Prólogo
Londres. Abril de 1765
—Jaque mate.
Los cansados ojos de lady Belinda Crawley se entrecerraron hasta convertirse en dos perfectas rendijas mientras miraba a su adversario con suspicacia.
El viejo mayordomo esbozó una sonrisa discreta.
—Oh, está bien, Browning, has ganado esta vez —refunfuñó la mujer mientras se removía inquieta en el cómodo sillón de seda y brocado—. Ya puedes borrar esa sonrisa satisfecha de tu arrugado rostro.
—Vamos, milady. ¿No pensará que le he hecho trampas? —inquirió con fingido pesar.
—Por supuesto, ¿no las haces siempre en las cartas? —le espetó con un gruñido.
—¿Debo recordarle a milady quién me enseñó a jugar?
Lady Belinda dejó escapar un bufido poco femenino mientras hacía un gesto con la mano para desestimar la cuestión.
—No intentes echarme la culpa a mí, viejo tramposo. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para no saber de qué pie cojea cada uno.
El mayordomo amplió su sonrisa, conocedor de la veracidad de aquella afirmación. Había entrado a trabajar en la mansión Crawley siendo apenas un muchacho. Por recomendación de su tío, que llevaba años sirviendo a los condes, obtuvo un puesto como lacayo.
El atisbo de ternura que lady Belinda vio en aquellos ojos grises preñados de experiencia y sufrimientos hizo que su corazón se saltase un latido. Sí, a sus casi sesenta y cinco años, aquel hombre todavía tenía el poder de emocionarla, como tiempo atrás. Qué lejos le parecía haber quedado el día en que se conocieron. Él acababa de conseguir un puesto de lacayo en la casa, y ella era apenas una adolescente cargada de sueños románticos. Se enamoró del hombre equivocado.
—¿Le sirvo una copita de jerez, milady?
Sin esperar respuesta, Browning se levantó para dirigirse hacia el aparador, de donde tomó dos copas pequeñas de fino cristal que llenó con el líquido ambarino.
Ella lo siguió con la mirada, como había hecho tantas veces a lo largo de su vida. Una vida de la que se había quejado amargamente por injusta. ¿Qué importaba que ambos perteneciesen a clases sociales diferentes cuando había amor? Pero Arthur Browning sabía bien cuál era su lugar y lo cruel que podía ser la sociedad. Se amaron en la distancia, con miradas anhelantes y caricias robadas en rincones ocultos.
Sus padres nunca comprendieron por qué rechazó a todos los pretendientes que pidieron su mano, caballeros que podrían haberla cubierto de joyas y riquezas. Sin embargo, obtuvo todo lo que quería cuando la sociedad le impuso oficialmente el título de solterona y pudo, por fin, trasladarse a su propia casa, donde Arthur fue mayordomo, compañero y amante. Valía la pena esperar por amor.
Dejó escapar un suspiro cuando tomó la copa que él le tendía. La fría tibieza que emanaba del cristal disipó sus recuerdos.
—Gracias.
Él asintió con gesto regio antes de volver a tomar asiento, aunque esta vez lo hizo junto a ella.
—¿Qué te preocupa?
Lady Belinda tomó un sorbito de la copa y dejó que el calor del licor calmase su ansiedad. Arthur la conocía demasiado bien, pensó. No tenía sentido negar su preocupación.
—Me pregunto si estaré haciendo bien las cosas.
Se volvió hacia él y lo miró. Seguía siendo un hombre atractivo, con esa mirada profunda de sus ojos grises y el cabello negro salpicado de nieve en las sienes. La nariz recta y la mandíbula firme conferían a su semblante un aspecto aristocrático y varonil, a pesar de las arrugas que surcaban su rostro, fruto de los años, de las risas y de las preocupaciones.
Arthur se inclinó hacia ella y la besó en la frente.
—Por supuesto que sí, mi amor. —Acunó su mejilla en la palma de su mano, intentando infundirle seguridad. Ella siempre había confiado en él, y no podía dejar de maravillarse por ese hecho—. Sara se merece ser feliz.
—Precisamente eso es lo que me preocupa, Arthur. ¿Y si he escogido mal?
—Entonces, ¿ya te has decidido por uno de ellos? ¿Por eso me pediste que llamase a Lawston?
Lady Belinda asintió.
Sir Thomas Lawston era su abogado, llevaba todos los asuntos de sus propiedades y del dinero que había heredado de su madre, y también se había ocupado de su testamento.
