Un lord irresponsable (La familia Marston 3)

Christine Cross

Fragmento

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Prólogo

Londres. Abril de 1765

—Jaque mate.

Los cansados ojos de lady Belinda Crawley se entrecerraron hasta convertirse en dos perfectas rendijas mientras miraba a su adversario con suspicacia.

El viejo mayordomo esbozó una sonrisa discreta.

—Oh, está bien, Browning, has ganado esta vez —refunfuñó la mujer mientras se removía inquieta en el cómodo sillón de seda y brocado—. Ya puedes borrar esa sonrisa satisfecha de tu arrugado rostro.

—Vamos, milady. ¿No pensará que le he hecho trampas? —inquirió con fingido pesar.

—Por supuesto, ¿no las haces siempre en las cartas? —le espetó con un gruñido.

—¿Debo recordarle a milady quién me enseñó a jugar?

Lady Belinda dejó escapar un bufido poco femenino mientras hacía un gesto con la mano para desestimar la cuestión.

—No intentes echarme la culpa a mí, viejo tramposo. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para no saber de qué pie cojea cada uno.

El mayordomo amplió su sonrisa, conocedor de la veracidad de aquella afirmación. Había entrado a trabajar en la mansión Crawley siendo apenas un muchacho. Por recomendación de su tío, que llevaba años sirviendo a los condes, obtuvo un puesto como lacayo.

El atisbo de ternura que lady Belinda vio en aquellos ojos grises preñados de experiencia y sufrimientos hizo que su corazón se saltase un latido. Sí, a sus casi sesenta y cinco años, aquel hombre todavía tenía el poder de emocionarla, como tiempo atrás. Qué lejos le parecía haber quedado el día en que se conocieron. Él acababa de conseguir un puesto de lacayo en la casa, y ella era apenas una adolescente cargada de sueños románticos. Se enamoró del hombre equivocado.

—¿Le sirvo una copita de jerez, milady?

Sin esperar respuesta, Browning se levantó para dirigirse hacia el aparador, de donde tomó dos copas pequeñas de fino cristal que llenó con el líquido ambarino.

Ella lo siguió con la mirada, como había hecho tantas veces a lo largo de su vida. Una vida de la que se había quejado amargamente por injusta. ¿Qué importaba que ambos perteneciesen a clases sociales diferentes cuando había amor? Pero Arthur Browning sabía bien cuál era su lugar y lo cruel que podía ser la sociedad. Se amaron en la distancia, con miradas anhelantes y caricias robadas en rincones ocultos.

Sus padres nunca comprendieron por qué rechazó a todos los pretendientes que pidieron su mano, caballeros que podrían haberla cubierto de joyas y riquezas. Sin embargo, obtuvo todo lo que quería cuando la sociedad le impuso oficialmente el título de solterona y pudo, por fin, trasladarse a su propia casa, donde Arthur fue mayordomo, compañero y amante. Valía la pena esperar por amor.

Dejó escapar un suspiro cuando tomó la copa que él le tendía. La fría tibieza que emanaba del cristal disipó sus recuerdos.

—Gracias.

Él asintió con gesto regio antes de volver a tomar asiento, aunque esta vez lo hizo junto a ella.

—¿Qué te preocupa?

Lady Belinda tomó un sorbito de la copa y dejó que el calor del licor calmase su ansiedad. Arthur la conocía demasiado bien, pensó. No tenía sentido negar su preocupación.

—Me pregunto si estaré haciendo bien las cosas.

Se volvió hacia él y lo miró. Seguía siendo un hombre atractivo, con esa mirada profunda de sus ojos grises y el cabello negro salpicado de nieve en las sienes. La nariz recta y la mandíbula firme conferían a su semblante un aspecto aristocrático y varonil, a pesar de las arrugas que surcaban su rostro, fruto de los años, de las risas y de las preocupaciones.

Arthur se inclinó hacia ella y la besó en la frente.

—Por supuesto que sí, mi amor. —Acunó su mejilla en la palma de su mano, intentando infundirle seguridad. Ella siempre había confiado en él, y no podía dejar de maravillarse por ese hecho—. Sara se merece ser feliz.

—Precisamente eso es lo que me preocupa, Arthur. ¿Y si he escogido mal?

—Entonces, ¿ya te has decidido por uno de ellos? ¿Por eso me pediste que llamase a Lawston?

Lady Belinda asintió.

Sir Thomas Lawston era su abogado, llevaba todos los asuntos de sus propiedades y del dinero que había heredado de su madre, y también se había ocupado de su testamento.

Arthur se había molestado mucho cuando le dijo que había llamado a sir Thomas para que redactase el documento. No quería aceptar la posibilidad de que un día ella desaparecería de su vida, aunque era algo inevitable. La edad no perdonaba a nadie, y sus fuerzas habían ido mermando poco a poco. Tendrían que aprender a disfrutar juntos los momentos que les quedasen.

—Así es —admitió, respondiendo a su pregunta. Había hecho su elección, pero deseaba también la opinión de Arthur. Estaba en juego la felicidad de una joven a la que profesaba un cariño especial—. Alcánzame la carpeta, por favor.

—¿A quién has escogido? —le preguntó una vez que le hubo entregado el cartapacio—. Dime qué te preocupa.

Lady Belinda volvió a preguntarse si lo que estaba haciendo tenía sentido. Su mente viajó a Hertfordshire, a las cálidas tardes de verano, a los hermosos jardines de parterres coloridos y vetustos árboles frondosos, a los cielos nocturnos cuajados de estrellas y a los besos lánguidos y caricias jóvenes. Aquella casa había conocido el amor y la risa, y había sido testigo de la complicidad y la ternura de un cariño prohibido.

Y, además, estaba Sara.

Aquella niña triste y solitaria, rechazada entre murmullos y miradas de desdén, había conmovido su corazón de mujer y despertado un impulso maternal que no latiría nunca por hijos propios. No tuvo problema en que la nombrasen su tutora. Se hizo cargo de ella, la vistió, la educó como la dama que era y, sobre todo, le dio cariño y amor. En ese momento era una joven preciosa y dulce, pero la estrecha mentalidad de sus vecinos la mantenía aislada. Lady Belinda era consciente de que, cuando ella faltase, se quedaría completamente sola. Y quería remediar eso.

—Sabes que quiero a Sara como si fuera mi hija, y estoy dispuesta a hacer todo lo que sea por ella.

Su voz se quebró por la emoción y Arthur la envolvió en sus brazos. Aspiró su aroma masculino y cerró los ojos. Precisamente así, abrazados, era como los había sorprendido la pequeña Sara tanto tiempo atrás.

La mansión de Hertfordshire se había convertido para ellos en un refugio de amor. Aquella tarde de verano, con el cálido sol besando suavemente los pétalos de las flores que cubrían los parterres del jardín, se habían sentado en un banco de piedra bajo la sombra de un rododendro. Mientras se prodigaban caricias en un tierno abrazo, ella se había envarado entre los brazos de Arthur al descubrir que había una niña espiándolos. Al principio creyó que se trataba de una de las chicas del pueblo, ya que iba despeinada y llevaba el vestido sucio y roto, hasta que se fijó en la sangre que brotaba de una herida en la frente, casi en el nacimiento del cabello.

Se deshizo con premura del abrazo de Arthur y se acercó a ella. Luego se agachó hasta quedar a su nivel. El cuerpo de la pequeña se sacudía con estremecimientos y sus ojos grises, como la bruma en invierno, parecían mirar sin ver nada.

—¡Santo c

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