En los ojos del highlander (En los ojos del highlander 1)

Ana E. Guevara

Fragmento

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Capítulo 1

—Biip, biip, biip. ¡Biiiiiiip! ¡Biiiiiiiip!

—¡Que ya te he oído! —le grité a la nada estirando una mano para tratar de alcanzar en la oscuridad de mi habitación el despertador que sonaba inclemente. ¿Es que ese artilugio del demonio no sabe que si está en esta casa es porque lo he comprado yo? ¿Qué clase de respeto hacia una dueña es ese? Porque estaba yo en medio de un sueño en el que un GEO se descolgaba por mi ventana y entraba en mi cuarto justo cuando ese maldito se ha puesto a sonar como si se estuviera quemando el edificio.

Salí de la cama sin encender la luz pues no quería despertar a Ramón, que seguía roncando sin ni siquiera enterarse de que el engendro despiadado conocido como despertador estaba tocando diana.

Al ponerme en pie, sentí que la cabeza me daba vueltas, debo reconocer que aquel día tenía un catarro de cuidado, pero que yo me negaba a reconocer. Mi abuelo siempre decía que los Esparza no nos enfermábamos y ese mantra me lo he repetido hasta la saciedad durante toda mi vida. Cuando llegué frente al espejo del baño vi los ojos rojos, la piel debajo de la nariz despellejada a fuerza de sonarme y notaba como mi voz sonaba más nasal que de costumbre, pero eso no me amilanó. Me duché, me vestí y me fui al hospital, no para pedir una opinión médica respecto a mi más que evidente proceso catarral, sino para darla pues, cosas de la vida, yo soy médica.

En verdad soy traumatóloga, que es muchísimo más divertido. Me ocupo de poner huesos en su sitio y yo no trato con enfermos contagiosos, aunque tampoco me hubiera importado pues yo me sentía inmune a cualquier infección, ya sea viral o bacteriana. Cosas de creerse de niña lo que te dicen tus abuelos y no querer cambiar de opinión ni aunque la evidencia científica así lo dicte.

Trabajo desde hace tres años en una clínica privada del norte de Madrid, un sitio muy agradable que siento como si fuera mi segunda casa visto el número obsceno de horas que en ocasiones le dedico a mi trabajo. Ese siempre ha sido motivo de discusiones con Ramón, que es incapaz de entender mi devoción por mi trabajo. Él actualmente está en paro, pero no porque no lo quieran contratar, sino porque con treinta y dos años aún no ha encontrado «ese trabajo soñado que le haga feliz». Sus palabras, no las mías, así que no me juzguéis. Ha sido repartidor de publicidad, modelo de manos, vendedor de productos biológicos, tejedor de bufandas de angora, catador de productos en una fábrica de salsas, animador de fiestas infantiles y hasta guía turístico. Menos mal que pude convencerlo antes de que llevara a más su idea de montar una granja de alpacas, y ahora dice que quiere sacar su vena creativa y se ha apuntado a un curso de pintura por Internet. Él se ha apuntado, pero dio mis datos bancarios para hacer el pago, que puede que sea un poco bala perdida, pero de tonto no tiene ni un pelo. Llevamos juntos cinco años y me gustaría decir que me imagino formando una familia y compartiendo mi vida con él, pero la verdad es que esa idea no forma parte de mis prioridades.

¡Madre mía, qué parrafada os acabo de soltar! Chica, es que a mí como me den cuerda yo me lío, me lío y nos dan las mil y no hemos avanzado nada. Vamos a ver, ¿por dónde iba? Sí, claro, el hospital (que ya hemos aclarado que es una clínica, pero me gusta llamarlo «hospital», que parece que luce más). Pues yo llegué esa mañana como cada día y, tras cambiarme y ponerme el uniforme, me fui a hacer un café con Carmen, que es una de las enfermeras que trabaja en mi servicio y con la que tengo mucha amistad. Es una mujer de unos cincuenta años (aunque ella siempre dice que tiene treinta y ocho) algo entrada en carnes y que me trata como si fuera mi segunda mamá. Lleva el pelo corto teñido de morado y unas gafas de pasta con montura de color verde, lo que hace que le dé al conjunto un aire de duende del bosque. Siempre tiene una palabra amable y creo que nunca la he visto más de veinte minutos seguidos sin sonreír. Un amor de mujer, vaya.