Arthur se había molestado mucho cuando le dijo que había llamado a sir Thomas para que redactase el documento. No quería aceptar la posibilidad de que un día ella desaparecería de su vida, aunque era algo inevitable. La edad no perdonaba a nadie, y sus fuerzas habían ido mermando poco a poco. Tendrían que aprender a disfrutar juntos los momentos que les quedasen.
—Así es —admitió, respondiendo a su pregunta. Había hecho su elección, pero deseaba también la opinión de Arthur. Estaba en juego la felicidad de una joven a la que profesaba un cariño especial—. Alcánzame la carpeta, por favor.
—¿A quién has escogido? —le preguntó una vez que le hubo entregado el cartapacio—. Dime qué te preocupa.
Lady Belinda volvió a preguntarse si lo que estaba haciendo tenía sentido. Su mente viajó a Hertfordshire, a las cálidas tardes de verano, a los hermosos jardines de parterres coloridos y vetustos árboles frondosos, a los cielos nocturnos cuajados de estrellas y a los besos lánguidos y caricias jóvenes. Aquella casa había conocido el amor y la risa, y había sido testigo de la complicidad y la ternura de un cariño prohibido.
Y, además, estaba Sara.
Aquella niña triste y solitaria, rechazada entre murmullos y miradas de desdén, había conmovido su corazón de mujer y despertado un impulso maternal que no latiría nunca por hijos propios. No tuvo problema en que la nombrasen su tutora. Se hizo cargo de ella, la vistió, la educó como la dama que era y, sobre todo, le dio cariño y amor. En ese momento era una joven preciosa y dulce, pero la estrecha mentalidad de sus vecinos la mantenía aislada. Lady Belinda era consciente de que, cuando ella faltase, se quedaría completamente sola. Y quería remediar eso.
—Sabes que quiero a Sara como si fuera mi hija, y estoy dispuesta a hacer todo lo que sea por ella.
Su voz se quebró por la emoción y Arthur la envolvió en sus brazos. Aspiró su aroma masculino y cerró los ojos. Precisamente así, abrazados, era como los había sorprendido la pequeña Sara tanto tiempo atrás.
La mansión de Hertfordshire se había convertido para ellos en un refugio de amor. Aquella tarde de verano, con el cálido sol besando suavemente los pétalos de las flores que cubrían los parterres del jardín, se habían sentado en un banco de piedra bajo la sombra de un rododendro. Mientras se prodigaban caricias en un tierno abrazo, ella se había envarado entre los brazos de Arthur al descubrir que había una niña espiándolos. Al principio creyó que se trataba de una de las chicas del pueblo, ya que iba despeinada y llevaba el vestido sucio y roto, hasta que se fijó en la sangre que brotaba de una herida en la frente, casi en el nacimiento del cabello.
Se deshizo con premura del abrazo de Arthur y se acercó a ella. Luego se agachó hasta quedar a su nivel. El cuerpo de la pequeña se sacudía con estremecimientos y sus ojos grises, como la bruma en invierno, parecían mirar sin ver nada.
—¡Santo cielo! ¿Qué te ha ocurrido, pequeña? —le preguntó con suavidad.
La niña se sobresaltó y la miró asustada. No supo qué la impulsó a ello, tal vez la conciencia de que podría escapar si no hacía algo, pero la estrechó entre sus brazos. Permaneció rígida al inicio, pero después de unos segundos, comenzó a llorar con un llanto tan suave y quedo que desgarraba el alma. Eran lágrimas nacidas de lo más profundo de aquel corazón infantil.
—Ellos no me quieren —balbuceó entre sollozos, amortiguados contra su hombro.
Belinda trató de calmarla con suaves caricias sobre la espalda. Luego la separó un poco para poder mirarla. Le limpió las lágrimas del rostro y le pasó el pelo tras la oreja. La sangre de la frente se había secado, pero habría que limpiar la herida para que no se infectase.
—¿Quién no te quiere, pequeña?
—Todos —sollozó—. Los otros niños no quieren jugar con... conmigo y me pegan, y los ma... mayores me odian.
—¿Y por qué iban a hacer eso? —preguntó, sinceramente confundida—. ¿Cómo te llamas?
La niña parpadeó primero y luego enderezó la columna.
—Soy lady Sara Ferrers y tengo siete años —recitó, como si fuese una lección aprendida. Después, se quedó un momento en silencio antes de añadir con un susurro tembloroso—: Ellos dicen que estoy maldita.
