El gigante rubio (Segundas oportunidades)

Bela Marbel

Fragmento

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Mala espía, buena mirona

«¿Cómo puede estar tan bueno? ¿Y a mí qué me pasa? No debería perder el tiempo pensado en eso ¡por el amor de Dios! Soy una madre trabajadora y responsable, me mato haciendo horas para dar a mis hijos todo lo que necesitan, no tengo tiempo ni de mirarme al espejo, mucho menos puedo perderlo tonteando con el vecino.

Oh, oh, oh… no hagas eso, por favor no lo hagas…»

Pero lo hizo, claro que lo hizo, como todos los días, cada vez que llegaba de donde quiera que estuviera durante la jornada, aparcaba su reluciente moto; Bea nunca había visto una moto tan limpia, y tras quitarse el casco, movía la cabeza de un lado a otro dejando la melena ondulada y rubia al viento.

«No puedo, es demasiado pedirme que tras cuatro años de celibato me mantenga impasible ante este… espectáculo de testosterona en movimiento.»

En cuanto Chack bajó de la moto sintió el cosquilleo en la nuca que significaba que lo estaban observando. Ahí estaba otra vez la mirona, no podía distinguirla bien, sabía que se había mudado al edificio de apartamentos hacía unos meses y que tenía tres o cuatro niños muy ruidosos. Vivían puerta con puerta pero, al parecer, ambos pasaban fuera mucho tiempo. Sabía que no había un marido porque la señora Lebowsky, la anciana que vivía en la planta baja, se lo había dicho.

Chack no era demasiado sociable, pero estaba bien educado, todas las semanas le hacía la compra a la anciana y se la llevaba a su apartamento, le ayudaba a colocarla y casi siempre terminaba pagándola de su propio bolsillo; a cambio tenía la despensa llena de sus galletas favoritas: crema de cacahuete con pepitas de chocolate.

Según la señora Lebowsky, la mujer se llamaba Beatrix, era mexicana y tenía curvas prominentes que no le importaba lucir, esto último lo había constatado con sus propios ojos. La anciana le contó que trabajaba todo el día en una cafetería de una de las zonas de moda en la ciudad. A veces ella se quedaba con los chicos, ayudada por la hija grunge de los vecinos. Chack dudaba que la señora Lebowsky supiera qué significaba ser grunge, pero lo decía como si formara parte de su vocabulario desde su más tierna infancia.

Por fin se decidió a levantarse de la moto, le dolían hasta las pestañas, el martillo que se le había instalado en la cabeza no dejaba de golpear sin compasión, de lo único que tenía ganas era de tomar dos ibuprofenos y meterse en la cama durante cuarenta y ocho horas. Sí, así de divertido iba a ser su fin de semana.

Levantó la cabeza y, como no estaba de buen humor, en vez de disimular que sabía que lo estaban espiando, la miró directamente, levantó la ceja y compuso su mejor gesto de desagrado, y tenía unos cuantos.

Oh, no podía ser ¡la había pillado! Con tres hijos estaba más que acostumbrada a pasar vergüenza pero, generalmente, no era por su culpa. Cogió lo primero que encontró, una camiseta de Nicky, y se puso a limpiar los cristales; muy bien, se felicitó. Estaba segura de que él no se había dado cuenta, bueno, casi segura. El problema lo tendría con Nicky, ya que había cogido su camiseta favorita y dudaba que la grasa que se había pegado saliera.

Nicky era el mayor de sus tres hijos, tenía nueve años, pero parecía un viejo. Era absolutamente responsable y tenía la costumbre de decirle a todo el mundo lo que debía hacer, también a ella. Completaba sus tareas escolares y ayudaba con sus hermanos y en las tareas de la casa, estaba secretamente enamorado de su niñera de dieciséis años. Fue gracias a él, ya que su madre había fracasado estrepitosamente, que el pequeño Justin había conseguido dejar atrás el pañal, aún se le escapaba algún pis de vez en cuando, pero ya no mojaba la cama.

El pequeño era tan rubio como su padre, de ojos oscuros y mirada intensa. A sus tres años apenas hablaba, pero era capaz de poner en marcha cualquier aparato electrónico: televisiones, teléfonos móviles, tabletas. Su hermano mayor solía decir que no hablaba porque no le parecía interesante.

Y luego estaba Rubi. A sus seis años no era la típica hija mediana. A Rubi no le gustaba pasar desapercibida, tenía la costumbre de preguntar absolutamente todo lo que se le ocurría, y se le ocurrían muchas cosas, y aunque tenía apariencia de ángel, era mejor no meterse con ella, su transformación de querubín a demonio del infierno se producía en dos segundos exactos. Siempre iba acompañada de su muñeco de peluche, una vieja y andrajosa oveja a la que habían remendado por todas partes. Tenía el pelo rubio, pero los ojos eran del color del caramelo; dejaban ver todas sus emociones. Su piel era blanca como el marfil, a excepción de la nariz que lucía llena de pecas. Tenía seis años y tanto carácter que no le cabía en el pequeño cuerpo.

El sonido del timbre de entrada la sacó de sus ensoñaciones. ¿Quién podría ser a esas horas? Sus hijos estaban con la señora Lebowsky y Spook, la niñera, en casa de la anciana, ya que ella tenía que volver al trabajo en media hora y no regresaría hasta bien entrada la noche porque en los barrios de moda las cafeterías cerraban muy tarde. Tal vez, la señora Lebowsky necesitara alguna cosa.

―Ya voy ―informó a la persona detrás de la puerta.

Por poco se le para el corazón ante la visión que tenía del hombre que últimamente llenaba todos sus sueños eróticos.

Tan… grande, tan rubio, tan lleno de hormonas que la llamaban a gritos. Tuvo que respirar hondo varias veces para recuperar el control, se dio cuenta de que la mirada de él se desviaba hacia su pecho.

La mujer que le abrió la puerta distaba mucho de su ideal de mujer. A él le gustaban las chicas con cara de buena, dulces, pero con carácter, capaces, pero con un punto de vulnerabilidad, por eso cuando conoció a Candy, le pareció que era la persona con la que podría pasar el resto de su vida. No fue así, ni siquiera llegó a cuajar un flirteo entre ellos.

La hembra que tenía ante sí no era una chica, era toda una mujer, dulce cero, vulnerable menos cien, sexy como el demonio. Aun estando al borde de la muerte, o por lo menos así se sentía, se le puso dura.

«No, amigo», le dijo al yo que tenía entre las piernas. «Esto no es para nosotros, no necesitamos este tipo de problemas. Queremos una vida tranquila y apacible con alguien que no sea complicada. Esta diosa erótica no cumple ninguno de los requisitos de nuestra lista, así es que ya estás quitando la postura de firmes». Naturalmente, su compañero de viaje no le hizo el menor caso.

Y en ese momento ella lo hizo aun más difícil, ya que, en una evidente estudiada maniobra, elevó los pechos en varias respiraciones, para que a él no le pasara desapercibida la maravilla que escondía la pequeña camiseta que trataba, infructuosamente, de cubrirlos.

—Vecina —le dijo.

—Vecino —contestó ella melosa.

—No me interesa. Gracias, pero no —soltó él así, sin avisar.

Beatrix abrió mucho los ojos, no tenía ni idea de qué estaba hablando el rubio gigante, pero era evidente que tenía fiebre, estaba rojo y sudoroso y respiraba con dificultad, los ojos casi cerrados e inyectados en sangre. La voz rasposa y grave sonaba nasal.

—No sé bien a qué te refieres, pero me atrevo a sugerir que en la cama estarás mejor.

—Ya le he dicho que no me interesa, señora.

La forma

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