Hasta aquella mañana, pues, nada más verme, dio un grito de espanto y pegó la espalda a la pared como si hubiera visto una aparición del mismísimo Lucifer. Solo le faltó poner los dedos formando una cruz y echarme agua bendita pues los ojos desorbitados ya los llevaba de serie.

—¿Qué haces aquí? Vete a tu casa ahora mismo que tienes una pinta horrible.

—No me voy a ir, estoy perfectamente. —Yo trataba de sonar dura y convincente, pero me salió algo como «no me voy a id edtoy pedfectamente» que creo que me hizo perder bastante credibilidad.

—De eso nada, parece que te vas a morir aquí mismo.

—Los Esparza no nos...

—Os ponéis malos, lo has repetido mil veces, pero a ver si te enteras de que eso es una milonga que te contaba tu abuelo para que no faltaras al colegio. Ahora quítate el pijama y vete a tu casa que estás echa un cuadro.

Tenía preparada una respuesta ingeniosa, de esas en los que los presentes se quedan anonadados por tu sagacidad mental y tu afilada lengua, pero se quedó en nada cuando me dio un ataque de tos. Cuando al fin me recompuse, con las mejillas sonrosadas y los ojos lagrimeando por el esfuerzo, mi compañera me tiró un paquete de kleenex desde su distancia de seguridad y meneó la cabeza en señal de reproche.

—Te vas a morir aquí mismo y me va a tocar a mí rellenar el papeleo, ya lo verás.

—No seas pájaro de mal agüero —añadí recogiendo lo poco que me quedaba de mi dignidad y salí hacia el pasillo dispuesta a pasar consulta como si fuera un día cualquiera.

Pero ese día no iba a ser como los demás y es que en mitad del pasillo, andando directamente hacia mí, se encontraba el Cuervo, el jefe de servicio de Traumatología. Se había ganado ese sobrenombre por ser alto y enjuto, con una nariz ganchuda semejante al pico de un ave. Con abundante pelo, tan negro que en ocasiones parecía que se le arrancaban reflejos azules, visto por el pasillo parecía sacado directamente de un relato de Edgar Allan Poe. Pero sobre todo por el hecho de que en más de diez años como jefe de servicio nadie le había visto sonreír ni una sola vez. Los nuevos internos tenían una apuesta para ver si alguno conseguía contarle un chiste y que se riera, pero habían pasado generaciones y ninguno había sido todavía capaz de conseguir tal hazaña. Ya me había visto, así que no había dónde esconderse, con lo que solo me quedaba la opción de sonreír y disimular mi malestar lo mejor posible.

Estaba a punto de pasar a su lado con Carmen pisándome los talones cuando se paró en seco y se giró hacia mí.

—Esparza, váyase a su casa inmediatamente —dijo sin mediar tan siquiera un buenos días.

—Pero si estoy de maravilla —dije al tiempo que me sorbía de forma poco delicada un moquillo que estaba asomando por debajo de mi nariz.

El Cuervo se acercó y me obligó a levantar la vista para poder mirarlo a los ojos pues era bastante más alto que yo.

—No me gusta la gente contagiosa, por eso elegí está especialidad. Tiene diez minutos para cambiarse y marcharse, en caso contrario llamaré a los de seguridad para que la desalojen y esto constará como falta disciplinaria.

Y de nuevo, sin mediar más explicaciones, siguió caminando por el pasillo con las manos juntas detrás de la espalda como un ge

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