Y aquella maldición había perseguido a la joven Sara mientras crecía, pensó con tristeza lady Belinda. Luego, volvió su mirada hacia Arthur y este le apretó la mano con afecto.
—Cariño, tú no la vas a obligar a nada —le dijo para tranquilizarla—, simplemente vas a ofrecerle una oportunidad. Ella podrá elegir si aprovecharla a no.
—Tienes razón. —Suspiró y abrió la carpeta. Extrajo los documentos, los colocó en tres montones diferentes y los señaló con el dedo—. Los tres son parientes míos y, por lo tanto, podría nombrar heredero de la propiedad de Hertfordshire a cualquiera de ellos. Reconozco que los mandé investigar.
Arthur sonrió al ver el sonrojo en las ajadas mejillas de su dama y besó sus labios con dulzura.
—No esperaba menos de ti, cariño. Siempre has sido muy inquisitiva, que yo recuerde.
—Oh, no seas bobo —le reprochó por burlarse de ella—. No estoy dispuesta a dejarle nuestra preciosa casa a uno de esos caballeretes que solo saben malgastar su vida y el dinero.
—Pero has encontrado a uno digno. —Sabía que ella habría sido muy cuidadosa con la elección—. Veamos.
Cogió el primer candidato y ojeó los informes con calma. Luego prosiguió con el segundo y el tercero. Cuando terminó, depositó con cuidado los papeles en el interior de la carpeta y miró a Belinda, que se removió inquieta en su asiento bajo su escrutinio.
—¿Y bien? —lo interrogó al ver que él continuaba mirándola sin pronunciar palabra.
—Creo que esta vez tendrás que explicarme tu lógica, querida.
—¿Ninguno de ellos te parece adecuado?
El tono de su voz reveló la decepción que experimentó. Creía, sinceramente, que Arthur sabría leer entre líneas y llegaría a la misma conclusión que ella. Por lo visto, se había equivocado. ¿Y si también había errado en su elección?
—Belinda, descubrí hace tiempo que el cerebro masculino y el femenino funcionan con una lógica distinta —comentó con una sonrisa, al tiempo que apretaba su mano en un gesto de consuelo—, pero confío lo suficiente en tu inteligencia como para saber que habrás escogido bien. ¿De quién se trata?
Ella dejó escapar un suspiro resignado.
—El vizconde Leighton.
Arthur tomó de nuevo los papeles y les echó un vistazo somero.
—¿Por qué? Aparte de que parece que siempre anda sin fondos...
El ceño fruncido de su amado dibujó una sonrisa en su rostro. Arthur jamás consintió en que vivieran del dinero que ella había heredado de sus padres, y le costó mucho convencerlo de que aceptara que le hiciese pequeños regalos. El único momento en que cedió fue cuando compró la mansión en el pueblo de Markyate, al noroeste de Hertfordshire. La casa, situada en medio de un apacible y bucólico paisaje, se convirtió en su verdadero hogar. Allí no existía lady Belinda, solo eran el señor y la señora Browning, una unión bendecida en una de tantas herrerías de Gretna Green.
—Conozco a la familia —se apresuró a contestar al ver que Arthur la miraba esperando una respuesta—, los duques de Westmount. Tienen mucha influencia y podrán proteger a Sara en caso necesario. Es verdad que el muchacho gasta dinero, pero no está endeudado. Creo... —Frunció el ceño—. No sé, tengo la sensación de que anda perdido, como si no hubiese encontrado todavía el sentido de su vida.
Arthur elevó las cejas con incredulidad en un gesto que le hizo parecer muy aristocrático.
—¿Y piensas que esto se lo dará?
Belinda asintió con firmeza.
—Estoy convencida de ello. Ser responsable de algo le hará bien. Además, es un muchacho alegre, y bien sabe Dios que Sara necesita alegría en su vida.
—Eres consciente de que tú solo les ofreces los medios para que se conozcan, ¿verdad?
—Por supuesto, pero también sé que cualquier joven con sangre en las venas se enamoraría de Sara.
Tras esta respuesta, el silencio se extendió entre ellos. Ambos coincidieron en un mismo pensamiento: que aquello era posible siempre y cuando el caballero no hiciese caso de los rumores. Sin embargo, ninguno de los dos lo comentó en voz alta.
Arthur tomó una copa y se la entregó a Belinda; luego cogió otra para sí y la elevó en un brindis.
