Cautivo de tu mirada (Los Cherry 1)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

El carruaje llegaba tarde y Sebastián Cherry se paseaba de un lado a otro de su nuevo estudio. La persona más importante de su vida, por la que luchaba día tras día, se estaba retrasando; su hija no era de aquellas muchachas que se hacían esperar: era puntual como un reloj. A veces, sin siquiera mirar, sabía la hora que era, algo que tenía a Sebastián perplejo. Un día, le preguntó cómo era posible y la muy pícara le había apostado un vestido nuevo si no se equivocaba. Por supuesto, ganó. Entonces le dijo su secreto: mirando la sombra del edificio de enfrente de su casa lo sabía o simplemente observando a los criados que acostumbraban a hacer las cosas siempre a la misma hora. Beth era una muchacha muy observadora, inteligente y tenaz. Y su padre estaba orgulloso de ella. ¡Cómo le habría gustado que su madre estuviera con ellos para verla convertirse en la preciosa jovencita que era!

Pero Rebeca había muerto hacía siete años y lo había dejado con una niña a la que criar y que se había convertido en todo su universo. Sabía que la consentía demasiado, pero no le importaba porque Beth era muy juiciosa. Quizás también se debía a Alice, la nana que cuidó de la chiquilla desde el día que había nacido.

Por eso mismo, había accedido a la última petición que le hizo Beth. Cuando él le había comunicado que tendría que ir pensando en su presentación en sociedad y en el mercado matrimonial, ella le dijo que no se sentía preparada, que aún no quería casarse. Él lo entendía; le había dado la misma educación que a los muchachos de su misma edad, y ella temía que un marido le quisiera cortar las alas y suprimir la libertad de la que siempre había gozado.

Beth era una mujercita que, a sus diecisiete años, llevaba las cuentas de la casa mejor que él, visitaba museos y paseaba por el parque, siempre con Alice. Se dejaba aconsejar por su nana, y charlaba con su padre de cualquier cosa. Incluso, en algunas ocasiones, su opinión le había servido a Sebastián para hacer buenos negocios o para dejar pasar otros, que al fin le habrían hecho perder dinero.

Con esa inteligencia que la caracterizaba, le pidió que retrasara un año su presentación en sociedad, que se fueran a vivir unos meses lejos de Londres para poder disfrutar de su mutua compañía. Ya que una vez que entrara en el mercado matrimonial, se temía no poder estar con su padre todo lo que le habría gustado.

La muchacha adoraba a su progenitor y él a ella.

Por eso mismo, se hallaba en ese momento en una casa que pertenecía a su familia en las afueras de Newcastle, esperándola, inquieto por su tardanza. Él había ido antes para controlar que todo estuviera en orden, pues su hermano nunca hacía uso de aquella propiedad tan al norte.

Sebastián era el segundo hijo del vizconde de Sheffield; su hermano Joseph era el mayor y heredero del título y de las posesiones de su padre. Entre ellos siempre había tenido muy buenas relaciones. De pequeños, donde estaba uno, estaba el otro. Al crecer, habían recibido la misma educación y el vínculo que los unía se había fortalecido.

Fue así como, en lugar de ingresar en el ejército, como había sugerido su padre, Sebastián se había dedicado al negocio marítimo. Su hermano le regaló un barco para que viajara y, en lugar de eso, él lo dedicó al transporte de mercancías. En ese momento, tenía una flota que cubría la ruta de Inglaterra a América y se había convertido en un hombre para tener en cuenta por la fortuna que había acumulado.

Eso lo tenía intranquilo, porque quería que quien se casara con su hija lo hiciera por amor, no por su dinero.

Beth estaba ansiosa. El incidente con la rueda del carruaje los estaba retrasando y sabía muy bien cómo se preocupaba su padre cuando no llegaba a la hora que él ordenaba. Su nana, Alice, se hallaba dormida frente a ella.

Thomas, el cochero, había ido al pueblo más cercano para arreglar la rueda que se había roto y las había dejado al cuidado de los dos lacayos que viajaban con ellas.

Beth era una muchacha vivaz e inquieta, que siempre tenía algo entre manos; era incapaz de soportar las horas ociosas como lo hacían sus amistades. Por eso mismo, se había llevado un libro para leer durante el viaje; sin embargo, la espera le estaba crispando los nervios. Miró a su nana y oyó un suave ronquido. Sonrió y saltó del carruaje.

—Señorita…

—Necesito estirar las piernas, Josh; no me alejaré mucho.

—Preferiría que se quedara. Estos caminos no son nada seguros —replicó el lacayo y se quedó mortificado al ver que ella no le hacía ningún caso.

La sombra que ofrecía el bosque junto al que estaban parados era una tentación para una joven como Beth, que en sus diecisiete años había salido de Londres en contadas ocasiones. Solo había acompañado a su padre en alguno de sus viajes a Nueva Orleans, donde poseía una mansión. Se internó entre los árboles, cuidando de no engancharse el vestido con las ramas y raíces que sobresalían del húmedo suelo.

Mortificado, Josh le dijo a Ben, el otro lacayo, que la siguiera, pero que no la molestara. Solo quería velar por la seguridad de la muchacha.

Mientras paseaba, Beth oyó el ruido del agua, como si un riachuelo pasara cerca de allí. Siguió el sonido y unos minutos más tarde estaba maravillada, a la orilla de unas aguas tan transparentes que la cegaban con el reflejo del sol. Lo que daría ella por quitarse los zapatos y las medias, y pasear por el borde del agua, pensó arrugando la nariz; pero era consciente de que no podía hacerlo. Si la descubría su nana, no dejaría de sermonearla hasta haber llegado a su nueva casa, donde la esperaba su padre.

Se sentía feliz de que su progenitor le prometiera un año de libertad en el campo antes de ser presentada en sociedad.

Pensando en su nueva vida, vio que algo se deslizaba por la superficie del agua. Parecía un cesto andrajoso, y eso era. No obstante, le pareció oír algo como el maullido de un gatito. Pensó que era imposible; debía ser el aire que movía las ramas de los árboles. Cuando volvió a oírlo, supo que alguien había tirado al río a una mascota molesta. Su enfado la sofocó. ¿Cómo podían existir personas tan insensibles? No lo pensó y corrió hacía el cesto antes de que la corriente se lo llevara, y cuando fue a cogerlo, se le atascó el aire en los pulmones. No era ningún gato… ¡era un bebé!

Ben se había asustado al verla correr hacía el agua y se quedó mirando a su señora con la boca abierta mientras ella cargaba el cesto y se dirigía a la orilla. Al llegar a tierra, Beth notó que su falda pesaba y chorreaba tanto que se le hacía difícil andar. Con su bello rostro congestionado por la furia que sentía, se encaminó a paso ligero hacia el carruaje. ¡Ni los animales abandonaban a sus crías! Y mucho menos para que muriera ahogado, pues el cesto estaba tan destartalado que las ropas que cubrían al bebé estaban empapadas.

—Vamos, Ben, necesitamos ropa seca antes de que la pobre criatura muera de frío.

Corrió entre los árboles con el cesto en sus brazos, sin importarle que su vestido mojado se enganchara en los zarzales.

Llegó al carruaje al mismo tiempo que el cochero volvía del pueblo con la rueda nueva y, mientras este, ayudado por los dos lacayos, la cambiaban, en el interior del carrua

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