A mí, enamórame para siempre (A mí... 3)

Nekane González

Fragmento

a_mi_enamorame_para_siempre-3

Capítulo 1. Correo personal

No sé cómo explicar que la situación que tanto se repite en mi vida ha perjudicado con seriedad mi salud. De hecho, es la primera vez en mi existencia que me desmayo y, si no llega a ser por los rápidos reflejos de Ian, a estas alturas estaría en el hospital con un buen golpe en la cabeza, como poco. Por fortuna, desperté en los brazos de un desconcertado y preocupado hombre que me miraba con extrema curiosidad cuando volví a abrir los ojos.

Con demasiada cautela para mi gusto, explicó, con el rostro desencajado y con gesto nervioso, que Freddy se había marchado y que tan solo había dejado una carta para mí. Una carta. Miré el sobre, que lucía blanco inmaculado, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Empecé a temblar como un animalito aterido de frío; le pedí a Ian que, por favor, lo guardara en el cajón del escritorio.

—¿No vas a leerla? —preguntó con marcado asombro.

—No. Ahora no me siento con fuerzas —respondí—; estoy hecha un lío, y ya no sé qué es real y qué no. Necesito tiempo —inspiré con fuerza—; esto ya es demasiado.

—Te comprendo a la perfección. —Aunque lo dijo bajito, bastó para desatar la tormenta.

—¿Comprenderme? —¡Ay, madre, que me veo que exploto!—. No creo que puedas comprenderme más allá de la sorpresa. Te lo digo con sinceridad, Ian. —Trato de contener el tono y la mala leche—. Estoy harta y no entiendo nada con respecto a tu hermano. Hoy está vivo; mañana, muerto; y pasado, vivo de nuevo. Yo no puedo vivir así con esta incertidumbre; yo necesito...

—Estabilidad. —Se levanta para colocarse a mi lado y toma mis manos con delicadeza—. Déjame dártela, Eva. Yo puedo hacerte feliz y lo sabes. —Deposita un tierno beso en mis dedos.

Sus preciosos y cristalinos ojos azules me suplican una oportunidad y puedo ver a través de estos el desconcierto que hay en su corazón. Me fascina perderme en ese azul tan profundo que parece que estuviera escrutándome el alma.

—Ian, yo... Mira, cielo. —Vuelvo a inspirar hondo antes de proponerle—. Creo que es mejor que aparquemos el tema de momento. —No quiero hacerle daño, que me conozco y, de verdad, pienso que no nos merecemos discutir por Freddy—. ¿Qué te parece si vemos una peli? —Le regalo media sonrisa—. Ya pensaremos mañana en todo lo demás —propongo al tiempo que le planto un tierno beso en la mejilla con el fin de relajar la situación.

—¿De miedo? —Él también cambia de actitud y se lo agradezco en el alma. Parece que retomamos nuestra feliz rutina.

—¡Sorpréndeme! –exclamo y me acomodo en el sofá.

Y lo hizo poniéndome la película de Ouija, que hace mucho tiempo que tenía ganas de ver y no tenía con quién. Vale, lo explico: me encanta el cine de terror, pero me da mucho miedo ver sola las películas, y a mi hermana no le gusta el género porque es un poco cagona. Así que llevo un montón de tiempo a la espera de ver, ahora además la segunda parte, sin haber encontrado compañía para hacerlo hasta hoy.

El cansancio del viaje y los emocionantes acontecimientos de los días previos hicieron el resto y provocaron que nos sumergiéramos en un profundo y placentero sueño, enredados en el sofá bajo la manta. Eso sí, con el cuerpo hecho polvo porque, ¡vaya que no es incómodo el puñetero sofá!

Como siempre, él se levanta primero y pone la cafetera antes de meterse en la ducha. A tenor de que no está el cuerpo ni el lugar para remolonear, voy a preparar el resto del desayuno mientras pienso lo feliz que podría sentirme en ese momento, si el puñetero Freddy no hubiera aparecido de nuevo en mi vida. ¿O será que nunca salió de ella?