—¡Por el vizconde Leighton!
Capítulo 1
Londres. Julio de 1769
Edward Marston, vizconde Leighton, soltó una colorida maldición.
Su madre, lady Eloise, que había estado reclinada sobre el bastidor en el que iba dejando delicadas puntadas, se sobresaltó hasta el punto de clavarse la puntiaguda aguja, tras lo cual, apretó los labios y maldijo a su vez... para sus adentros.
—¡Edward! —lo reprendió una vez que estuvo segura de que no iba a pronunciar ninguna palabra inconveniente y de que su bordado se hallaba a salvo de manchas de sangre—. Cuida tu lenguaje. ¿Se puede saber qué te ocurre?
Observó con atención a su hijo. Se había levantado del sillón en el que había estado sentado leyendo una carta y, en ese momento, se movía inquieto por la salita mientras agitaba el documento.
—¡Esto es... es inadmisible! ¡Esa mujer se cree que puede... pero no!
Un sinfín de posibilidades pasaron por la mente de la duquesa, entre ellas una destacaba como un faro en la noche, y su corazón se aceleró con temor. ¿Una mujer había sorprendido a Edward con un hijo bastardo y lo obligaba a casarse?
Para ella, cuya única felicidad consistía en ver a sus hijos casados por amor, tal como había sucedido con su propio matrimonio, aquello era el peor desastre que podía suceder. Lo siguió con la mirada y esperó en silencio una explicación, pero solo le llegaban los sonidos incoherentes de su constante farfullar.
—¡Edward! —le espetó, nerviosa—. ¿Quieres hacer el favor de calmarte y explicarme qué sucede?
Ante aquella interrupción de su ristra de maldiciones, el vizconde se giró y parpadeó, como si solo en aquel momento fuese consciente de la presencia de su madre en la sala. Entrecerró los ojos y la miró con sospecha.
—Madre, ¿has tenido tú algo que ver con esto?
La duquesa dejó a un lado el bordado, cruzó las manos sobre su regazo y contó hasta tres. Luego respiró hondo antes de contestar, lo que fortaleció su paciencia durante, al menos, unos segundos más.
—Difícilmente puedo defender mi inocencia cuando no tengo ni idea de qué se me acusa —repuso con un sutil tono sarcástico.
—Ella es tu pariente.
El tono de su hijo era hosco, y la encarada afirmación sonó en sus oídos más bien como una acusación. Apretó las palmas de sus manos en un gesto de delicada contención. Definitivamente, ser madre no resultaba fácil, sobre todo cuando los hijos tenían ya veintinueve años y no se les podía dar unos azotes, se dijo. Aunque la realidad era que ella jamás les había puesto una mano encima. Siempre había sido de la idea de que el amor transforma más que el dolor. Por eso, se contentó con imprimir a su pregunta el tono más irónico que pudo.
—¿No me digas? Edward Phillip Marston —exclamó con tono enfadado—, o me dices de una vez qué sucede o voy a... a...
La verdad es que no se le ocurría qué más podía añadir, pero al menos sus palabras tuvieron la virtud de hacer que su hijo se sonrojase. Quería mucho a Edward, al igual que a sus otros hijos, pero el carácter impulsivo del muchacho, con su tendencia a hablar antes de pensar, lo colocaba en situaciones difíciles.
—Lo siento, madre. —Se pasó la mano por el rubio cabello en un gesto de desazón que la duquesa pocas veces había visto en él. Edward era el más alegre de los trillizos y el que parecía más indiferente ante todo, porque solía tomarse la vida como una broma—. Es que la noticia me ha alterado.
Le tendió la carta para que la leyera y se dejó caer sobre una de las butacas.
Eloise tomó el papel con mano temblorosa y comenzó a leer. A medida que avanzaba en su lectura, el parpadeo de sus ojos se incrementó y su boca comenzó a abrirse en una perfecta «o».
—No lo comprendo —aseguró, después de un momento de silencio—. ¿Por qué iba lady Belinda a nombrarte su heredero cuando apenas te conocía? ¡Ah!, y te aclaro que no es pariente mía, sino de tu padre.
Edward bufó.
—No es eso lo que me preocupa, madre. Me importa un... —La duquesa alzó una ceja de amonestación y él reordenó sus palabras—. Estoy encantado con la herencia. Tener una propiedad y unas cuantas libras me viene muy bien.
—Cómo no, siempre andas escaso de fondos —masculló molesta.
