Corazones de África

Rita Black

Fragmento

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Capítulo 1

Un páramo reseco y desolado la recibió al llegar a la misión. Una sonrisa ladeada le cruzó la cara. Aquel paraje no podía ser más apropiado.

Unos diez metros más adelante distinguió la pequeña y sobria iglesia. El conductor del jeep, Rashid, descendió el primero, y luego lo hicieron Madison y todos los demás. Bajo el inclemente sol del mediodía, tuvo que ponerse una mano como visera para que el resplandor no la cegara.

«Bien, ya estoy en África», suspiró.

Nadie salió a recibir a los recién llegados. Rashid, adivinando lo que pensarían al respecto, se apresuró:

—En estos momentos todos están ocupados, tanto con los niños como con las mujeres y los adultos jóvenes. Pero pronto será la hora de comer y se presentarán como es debido.

Madison miró al hombre que les había servido de chofer. Era alto, delgado y su tez oscura se veía lustrosa a la luz del sol. Su rostro era muy agradable, y se expresaba con mucha soltura.

La joven y sus acompañantes, otros dos hombres y una mujer, se sorprendieron gratamente al comprobar que las habitaciones para los voluntarios eran espaciosas y limpias y tenían lo indispensable para una estancia cómoda.

El calor era agobiante, y sus compañeros no tardaron en quejarse de él, pero ella se dispuso a ignorarlo. No había ido ahí a pasarla bien.

***

—Hola, bienvenidos todos. —Una joven de rasgos muy agradables y que derrochaba entusiasmo los saludó cuando llegaron al comedor—. Mi nombre es Monique, y soy la enfermera de la misión. Mark, nuestro jefe, está un poco ocupado, pero seguramente esta tarde tendrán oportunidad de conocerlo.

La enfermera aclaró que Berger era algo así como el líder laico de la comunidad, pues la misión estaba a cargo del padre Edson Freitas, con el apoyo de las hermanas Rosamund y Sandra. Agregó que más tarde indicarían a cada uno de los recién llegados las labores diarias que deberían realizar.

—Pero, por el momento, disfrutemos de la comida. —Les dedicó una amplia sonrisa.

Por su acento, dedujeron que era francesa. A Madison le agradó de inmediato.

El ambiente se volvió más distendido cuando les presentaron a los demás miembros de la misión que ya llevaban algunas semanas, o incluso meses, ahí. El padre Edson resultó ser un hombre afable y muy bromista, y todos se sintieron identificados con él de inmediato.

Luego, pidieron a los recién llegados que se presentaran.

Michael y Tina, canadienses, empresarios, sin hijos, hiperactivos y aventureros; Georg, austriaco, maestro de literatura en año sabático, y Madison, estadounidense, periodista remisa dispuesta a explorar otras posibilidades.

Todos eran muy amables y pronto se vieron envueltos en el ambiente de camaradería que disfrutaban los integrantes más antiguos. Madison seguía a la expectativa de cuáles serían sus obligaciones. No es que estuviera ansiosa por iniciar, en realidad, en esos momentos casi todo le daba igual. Lo único que quería era mantenerse ocupada, especialmente en algo diametralmente opuesto a lo que había venido haciendo.

Después de la comida les mostraron el resto de las instalaciones: una habitación pequeña y limpia equipada con lo más indispensable para hacer de dispensario médico y un pequeño almacén que también funcionaba como oficina.

Caía la tarde cuando en un vehículo todoterreno arribó el jefe de la misión, Mark Berger. A los nuevos voluntarios ya les habían hablado de él, sabían que era un pediatra inglés que llevaba varios años trabajando en África, no era muy sociable y no le importaba provocar una buena impresión; a veces podía ser un poco estricto y en otras duro, pero era eficiente, y con los nativos solía ser muy bueno, especialmente con los niños. Alto, delgado pero fibroso, su piel tostada por el sol, era evidente que estaba más que adaptado a las inclemencias del clima.

Saludó a todos con un simple «bienvenidos» y una muy leve inclinación de cabeza, y solo sobre Madison su mirada se demoró dos segundos más que con el resto. Como buena periodista, ella inmediatamente pudo leer en esos ojos azules que no le agradaba nada al líder de la misión.

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Capítulo 2

Cualquiera diría que es increíble que casi dos meses después de haber llegado a África la puesta de sol siga sorprendiéndome.

Pero lo hace; estoy sentada aquí, ante la inmensa sabana, mientras el sol desciende sobre el horizonte, y la gama de rojos, anaranjados y dorados que cubre el cielo y el paisaje me parece tan hermosa que me roba el aliento.

Me enfoco más que de costumbre en la belleza salvaje y casi irreal del crepúsculo porque necesito olvidar las tensiones y los sinsabores del día: el calor, la escasez de agua, las limitaciones, las carencias de todo tipo de satisfactores que en Occidente son completamente cotidianos, tanto, que a veces incluso los damos por sentado sin estar plenamente conscientes de ellos. Pero, sobre todo, quisiera olvidarme de Mark.

Ese hombre me está volviendo loca. Cuando lo conocí hace casi dos meses, al llegar aquí, pensé que su hostilidad inicial se disiparía tan pronto me conociera bien; tal vez lo juzgué mal, o quizá sobreestimé mi encanto natural. Nunca había tenido problema para agradar a las personas.

Si ya tenía dudas sobre la pertinencia de mi estancia aquí, su rudeza me hace cuestionarme si estoy en el lugar correcto.

Hoy estuvo particularmente irritante; cuestionó todos y cada uno de mis actos, prácticamente nunca está de acuerdo con nada de lo que digo o hago.

No necesito reflexionar mucho para darme cuenta de que así ha sido desde que llegué. Pero al menos parece que ya me estoy ganando la confianza de los nativos. Los niños son especialmente receptivos a aprender cosas nuevas, y las mujeres son amables y se esfuerzan por entender nuestro rudimentario lenguaje de señas.

Debo decir que estoy confundida; los turkana son muy inteligentes, receptivos, e incluso amables cuando uno logra vencer su natural recelo a los extraños. Pero las condiciones en que viven, en estos remotos parajes que parecieran olvidados de la mano de Dios, no me parecen acordes con su intelecto.

Se supone que nosotros hemos venido a cambiar eso, a ayudarlos a tener educación para los pequeños, enseñar oficios a los adultos, así como hábitos de salud e higiene. Es difícil competir contra siglos de tradiciones y creencias nativas, pero estoy convencida de que, poco a poco, se puede lograr. Antes de mí, antes de todos los que conformamos este grupo, ha habido otros que han abierto la brecha, que han dado su trabajo, su tiempo, su vida, por ayudar, por hacer una importantísima labor para que estas personas mejoren su calidad de vida. Además, también nosotros estamos aprendiendo de ellos.

Al escuchar un ruido tras ella, Madison cerró repentinamente el cuaderno en el cual escribía sus notas al término de cada jornada, y se volvió hacia atrás. Monique, la carismática enfermera franc

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