Las noches de Gael

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Londres 1869

Una niebla espesa cubría los suelos empedrados y giraba en remolinos al son de un viento helador que tan pronto despejaba las calles de la ciudad como las volvía a dejar opacas. Era noche de luna ausente y cielos cubiertos de grotescas nubes que se deslizaban con velocidad hacia ninguna parte. Estaba oscuro y hacía frío, pero la figura femenina que alcanzó el patio trasero del edificio no podía sentir las gélidas piedras bajo sus pies, ni la humedad del ambiente sobre su cuerpo. De hecho, no podía sentir nada. Era un alma sin cuerpo. Una proyección de sí misma dentro de lo que parecía un sueño.

La casa en la que estaba no era de las más bellas y grandes de Londres, sin embargo, poseía un encanto especial al estar engalanada por una pulida fachada de mármol gris ceniza y, sobre todo, por encontrarse situada enfrente de una de las poderosas propiedades de un famoso y notable conde, en ese momento el soltero más codiciado de la ciudad, y también uno de los hombres más arrogantes y engreídos que muchos tenían el doloroso placer de conocer. «El mentecato», le llamaba ella mentalmente. A veces llegaba a pronunciarlo en voz alta, pero solo delante de su prima. Impensable hacerlo delante de cualquier otra persona, incluyendo al personal del servicio.

Conocía al conde. Al menos sabía de él lo suficiente. Sin duda era ese el motivo por el que, como una vigía, transitaba en silencio con la vista y los oídos agudizados. Le gustaba verlo cuando estaba solo. Cuando no tenía a ninguna dama pululando a su alrededor. El conde era de los que entraban en una habitación donde había mujeres y todas ellas se apresuraban a retocarse los peinados y a suspirar. Causaba impresión.

Ella no temía ser descubierta. Era del todo improbable. Nadie podía percibir su presencia de no ser que tuviesen algún don tan antinatural como el suyo. Y si no hubiese escuchado ruidos hacía unos minutos por allí, ni siquiera hubiese abandonado la calidez de su dormitorio.

No terminaba de acostumbrarse a esos paseos nocturnos a pesar de haberlos iniciado desde el mismo momento que tuvo uso de razón. Sabía que hacía frío, pero no lo sentía, no podía tener dolor y sin embargo era consciente de todas las emociones que la rodeaban: de la negra oscuridad de la noche, del silencio de la madrugada, de las campanadas de un reloj en la lejanía, o de la música que entonaban las aguas del Támesis bajo el puente. Notaba la soledad y la tibieza, la excitación y la adrenalina navegando por las venas de su cuerpo, la angustia de sentirse desamparada y la dicha de poder ver y disfrutar lo que nadie más podía.

Sus pies descalzos apenas rozaban el piso al tiempo que su blanco e inmaculado camisón flotaba tras de sí dejando una fina estela blanquecina. Un espectro hermoso y liviano, envuelto en una aureola plateada semejante a un fantasma en el caso de que existiesen. Ella no creía en fantasmas, aunque en su situación hubiese sido de tontos no ser consciente de todas las cosas sobrenaturales que rodeaban la tierra y, en consecuencia, el universo.

En el silencio de la noche escuchó el caminar de caballos. Los cascos repiqueteaban perezosos produciendo un suave eco en las fachadas de las mansiones que presidían la calle y fueron bajando la velocidad hasta que pudo apreciar el elegante faetón negro que iba hacia ella directamente.

Se ocultó entre las sombras. Solía olvidar que no podía verla nadie, aunque su prima y algún otro miembro de la familia eran capaces de notar su presencia. Al menos eso decían ellos.

Empezó a ponerse nerviosa. El faetón pertenecía al conde. Su proximidad acentuaba el ansia de verlo. Siempre era así cuando estaba a su lado: el pulso se le disparaba, el corazón galopaba en su pecho, las palabras se perdían en el fondo de su garganta…

El vehículo se detuvo ante el portón de Silverstone y repentinamente los caballos comenzaron a piafar, moviendo nerviosos sus patas traseras con brío.

Con un impulso suave ella llegó hasta la parte delantera del coche para tranquilizarlos. Sabía que era culpable de que los animales reaccionasen así.

—¡Estaos quietos! —ordenó el cochero, descendiendo del pescante para agarrar con sus manos enguantadas, de dedos recortados, el tiro del carruaje.

Las bestias se fueron calmando solo cuando ella comenzó a acariciarles las crines.

—¿Qué ocurre? —preguntó un hombre bajando del interior.

Ella contuvo la respiración a escasos centímetros de Darren Wentfield O’Rourke, conde de Silverstone.

Era un tipo alto y muy guapo, de hombros anchos. El cabello castaño le cubría la nuca con suaves ondas. Pero algo que llamaba mucho la atención de él, aparte de lo elegante que vestía siempre, eran sus ojos verdes y las arruguillas que se formaban en torno a ellos; eran tan penetrantes y fríos algunas veces…

Sin duda habría que estar muy ciego para no admitir que el atractivo de Darren era impresionante. Toda una tentación para las damas de sociedad, ya fuesen casadas o solteras. Empero toda aquella belleza que tanto atraía también lograba intimidar con su apostura soberbia e implacable. Era un hombre tan acostumbrado a que todos a su alrededor hiciesen lo que él mandaba, que apartaba de si a todos los que no estuviesen de acuerdo o no bailaran al son que marcaba. Era una lástima que la mayoría de las personas que encumbraban la sociedad, excepto unos pocos que valoraban otras características por encima de las frivolidades, fuesen capaces de dar cualquier cosa por estar cerca de él y de su influencia.

Ella aborrecía todo eso. Una persona debía valorarse por su generosidad y no por el peso de su bolsillo. No era partidaria de buscar amistades para conseguir prestigio o favores, y él pertenecía al tipo de hombres propenso a fingir que las muchachitas como ella no existían. Era uno de esos tipos que apartaban su mirada cuando ella pasaba a su lado.

—Ha debido de ser una rata o algún gato que se cruzaron por medio —respondió el cochero observando el suelo de su alrededor sin ver nada. Echó un vistazo a los animales—. Ya parece que se han calmado, los llevaré a las caballerizas y les daré de comer. —Se volvió hacia el conde con actitud servicial y pose erguida—. ¿Deseáis algo más, milord?

—Nada más —respondió el conde. Con ojos entrecerrados alzó la cabeza al cielo—. Hoy las nubes no dejan ver las estrellas, mañana no hará muy bueno para salir. Descansa, y si me urge algo, haré que te avisen tras el almuerzo.

—Estaré pendiente milord. —Le hizo una escueta reverencia—. Que paséis buena noche.

—Lo mismo para ti, John —respondió Darren acortando el camino hasta la entrada principal.

Ella dio unos pasos tras el conde olisqueando el ambiente en busca del aroma varonil y dulzón que sabía que desprendía. Empero en ese estado no alcanzaba a oler su fragancia.

El conde cerró la puerta y ella, con la misma sensación de pérdida que la embargaba siempre que se alejaba, se quedó observando cómo se iban encendiendo las luces de la casa a medida que él subía las escaleras.

Casi podía sentir la enérgica desaprobación de su prima si se enteraba de que estaba vigilándole como una curiosa. Y era verdad. No debía estar allí. No podía dejar que su mente imaginase que el conde era el amor de su vida y que en a

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