Sabía que Edward no derrochaba el dinero, pero muchos de sus amigos sí, y constantemente acudían a él para pedirle préstamos. El duque, finalmente, se había hartado de que el dinero de la asignación de su hijo pasase a otras manos, y le había dicho que, si quería perder dinero —puesto que estaba convencido de que ninguno de sus supuestos amigos devolvería el préstamo—, lo buscase en otros bolsillos que no fuesen los suyos.
Edward hizo caso omiso de la queja murmurada de su madre.
—Lo que me molesta es que haya puesto condiciones. ¿Por qué, en nombre del cielo, tenía que poner condiciones? —Alzó las manos, lleno de frustración, y se levantó de nuevo para pasear por la sala—. Alguien muere, su heredero firma unos papeles, recibe la herencia y ya está.
La duquesa frunció el ceño y repasó otra vez la carta que tenía en las manos.
—Pero aquí no especifica de qué condiciones se trata.
—¡Precisamente! Con toda seguridad será algo retorcido y malévolo que...
La risa cristalina de su madre interrumpió su perorata, y se volvió a mirarla con el ceño fruncido.
—¿De verdad te has puesto así por unas disposiciones que ni siquiera conoces? —Le dedicó una sonrisa cálida y dio unas palmaditas en el sofá para que se sentase a su lado. Apenas tuvo tiempo de retirar el bastidor antes de que Edward se dejase caer junto a ella con poca elegancia—. ¿Qué te preocupa?
Él la miró por un momento, y Eloise pudo ver en sus ojos aguamarina una sombra de inquietud antes de que su hijo apartase la mirada.
—Soy el vizconde Leighton, aunque sea solo un título de cortesía —repuso con un encogimiento de hombros, como si realmente aquello no tuviese importancia, y la duquesa sabía que para él no la tenía. No era ambicioso. Edward tenía un corazón generoso, demasiado para su propio bien—. Tener ahora una propiedad es... una gran responsabilidad. No sé...
Lady Eloise alargó la mano y retiró un mechón de cabello dorado que caía sobre la frente de Edward, luego le acarició la mejilla con ternura. Comprendía a su hijo muy bien, quizás más de lo que él mismo lo hacía. «No quieres crecer», pensó. Edward siempre había estado a la sombra de sus hermanos. James era el heredero del ducado y tenía una cabeza excelente para los negocios; Robert destacaba por su inteligencia y su capacidad intuitiva, lo que había hecho que el gobierno inglés pusiera en él sus ojos. Edward, en cambio, había sido siempre un niño muy sensible, inclinado a la generosidad hacia los demás, incapaz de ver sufrir a alguien sin socorrerlo y sin poner una pizca de alegría a su alrededor. Ella, como madre, lo admiraba por eso y lo amaba aún más si cabía. Desgraciadamente, la sociedad en la que se movían podía valorar esas cualidades en una mujer, pero jamás en un hombre. Quizás, por eso, el hecho de no destacar en nada lo hacía sentirse inseguro.
—¿Por qué no esperas a ver cuáles son las condiciones y después decides? —le aconsejó.
—Ya he mandado llamar al abogado, seguramente llegará pronto.
—Bien. Entonces, escúchalo y pregunta lo que necesites saber. —Lo miró como si desease llegar al fondo de su alma—. Edward, puedes sacar adelante todo lo que te propongas, y estoy segura de que serías un magnífico terrateniente. Eres un Marston, no lo olvides.
Edward asintió con gesto serio, pero no dijo nada.
Eloise iba a volver a hablar cuando unos golpes discretos sonaron en la puerta.
—Milady. —Thompson, el viejo mayordomo que llevaba con ellos más de treinta años, la saludó con una leve inclinación de cabeza. Luego se volvió hacia Edward—. Milord, ha llegado sir Thomas Lawston, el abogado. ¿Quiere que lo haga pasar?
—Por favor, Thompson.
El mayordomo salió y lady Eloise recogió su bordado y se levantó para marcharse.
—Madre —la llamó él cuando apenas llevaba unos pasos recorridos—, ¿podrías quedarte, por favor?
La duquesa ocultó en su sonrisa aquiescente la emoción que la embargó. Que sus hijos siguieran necesitándola y contando con ella después de tantos años suponía un inmenso regalo para ella; significaba que no había sido una mala madre, después de todo.
Apenas se acomodó en el sillón, la puerta se abrió de nuevo y el mayordomo dio paso al recién llegado.