Ian está guapísimo cuando entra en la cocina y me encuentra sentada frente al café, fumando el primer cigarrillo del día. Lleva unos vaqueros blancos que se ajustan con delirio en torno a sus moldeadas piernas, a juego con una camiseta de algún cuerpo especial. ¡A mí sí que me parece especial su cuerpo!

Se acerca a darme un beso y, de forma inconsciente, inunda mis fosas nasales con un aroma inconfundible, embriagador y muy suyo. Unas gotas resbalan por su pelo mojado y van a parar a mi cuello para provocar un estremecimiento demasiado sensual para el momento.

Se sienta frente a mí y toma su taza; apenas da un par de sorbos, y suspira. Parece como si quisiera decir algo y no se atreviera a romper este ruidoso silencio que se interpone entre los dos. Supongo que hay un tema pendiente, y ninguno de los dos quiere abordarlo.

—Tengo que ir a la comisaría —dice al fin—. Ya sabes, hay cosas de la investigación que hay que aclarar todavía. —Resopla con cierto fastidio.

Los dos sabemos de sobra las cosas que hay que aclarar, aunque nadie deje constancia verbal de ello.

—Sí, claro —carraspeo porque no me sale ni la voz—. No te preocupes, me vendrá bien un rato a solas. —El sobre grita desde el otro lado de la casa y me recuerda que esta ahí en el cajón, esperándome. Me pregunto si él también habrá pensado en la carta.

—Te llamo luego... —La frase queda suspendida en el aire.

No está claro si es una pregunta o una afirmación, si bien la duda grita en su mirada y juraría que por unos instantes retiene el aire en los pulmones.

—Sí, claro... —He procurado que sonara más entusiasta, pero es lo que me ha salido al final; aunque, nada más decirlo, reparo en que eso ya lo he dicho antes y que debe ser la primera vez en mi vida que no sé qué decir. ¡De qué se puede hablar en una situación como esta!

Apura el café y sale de mi casa, no sin dejarme antes un tierno beso en los labios que procuro retener ahí para siempre. Ese beso me ha sabido a despedida y me doy cuenta de eso en el preciso instante en que oigo cerrarse la puerta de mi casa, y rompo a llorar sin tener claro el motivo; aunque, como dice Sabina, nos sobran los motivos.

Trato de calmarme y ahogo mis penas en el café que, como se me hace poco, tengo que suceder con otro. Una vez que consigo serenarme, pienso en leer la carta que me dejó Freddy, y me acerco hasta el escritorio, que hoy parece llamarme más que nunca.

El tirador del cajón me da una pequeña descarga al tocarlo y se me antoja como una clara señal de que no puedo hacer esto sola. Cojo el teléfono y llamo a mi hermana, mi eterna y fiel confidente, compañera de risas y fatigas.

—¿María?

—Sí, Eva, ya sé lo que vas a decirme —contesta sin ganas—. Jorge me puso ayer al corriente. —La oigo soltar el aire apesadumbrada y casi puedo ver su cara de fastidio.

—Bueno yo... —Me cuesta mucho hablar—... él me dejó una carta.

—¿¡Una carta!? —Su tono se ha espabilado junto con su interés—. ¿Qué te pone?

—No lo sé, aún no la he leído —Musito con cierta vergüenza porque me siento cobarde.

—¿Quieres que vaya y la leemos juntas? —propone; adoro a mi hermana, y la necesito mucho en este momento.

—Me has leído el pensamiento, tata.

—Estoy allí en media hora. —Y cuelga sin dejarme decir nada más.

Aprovecho el tiempo para ducharme y vestirme. Preparo otra cafetera para cuando venga María que, desde luego, Juan Valdés conmigo se forraba.

Con la precisión de un reloj suizo, en el tiempo predicho llega con unos bo

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