Entrenando al ministro

Esperanza Riscart

Fragmento

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Capítulo 1

Me siento en deuda con Carmen, mi última compañera de piso; le debo una cena por recomendarme a mis primeras clientas. En los tiempos que corren no resulta fácil encontrar gente dispuesta a pagar a una entrenadora personal para mantenerse en forma. Ellas me presentaron a otras alumnas-clientas poco dispuestas a ser menos; Dios las librara de carecer de su propia preparadora. Así que, entre los dos grupos de señoras cuarentonas a los que entrenaba, se sostenía mi exigua economía.

Me llamo Victoria Martínez, entrenadora personal, poseo dos licenciaturas, una en Educación Física y la segunda en Nutrición; además, soy cinturón negro de taekwondo con la categoría de maestro en séptimo dan; obtuve hace dos años mi maestría en yoga porque es una actividad que me encanta practicar y enseñar; realicé varios másteres dedicados a fomentar la actividad física en la sociedad actual; preparo mi tesis doctoral relacionada con ese tema ya que mis planes de futuro se dirigen hacia la difusión de la necesidad del ejercicio físico; también me interesa la enseñanza universitaria. Mis estudios, mi trabajo y mi futuro profesional son lo más importante de mi vida después de mi padre. Aunque no creo que pueda continuar con este ritmo de entrenamientos durante mucho tiempo, hoy por hoy, a mis veintiocho años, me sobran energías y no tengo más remedio que aprovecharlas para sobrevivir mientras encuentro algo más estable; no consentiré que mi padre me pague el alquiler durante mucho tiempo, aunque sea él quien se empeñe en ayudarme económicamente.

Hasta ahora creía que el lujo solo existía en las películas, y eso dice mucho sobre mi existencia sencilla y humilde, pero, al parecer, el marido arquitecto de Yolanda ha ganado suficiente dinero antes del desplome del negocio de la construcción y han podido mantener su elevado nivel de vida. El gimnasio privado de esta mujer mide unos cien metros cuadrados, como dos veces mi apartamento, está equipado con más de lo necesario para ponerla en forma a ella y a sus dos amigas, Luz Mari y Bárbara, aunque se llaman entre ellas Yoli, Luzmi y Barbi; después de tres meses de entrenamiento, yo estoy autorizada a utilizar sus nombres cortos.

—Vamos, chicas. —Se ríen histéricas y encantadas con el hecho de que las llame chicas, ya que las tres pasan la cuarentena—. Hoy trabajaremos con las máquinas y quiero verlas echando humo —las animo mientras elijo en mi iPod la música apropiada para comenzar el calentamiento, y Adele transmite su buen sentido del ritmo con Rolling in the Deep.

—Me encanta esta canción, Vic —me dice Luzmi con una enorme sonrisa soñadora que muestra su perfecta dentadura blanca—. A ver si te acuerdas y me pasas el repertorio que utilizas para torturarnos.

—Si no las quieres en el móvil, tráete un iPod o un iPad y te las paso por bluetooth mientras estamos trabajando.

Me dirige un suspiro muy melodramático y habitual en ella.

—Siempre lo olvido al salir de casa. Créeme, conseguir que tres mocosos de diez, ocho y seis años lleguen al colegio temprano cada día distrae más de lo que parece.

—No te quejes —le reprocho—. Vivís como princesas, mejor que las de la corona española —se ríen las tres—, visto el panorama actual.

—Oye —me replica Barbi—, que yo trabajo.

—Cuando te da la gana, igual que yo —contesta Yoli antes de que yo replique—. Aunque reconozco que te lo has currado, y ahora, tu nombre, tus contactos y, por supuesto, tu buen gusto, te mantienen el negocio con tres o cuatro horas presenciales que le dediques al día.

—Lo tuyo ha sido también cuestión de suerte —añade Luzmi.

—Nada de suerte. —La voz de Barbi suena algo irritada, pero no pierde la calma—. Los primeros años trabajaba más de doce horas diarias. ¿O ya no recordáis que solo me veíais un rato los fines de semana?

—Reconócelo, Luzmi, se merece con creces la posición que ha logrado en el mundo de la decoración. Ahora se limita a supervisar el trabajo que realizan por ella sus dos empleados. —Barbi sonríe satisfecha ante el reconocimiento de Yoli—. Incluso le cede parte de sus proyectos a Fran.

Hasta el nombre de su firma habla de estilo y dinero, Bárbara López de Camargo, y al pronunciarlo asocias su nombre a una condesa del siglo dieciocho. Sin embargo, te encuentras frente a una mujer de cuarenta y dos años, preciosa, independiente y emprendedora, aunque por su aspecto físico aparenta mi edad; tendrá una herencia genética envidiable. Después de tres meses de ejercicio físico continuado, ha tonificado su cuerpo, estilizado su figura y encajado todas las críticas de sus amigas y compañeras de entrenamiento porque no necesita esforzarse demasiado y apenas suda, aunque estemos a finales de agosto. Divorciada desde hace casi dos años, tiene dos hijas de ocho y seis.

Bárbara es una prueba más que me mantiene alejada de los hombres, mejor dicho, de los compromisos a largo plazo con esos seres, para mí, llegados de otro planeta. Una mujer no solo bellísima, además no le falta ningún otro atributo, culta, inteligente, educada y, según comentan sus amigas, enamorada de su familia; tuvo la suerte de descubrir un día que su marido se acostaba con otra y el gilipollas no lo hizo porque sintiera nada por ella, es que esta, según él, se le ofreció, lo provocó hasta llevarlo a la cama varias veces. La muy puta, decía el exmarido, había arruinado su vida. O eso le confesó a Bárbara, tras suplicarle mil veces un perdón que ella le negó.

Había rehecho su vida después de un año de soportar el dolor que provoca la traición y la humillación y ahora dice que es más feliz que nunca, desde que se convirtió en la dueña y señora de su vida; y de eso entiendo yo bastante, aunque por lo que hablan entre las tres, tengo la impresión de que son sus hijas las que sufren los trastornos que causa un divorcio, ya que sus infantiles existencias se han convertido en una maraña a la que les cuesta adaptarse; también entiendo de eso porque soy hija de padres divorciados. En cuanto su marido le propuso la custodia compartida aceptó, y no lo hizo por fastidiarlo después de que ella cargara con todo el peso de la crianza y educación de las niñas desde que nacieron; aceptó para que ellas no crecieran lejos de su padre y supieran que siempre contarían con sus dos progenitores, aunque, en mi opinión, el masculino no lo merezca.

—Mañana sábado os ofrezco mis servicios gratis: una caminata de quince kilómetros junto al otro grupo, si acepta —les recuerdo al despedirme—. ¿Has preparado tu agenda, Barbi?

—¿Cuánto tardaremos?

—Esta semana vamos a rebajar quince minutos. Una hora y cuarenta y cinco minutos. Más el tiempo que nos lleva llegar a la sierra.

—Tres horas más o menos —calcula Bárbara—. Está bien, aplazaré una cita con el director del Ritz; quiere que le decore un salón.

—¿Gonzalo Castilla? —pregunta Yoli con doble intención—. Cómo me gusta ese hombre, Barbi. Está hecho a tu medida. Además, está divorciado y no tiene hijos.

—Reconozco que tiene sus méritos, pero no pienso liarme con él.

—No te digo que te cases con Gonzalo —la regaña Luzmi—. Ya es hora de que dejes a Álvaro atrás y te permitas alguna relación agradable; y algo de sexo tampoco estaría mal. Tú solo has

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