—Sir Thomas Lawston, milord.
Edward se levantó y se acercó a él con una mano extendida, dándole la bienvenida con una cálida sonrisa.
—Milord, es un placer. —Los pequeños ojillos del hombre, que no debía de medir más de metro y medio, se entrecerraron en lo que Eloise supuso era la consecuencia de la falta de lentes—. Milady.
El hombre tomó asiento en una butaca. Sacó un pañuelo inmaculado de un bolsillo, unos lentes del otro, y se puso a limpiarlos con fruición. Hasta que no terminó de realizar aquel ritual, no pronunció palabra.
—Bien. —Hizo una pausa y carraspeó—. Esta no es una visita de cortesía.
Edward esbozó una media sonrisa.
—Lo supongo.
—Esto... No sé si preferiría...
No concluyó la frase, pero la mirada elocuente que dirigió hacia la duquesa fue suficiente para que comprendiese lo que quería decir. La sociedad consideraba de muy mal gusto tratar temas de dinero en presencia de las damas. Su madre, en honor a la verdad, ni siquiera se inmutó; simplemente lo miró y le dedicó la mejor de sus sonrisas.
—No se preocupe, sir Thomas, le aseguro que la duquesa sabe que dos más dos son cuatro y no le costará seguir la conversación —repuso con humor.
—Ya, bueno, esto es muy inusual.
—Los Marston somos una familia inusual —comentó.
—Sí, claro, por supuesto —admitió de forma casi mecánica. Entonces, abrió los ojos horrorizado al darse cuenta de lo que había dicho—. ¡No quería decir eso! ¡Oh, Dios mío!
Edward se levantó y sirvió una copa de brandy que ofreció al abogado con una sonrisa tranquilizadora mientras este trataba de enjugar el sudor de su frente con el pañuelo.
—Beba un poco, le hará bien.
—Muchas gracias, milord.
El fervor de su agradecimiento hizo sonreír a Edward. Desde luego, aquel abogado no debía de frecuentar mucho la corte; con toda probabilidad sería de los que permanecían encerrados noche y día en el despacho.
Esperó con paciencia a que el hombre se recuperase. Cuando el color rojizo, casi púrpura, que había teñido su rostro momentos antes, fue sustituido por un tono más rosado, se animó a preguntar.
—¿Y bien?
Sir Thomas asintió.
—Usted me mandó llamar, milord, así que supongo que recibió la carta de mi cliente.
—Así es —le confirmó.
—Lady Belinda era una mujer extraordinaria —comentó con un matiz nostálgico en su voz— y muy... rica. Parte de esta riqueza, incluida su casa de Londres, la repartió mayoritariamente entre el servicio, que la acompañó durante muchos años y le fue fiel hasta el final. Sin embargo, a usted lo nombró heredero de la propiedad que mantenía en Markyate, Hertfordshire, y de una cierta suma de... dinero. —Carraspeó, como si se sintiese incómodo por haber pronunciado una palabra prohibida.
Edward se recostó contra el respaldo del sillón. Podía dar la sensación de que el tema lo aburría o no lo consideraba relevante, pero su madre, que lo conocía bien, pudo ver las arrugas de tensión que se formaron alrededor de sus ojos.
—¿Por qué?
Sir Thomas parpadeó ante aquella pregunta. Cualquier otro caballero hubiera estado más interesado en saber a cuánto ascendía la cantidad heredada, que, dicho sea de paso, no era un monto baladí. Sin embargo, no tenía respuesta para lo que él supuso sería curiosidad, así que se limitó a encogerse de hombros.
—Nunca cuestiono a mis clientes el porqué de sus decisiones.
Edward asintió con gesto grave. Notaba una tensión creciente en sus hombros y en el cuello, y una notable urgencia de salir corriendo, montar en su caballo tordo y cabalgar como un loco, cuanto más lejos mejor. En cambio, respiró hondo antes de contestar.
—Comprendo.
