Deseo de venganza

Esperanza Riscart

Fragmento

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Prólogo

—¿Dónde están mis padres, Nastia? —La voz aniñada de Alexander reflejaba la angustia que un niño de nueve años ya era capaz de sentir y que él mismo intuía en su niñera—. Dijeron que vendrían después del festival y aún no han llegado. ¿No te parece que están tardando demasiado?

—Me dijeron por teléfono que se retrasarían un poco, Alex. —La mirada de la niñera se llenó de ternura y, durante unos breves segundos, pudo ocultar la ansiedad que también a ella le apretaba la garganta desde hacía casi una hora. Su amiga Ivanna acababa de telefonearla para contarle que los Yulenko habían sufrido un grave accidente con el coche, conducido por el marido de Nastia.

Unos torturadores y lentos minutos más tarde, el sonido del teléfono distrajo a Alexander mientras centraba toda su atención en un programa de televisión.

—¿Es papá? —preguntó acercándose a la mujer en pocos segundos.

—No. —El tono de Nastia le preocupó. Desde hacía horas, Alex se mostraba tan nervioso como su niñera y presentía que algo no iba bien—. Es la policía.

Nastia susurraba sobre el auricular que sujetaba con más fuerza de la necesaria y con ambas manos, mientras sus gemidos impedían a Alex entender lo que hablaba. La mujer tenía el rostro cubierto por lágrimas cuando se giró a mirar al chiquillo.

—Alex, cariño, tenemos que ser fuertes, muy fuertes, porque en estos momentos los dos hemos sufrido una pérdida terrible. —Hizo un vano intento por contener el llanto—.Tus padres han sufrido un terrible accidente. Su coche ha... ha explotado —le explicó en apenas un susurro, con el que reflejaba todo su dolor.

—¿Qué quieres decir? —Por la inquieta mente de Alex pasaban imágenes del coche familiar que volaba en pedazos pero, por supuesto, solo se trataba del vehículo vacío—. ¿Dónde estaban mis padres, mis hermanas y Kostia?

—Dentro —susurró la mujer antes de dejarse caer al suelo de rodillas y dejarse arrastrar por un llanto desconsolado e incontrolable—. Estaban dentro. —El niño apenas pudo entender las palabras—. Todos han muerto.

—No puede ser, Nastia. —La mente del pequeño era incapaz de imaginar a su familia y al marido de su niñera sin vida y achicharrados en el interior del vehículo; agarró con fuerza los hombros de la mujer y comenzó a zarandearla—. Kostia revisa el motor del coche cada día. Esta mañana yo le he ayudado a ponerlo a punto —continuó incrédulo y orgulloso.

Pero Nastia no se levantaba del suelo de madera brillante que ella misma se encargaba de que enceraran cada semana, ni erguía su cabeza mientras se mecía arrullándose con su propio llanto. Alex se acercó lentamente a la mujer y le levantó el rostro para comprobar que era cierto lo que le decía.

—¿Nastia? —preguntó mirándola a los ojos—. No pueden morir. Mis hermanas tienen cinco años, y las niñas de cinco años son pequeñas para morir. —El lamento desgarrado de la mujer le encogió el corazón.

—Han muerto todos, Alex, cariño. Lo siento, mi niño, lo siento. —Lo abrazó con tanta fuerza que el chiquillo casi no podía respirar. Pero él tampoco podía separarse del cálido y protector abrazo de Nastia cuando, como un fuerte puñetazo en el estómago, sintió que una gran inseguridad lo invadía.

A partir de ese momento, los días siguientes se convirtieron en una película nubosa que pasaba ante sus ojos. Primero, la presencia de sus queridos abuelos ingleses, sus firmes y consoladores abrazos. La reconfortante mano de su abuelo casi de forma permanente sobre su hombro. El funeral, las miradas de los asistentes cargadas de dolor, la cantidad infinita de besos que recibió, cuando él solo permitía a su madre y a Nastia que lo besaran porque ya se sentía mayor. Y las palabras del socio y amigo de su padre, Viktor Kozlov, que quedaron grabadas en su mente.

—Encontraré a quien ha asesinado a tu familia, Alexander. Yo vengaré a tu padre. Él era para mí más que un amigo. Fue como un hermano.

Alexander creía que los hombres no lloraban, y le sorprendió comprobar que eso no debía ser cierto porque unas lágrimas gruesas recorrían el rostro de Viktor.

Dos días después del funeral, Nastia, sus abuelos y Alexander viajaban hacia Londres, donde vivirían a partir de entonces.

—Abuela, ¿por qué han matado a mis padres, a mis hermanas y a Kostia? —preguntó en voz muy baja durante el vuelo.

—Ha sido un accidente —contestó Maddie sin poder controlar la tensión de su rostro—. ¿Quién te ha hablado de asesinato?

—Viktor, Viktor Kozlov me dijo que él vengaría a mi familia.

—No hagas caso de sus bravuconerías, Alexander. Ha sido un terrible accidente provocado por un escape de gas y por donde tuvieron la mala suerte de pasar con el coche.

En ese momento el crío creyó a su abuela. La única familia que le quedaba. Ahora solo los tendría a ellos y a su leal Nastia.

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Capítulo 1

—¿Folclore amerindio? De verdad, Pet. No me lo puedo creer. Tiene que haber otro sitio donde tomar una cerveza —dijo recorriendo con la mirada la calle que lo rodeaba. Estaban en Hoxton de Shoreditch.

—Hazme caso, Alex. Estuve aquí la semana pasada y fue algo alucinante. La voz de esa chica te transporta al lejano oeste americano del siglo diecinueve. Además... —Alzó unas cejas pelirrojas varias veces seguidas, lo que provocó la carcajada de su amigo—. Es preciosa.

El pub estaba atiborrado esa tarde de jueves y eso que aún no eran las nueve, según pensó Alex consultando su reloj. Les costó llegar hasta la barra donde pedir una cerveza pero, nada más acercarse, una chica rubia pequeña, provocativa y descarada como su mirada, se dirigió a Pet.

—Me llamo Nora, guapos, y salgo a las doce —hablaba a la vez que recorría a los hombres con una mirada llena de promesas lujuriosas—. ¿Qué os sirvo?

—Nora. Bonito nombre —respondió Pet siguiéndole el juego—. Dos cervezas, por favor.

Alex la ignoró, como siempre ignoraba a las mujeres que se ofrecían como si fueran un pedazo de carne. Y, de repente, el intenso silencio que atronó en el bar lo obligó a mirar a su alrededor. Extrañado, la suave música de un instrumento similar a una flauta lo empujó a buscar con su mirada el lugar de procedencia. Desde su posición cercana a la barra, y gracias a su estatura, divisó a la perfección el pequeño escenario, donde tres músicos comenzaban su actuación. Dos hombres de pelo largo, lacio y negro tocaban sus instrumentos, similares a un flautín y a un tambor o un bombo; eran altos y delgados. Sus músculos podían verse bajo el chaleco negro sin mangas, adornados con plumas y abalorios, con el que se cubrían parte del torso y se definían fibrosos y brillantes bajo las tenues luces que iluminaban la pequeña tarima; se parecían tanto que intuyó que serían hermanos. Entre ellos, una mujer de figura esbelta, juncal y orgullosa, con la misma melena que la de sus compañeros, pero rec

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