ahora. El tema fue que no solo cancelé el casamiento, sino que, además, confeccioné el contrato que leyeron al inicio. ¿Por qué? ¿Para qué? Bueno, es largo de contar, pero sí puedo decirles que haberlo conservado me sirvió para no caer en relaciones de porquería, aunque... también hizo que llegara a mis casi cuarenta sin lograr todo lo que anhelaba, al modo que deseaba y, para peor, en las metas que siempre consideré poco relevantes para luego darme cuenta de que serían las más importantes... al menos para mí. En pocas palabras, alcancé el más odiado estado en toda mujer: el de la desesperación. En fin...

Todas mis amigas o bien están comprometidas, casadas, o bien ya tienen hijos, pero yo... A pesar de haber pasado los últimos ocho años en busca de ese amor, no encontré a nadie que cerrara con mis expectativas. ¡Ocho malditos años! No puedo evitar pensar que el haber dedicado tanto tiempo a mis otras metas evitó que conociera a mi compañero de vida. Y las pocas ocasiones en que se me acercaron hombres que, les aseguro, no eran para desperdiciar ni un segundo y que quisieron dar el primer pas

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