—Por supuesto, aunque es usted el heredero designado por milady, puede renunciar a la herencia. Si decide aceptarla, tendrá que cumplir las condiciones impuestas por lady Belinda. —Las palabras le provocaron un estremecimiento, pero se obligó a ofrecerle al abogado un gesto de aliento para que continuase. Este abrió la carpeta que llevaba y sacó unos documentos que procedió a leer—: Lego a lord Edward Phillip Marston la propiedad que poseo en la localidad de Markyate y la suma de ocho mil libras esterlinas si, y solo si, cumple las siguientes condiciones. —Edward sentía que no podía respirar después de haber escuchado a cuánto ascendía la bendita herencia. Escuchó el jadeo de su madre, pero no quiso mirarla. Se concentró con fiereza en sir Thomas, como si así pudiera obligarlo a hablar más rápido—. En primer lugar, tendrá que vivir en la propiedad durante el espacio de un mes sin posibilidad de abandonar Markyate; en el momento en que lo haga, habrá perdido todo derecho a la herencia. En segundo lugar, deberá aceptar la responsabilidad de convertirse en el tutor de lady Sara Ferrers hasta que esta alcance la mayoría de edad. En caso de no cumplir con cualquiera de las dos condiciones, tanto la propiedad como el dinero serán destinados a una obra benéfica de las muchas que se ocupan de los huérfanos de nuestra querida Inglaterra.
Edward casi se atragantó con la colorida maldición que subió a su garganta. Afortunadamente, y por una vez en sus veintinueve años de vida, logró controlarse antes de hablar. Su madre estaría orgullosa de él, pensó. Pero la duquesa se hallaba en ese momento demasiado ocupada tratando de controlar una carcajada como para percatarse del notable logro de su hijo.
—¡Pero esto es...!
—...es imprescindible que se cumpla —lo interrumpió sin miramientos, como un hombre acostumbrado a tratar con aristócratas arrogantes—, de otro modo no podrá reclamar la herencia. Así pues, milord, usted dirá si acepta o no las condiciones de lady Belinda.
Edward trató de responder, pero de repente su mente se había quedado en blanco y el pánico hacía que le diese vueltas la cabeza. ¡Un mes sin pisar Londres! Aquello era una completa locura. ¿Cómo iba a aguantar ni siquiera un día alejado de la ciudad para encerrarse en una mansión en mitad del campo?
—Acepto. —Se oyó decir a sí mismo como un eco lejano de sus pensamientos más profundos.
—Bien, bien —comentó el abogado, permitiéndose, en ese momento, esbozar una sonrisa relajada y poniéndole delante una pluma y un documento—. Si estampa su firma aquí, todo será legalmente suyo.
Firmó, aunque más tarde todo se convertiría en un hecho borroso en su mente, quizás como parte de un mal sueño.
—Ahora, si me dispensan —dijo al tiempo que se levantaba—, he de salir.
No esperó a recibir el permiso de su madre, ni se despidió de sir Thomas. Salió de la sala con el corazón retumbándole en los oídos y una sensación de asfixia oprimiéndole el pecho.
Lady Eloise se volvió hacia el abogado con una sonrisa de disculpa en los labios.
—Mi hijo asumirá sus responsabilidades lo más pronto posible.
—Estoy seguro de ello, milady —repuso el hombre condescendiente. Él había sido el primer sorprendido con las disposiciones de lady Crawley, y conociendo a la dama como la había conocido, estaba seguro de que todo aquello tenía una finalidad.
—Confío en que, mientras tanto, alguien se estará ocupando de atender a la niña.
Sir Thomas alzó las cejas en un gesto de total confusión. A veces le costaba seguir el hilo mental de las féminas.
—¿Qué niña?
—Pues la pupila de mi hijo...
—¡Ah!, se refiere a lady Sara. No es ninguna niña, milady —le aclaró—, sino una joven de veintidós años. Quedó huérfana a temprana edad y su abuela... bueno, digamos que no se ocupaba demasiado de ella. Por eso, lady Crawley se convirtió en su tutora, y la joven vive en la propiedad.
No solo el corazón de la duquesa había dado un vuelco al escuchar las palabras del abogado, sino también su mente, que de forma inmediata había comenzado a fantasear sobre las infinitas posibilidades que esta oportunidad ofrecía. Hasta aquel momento, Edward no se había interesado por ninguna de las jóvenes damas que le habían sido presentadas, ni tampoco había dedicado tiempo a conocer a ninguna de ellas más a fondo. Sin embargo, si no tenía más remedio que pasar un mes junto a su pupila, sin posibilidad de volver a Londres...
—Y, dígame, ¿es agradable la joven?
Sir Thomas ahogó un suspiro de resignación. Ya había cumplido con su obligación y lo único que deseaba era volver a la comodidad de su hogar lo antes posible, pero uno no podía desairar a una duquesa, ¿verdad? Así que se dispuso a responder lo mejor que pudo.
