El veneno de tu amor (Unidos por el amor 8)

Fernanda Suárez

Fragmento

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Capítulo 1

—Padre, me gustaría acompañar a Cassandra en su presentación en sociedad. Soy su hermano y es mi deber cuidar de ella y protegerla, velar por su buena reputación —comentó Alfred mientras observaba cómo su progenitor trabajaba con las cuentas que le había entregado el mayordomo. Habían llegado hacia muy poco a Londres y él, más que nadie, se moría por recorrer la ciudad y por disfrutar de las veladas que los nobles ofrecían. Su hermana no era la única ansiosa por conocer el mundo.

—Lo dije una vez y lo repito en este momento, Alfred. Si de mí dependiese, nadie conocería tu rostro hasta el día de mi muerte; pero, como aún estoy vivo, tendrás que esperar un poco más. —El joven soltó un suspiro de frustración. Tenía veintitrés años y aún no asistía a ninguno de los eventos sociales importantes; a veces desearía tener la fortaleza suficiente para enfrentarse a él y defender sus deseos a como diera lugar, pero no era capaz de ello. Su madre siempre le había advertido que nada sería fácil para él; debía ser fuerte y sobrevivir.

—Pero, si me permite decirlo, no creo que sea buena idea esperar a su muerte para que toda la sociedad me conozca; eso causaría un gran escándalo y, en varias oportunidades, usted me ha dicho que es nuestro deber permanecer lejos de las habladurías que puedan poder en duda el buen nombre de la familia —argumentó como si se tratase de un debate en el parlamento y no una conversación con su padre. Años atrás había aprendido que él nunca sería la clase de progenitor que demostraba su cariño o dedicaba un poco de tiempo a su hijo; era un hombre al que lo único que le interesaba era convertirlo en un caballero como él, en alguien que se acercara a lo que el gran duque consideraba digno de ser su heredero.

—No intentes confundirme con las palabras, Alfred; no cambiaré de opinión —declaró con seriedad, sin molestarse en levantar la mirada de los documentos que tenía en su mano.

—Como digas, padre. —Aceptó y centró su atención, una vez más, en el libro de cuentas que le habían asignado, aunque estaba lejos de concentrarse.

—Una cosa más, Alfred: no quiero que tu amante siga entrando por la puerta principal. Por favor, que sea un poco más discreta, o me veré en la obligación de pedirte que la cambies. Hay francesas más hermosas. —Para no darle ninguna razón para querer salir de casa, su padre se había encargado de conseguirle todo tipo de distracciones, incluso a una hermosa francesa que calentaba su cama durante las noches y a quien se le costeaba una residencia cerca de allí.

—Se lo haré saber. —Era frustrante que controlaran cada uno de sus movimientos, pero bien prefería dejarlo ser y no luchar contra la corriente.

El duque abrió los ojos y se deshizo de los recuerdos; llevaba varias horas encerrado en su despacho, analizando las cuentas del último negocio en el que hubo decidido invertir. En momentos así era inevitable no pensar en su progenitor. Él se había encargado personalmente de enseñarle muchos consejos para que su manejo con el dinero y las finanzas fuese perfecto; no podía negar que era gracias a él que sus arcas habían crecido considerablemente desde que el título y el dinero fueron suyos. Era difícil de creer, pero tenía cosas por las cuales agradecerle.

—¡Tío! —gritó el pequeño de seis años mientras entraba corriendo y se lanzaba a sus brazos. El duque se puso en pie y lo levanto dándole un gran abrazo.

—Christopher. —Su hermana caminaba hacia él con una pequeña de tres años tomada de su mano; el caballero no dudó en correr hacia ella—. Claire, mi dulce dama. —La envolvió con sus brazos y sonrió de pura felicidad. Amaba tener a sus sobrinos cerca; llenaban su vida de mucha alegría y energía, tanta que era imposible no contagiarse.

—Yo sé que mis hijos son hermosos, pero por lo menos deberías saludarme, ¿no crees? No sé si recuerdas que soy tu hermana. —El aludido soltó una risita y, dejando a los niños en el suelo, abrazó a su hermana con entusiasmo. Habían viajado a la casa de campo y apenas iban llegando a Londres, por lo que hacía ya mucho tiempo que no los veía, mucho más del que le gustaría.

—Vamos, Cass, no puedes culparme, sabes que amo a mis sobrinos. —Observó cómo los niños corrían hasta el estante en donde él les mantenía varios juguetes con los que podían distraerse, siempre que lo visitaban y que sus asuntos no le permitían jugar con ellos. Christopher le tendió los juguetes a su hermana, y juntos se sentaron en el suelo.

—Si tuvieras tus propios hijos, puede que no estarías tan apegado a los míos. Y no me malentiendas; me alegra mucho que quieras tanto a mis niños porque ellos de verdad te adoran. Pero tú dijiste que tu compromiso estaba casi listo, y quiero que tú seas tan feliz como lo soy yo. Sé que un niño puede darte esa misma alegría. —El duque se acercó hasta la mesa; se sirvió una copa con oporto, que le tendió a su hermana, y una con whisky, que se bebió de un solo sorbo. Fue hasta el sofá, tomó asiento y cerró los ojos.

—Algún día te verás en la obligación de conseguir una esposa para darle un heredero a título. Solo recuerda que tiene que ser una dama en todo el sentido de la palabra, una mujer de buena reputación que sea capaz de cumplir con sus deberes como duquesa de Windsor —dijo su padre con seriedad—. Debe ser una mujer hermosa, de buena familia, sin escándalos que oscurezcan su historia y, si no te da un hijo varón, pues encuentra la forma de tenerlo porque no puedes permitir que el título se pierda —ordenó.

Alfred abrió los ojos y suspiró; los recuerdos eran inevitables cuando de su deber con el título se trataba. Hacía ya unos años que tenía elegida a la que sería su esposa y duquesa; ya incluso había hecho las debidas negociaciones con el padre de la indicada, pero seguía posponiendo la unión. «Es complicado» fue lo único que le dijo a su hermana menor.

En el momento en que le hubo cedido el título tras la muerte de su padre, se vio en la necesidad de tomar una decisión: o seguía todas las enseñanzas de su padre y terminaba convirtiéndose en el gran duque que él hubiera esperado, o hacía lo que su voluntad le dictaba y que su progenitor se revolviera en su tumba ante la ira. Lo cierto era que no había tenido que pensar mucho y rápidamente se fue por la segunda opción. Ya que era libre, estaba dispuesto a disfrutarlo al máximo siendo él mismo y no un amargado solitario caballero.

Siendo sincero consigo mismo, gran parte de sus decisiones eran impulsadas más por un deseo de rebeldía hacia su padre que por alguna otra razón; tal vez eso podría explicar por qué había elegido a la mujer que sería su esposa.

Lady Bramson era una declarada solterona, una mujer que estaba cerca de cumplir los veintitrés; no era especialmente hermosa ni poseía algún tipo de característica que la hiciera resaltar sobre las demás damas. Alfred la había visto una sola vez en su vida, y su cuerpo le había parecido aceptable tras su primera impresión. Sus modales eran refinados, pero su buen nombre estaba marcado por el escándalo; ella era justamente todo lo que su padre un día le había prohibido.

—Por favor, Alfred, en cuanto la dama por fin regrese a Londres, quiero ser yo la primera en conocerla y en saber sobre su boda. —Cassandra ab

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