La sonrisa de lady Eloise se amplió mientras escuchaba hablar al hombre. En ese mismo momento decidió que sería una agradable sorpresa para su hijo descubrir todo aquello por sí mismo.
Una chispa de esperanza iluminó sus ojos aguamarina.
Capítulo 2
De haber conocido la información de la que su madre disponía en aquel momento, a Edward no le hubiese hecho ninguna gracia.
Lo poco que sabía repicaba en su cabeza como las campanas de la iglesia de San Pablo un domingo, y no tenía ni idea de cómo manejar la situación. Lo que estaba claro era que someter a su caballo a una ardua cabalgata por Rotten Row no había servido de nada para serenarlo. Cuando descendió de su montura, a las puertas del club de St. James, y se la entregó al muchacho para que la llevasen a las cuadras, todavía le temblaban las manos.
Apenas entró en el refinado vestíbulo, se sintió como en casa. El suelo y las elegantes columnas de mármol exhalaban su frío aliento, eliminando toda calidez del ambiente. Respiró profundamente y se llenó los pulmones con el oxígeno circulante. Subió de dos en dos las escaleras centrales hasta la primera planta, donde buscó el lugar más retirado en uno de los salones. Se dejó caer sobre la butaca, cerró los ojos y se presionó las sienes.
«¿Qué he hecho?», volvió a preguntarse. Como en las ocasiones anteriores, evitó responderse a sí mismo.
Uno de los sirvientes se acercó con una copa y Edward le pidió que dejase también la botella. Necesitaba embotar sus sentidos para que desistiesen de aquellos pensamientos que lo atormentaban. Se sirvió él mismo y se bebió la copa de un solo trago. El líquido ardiente le abrasó las entrañas y le despejó la mente. Si fuera listo, se dijo a sí mismo, buscaría en ese momento al abogado y rompería los papeles que había firmado. Pero no debía de ser muy listo, porque seguía allí sentado, y, además, necesitaba el dinero. Soltó una colorida maldición, a la que algunos caballeros respondieron con carraspeos admonitorios que él ignoró.
—¿Tan mal están las cosas? —se burló una voz detrás de él.
Edward compuso un semblante indiferente, como solía hacer cuando se rodeaba de gente, y se volvió hacia su interlocutor. Su amigo, Henry Loughty, conde de Darkmoor, lo saludó con una sonrisa irónica antes de acercarse y dejarse caer sobre la butaca de enfrente.
—Hola, Henry. —Le devolvió el saludo utilizando el tono informal que le permitían sus años de amistad.
—Si necesitas dinero estás de suerte, muchacho. Gracias al marqués, acabo de embolsarme una buena cantidad —le dijo en tono jocoso.
Edward sabía que aquella alusión hacía referencia a su hermano. James era un genio con las inversiones, y en poco tiempo había aumentado el patrimonio familiar y su propia fortuna personal. Él, en cambio, no tenía cabeza para los números ni instinto para los negocios. «Demasiado despistado», lo había amonestado James en una ocasión en que le pidió que le enseñase cómo invertir su dinero.
Se fijó en la sonrisa suficiente de Darkmoor, y la pregunta le salió sin pensar.
—¿Por qué odias a James?
El conde clavó en él su mirada azul. Luego sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro.
—No odio a tu hermano —lo contradijo—, es más, lo admiro. Siempre me ha parecido un hombre muy inteligente, pero es demasiado fácil irritarlo como para resistirse a no hacerlo. —Su sonrisa impenitente no hizo mella en Edward, que siguió mirándolo con fijeza. Henry se encogió de hombros y se sinceró—. Debería de odiarlo, ¿sabes? Mi padre siempre me lo ponía como ejemplo de lo que un caballero debía ser, más precisamente, de lo que yo debía ser. Por supuesto, me empeñé en ser exactamente lo contrario —le aclaró al tiempo que retiraba una pelusa imaginaria de su chaqueta gris de exquisita confección.
Edward lo entendía perfectamente. Había vivido toda su vida a la sombra de James y de Robert, de la inteligencia del uno y del ingenio y el arrojo del otro. Ellos lo hacían todo bien, pelear, disparar, ganar dinero, seducir a mujeres... Él detestaba la violencia; era demasiado despistado para concentrarse en darle a un blanco, no importaba la distancia a la que se encontrara; tenía poca cabeza para los negocios; y, en cuanto a las mujeres, aunque tenía la misma apostura