La flor que nunca se marchitó (Los días robados 2)

Luna Dueñas

Fragmento

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1

—Lo he visto, Martina —confieso mientras bebo un sorbo de agua de mi vaso.

Su rostro palidece. Nunca había corrido tanto con el coche, pero estaba deseando llegar a su casa y aclarar algunas de los cientos de dudas que llenaban mi vida de sinsabores. Y el que un misterioso tío me estuviese persiguiendo era uno de mis mayores problemas, entre otros que esperaba aclarar.

—¿A quién? —pregunta extrañada mientras bebe también de su refresco.

La miro intentando mantenerme serena.

—Al hombre que me está persiguiendo —confieso mientras la miro fijamente.

El sonido de una tos aguda hace que mi amiga se ponga roja. Tose sin parar. Me levanto para ayudarla de alguna forma, pero ella me detiene e intenta recuperar la compostura. Ha escupido parte de su refresco en la alfombra gris de su salón. Indica que me siente de nuevo.

—¿Estás bien? —pregunto muy preocupada.

—Sí —contesta con la voz ronca y los ojos llenos de lágrimas—. Se me ha ido por otro lado. —Señala el refresco y vuelve a beber.

Su cara vuelve a su color habitual. Y respiro, aliviada. Ya solo me faltaba que muriese ahogada una amiga enfrente de mis narices y no poder hacer nada. Sería como ponerle la guinda a la vida escabrosa de Adriana Villela.

—Me has asustado. —Ella me vuelve a mirar, recuperada — Te estaba diciendo que he visto a ese chico, el del centro comercial. Estabas tan rara anoche... ¿Tú también lo viste?

—Para nada —niega y deja la lata en la mesa, desistiendo de beber más.

—Pensé que actuabas de manera extraña porque también te asustaste un poco como Andrea y yo...

—Pues ni idea de lo que me hablas. No vi a nadie que nos persiguiese —no vacila en su respuesta—. Me encontraba mal: la hamburguesa no me había sentado bien. Eso es todo. Solo quería llegar a casa y descansar.

Yo asiento y suspiro. Supongo que tenía razón. Como ella aún no sabe nada de la historia (al igual que Andrea) ni de lo acontecido anoche en mi casa, se lo cuento todo resumidamente. Su cara vuelve a estar del color de las paredes.

—¿Y dónde lo has visto hoy? —pregunta, preocupada.

—En el cementerio.

Juraría que está más nerviosa de lo habitual, pero lo atribuyo a que ella es así: se preocupa fácilmente por cualquier cosa. Una ironía total, cuando es una cabra loca en todos los aspectos de su vida.

—¿Te ha hecho algo? ¿Te ha herido? —Sus preguntas salen una tras otra, sin control.

—No, no. —Me levanto y camino hacia el balcón. Pierdo la mirada en la calle—. Ha sido tan extraño, Martina...

—¿El qué? —Puedo sentir sus ojos clavados en mi espalda. Yo me concentro en observar a una pareja que pasea su perro por la acera.

—Lo del chico.

Me doy la vuelta y la miro fijamente, abrazándome el cuerpo con los brazos de modo protector.

—Sé que va a sonar a locura total —río con tristeza— pero, cuando me acerqué a él...

—Pero ¿tú estás loca? —Se levanta de pronto, irritada—. ¿Cómo se te ocurre acercarte? ¡Te podría haber hecho algo!

—Tranquilízate —le pido—. No ha pasado nada. Déjame que te lo explique.

Se vuelve a sentar y espera atenta mi explicación, con sus grandes ojos azules.

—Está bien, te escucho. —Se cruza de brazos. (Una clara señal de que no me va a interrumpir más). O al menos lo va a intentar.

—Como te iba diciendo, me acerqué a él y le pregunté quién era —sigo contando mi historia.

—¿Y te respondió? —pregunta.

—No, no abrió la boca ni una sola vez.

—Pues mejor.

La miro extrañada.

—Iba vestido exactamente igual que el otro día y, en mi empeño por saber quién se escondía tras esa bufanda y esas gafas, alcé la mano para quitárselas. Pero él fue más rápido y me lo impidió.

—Mejor —repite seca.

—Y luego, cuando creía que me iba a partir el brazo por mi atrevimiento, no se le ocurre otra cosa que acariciarme la mano. Te juro que me quedé a cuadros. ¿Qué clase de delincuente hace eso?

No me contesta. Juraría que está sumida en sus pensamientos. Pero luego, cuando estoy a punto de llamarle la atención, ella vuelve a mirarme y suspira.

—Vas a pensar que estoy loca. —Me agacho frente a ella—. Pero, en esos instantes en los que sentí su roce —la miro a los ojos—, me recordó muchísimo a Daniel. Incluso usaban el mismo perfume. Lo reconocería en cualquier parte: ese olor tan peculiar...

—Adriana. —Se levanta de pronto y camina de un lado a otro, haciendo como que recoge el salón, cogiendo los vasos vacíos que descansan sobre la mesita de cristal—. Daniel está muerto.

La miro atónita, a causa de sus crueles palabras.

—Ya lo sé, no soy estúpida —le contesto algo borde.

—No te vuelvas a acercar si lo ves, ¿vale? —me ruega en tono maternal.

—Tengo que saber quién es.

—Por favor, prométemelo. Es mejor que no lo sepas. Te puedes poner en peligro...

Le vuelvo a cortar.

—No me pasará nada. El quedarme sin hacer nada y que ese loco tome el control de mi vida es más peligroso que enfrentarme a él.

Ella me mira como si hubiese perdido el juicio y se va a la cocina a llevarse las latas y el vaso. Y, justo en ese instante, siento la necesidad de hacerlo.

—Martina. —Su nombre me sabe amargo en los labios.

—¿Sí? —responde ella mirándome fijamente.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Las que quieras.

Estoy segura de que no le va a sentar demasiado bien lo que tengo que preguntarle.

—Prométeme que me vas a contestar con sinceridad —le ruego.

—Claro, suéltala ya —dice impaciente. Está claro que quiere que me marche, y desconozco el motivo.

—Tú... —comienzo.

—¿Yo qué?

Trago saliva y me armo de valor para hacer lo que estoy a punto de hacer. Esto podría romper nuestra amistad, pero es algo que siempre me ha atormentado y que necesito sacarlo cuanto antes.

—¿Tuviste alguna aventura con Daniel mientras él salía conmigo?

Se queda petrificada ante mi descarada pregunta.

—¿Qué pregunta es esa, Adriana? —Claramente le ha molestado.

—Contéstame por favor —la apremio, de manera dura.

—¡Claro que no! —Su respuesta es brusca e inmediata—. ¿Quién te crees que soy? ¿Crees que le haría eso a una de mis mejores amigas? —Suspira ofuscada—.Tienes tantos problemas que pienso seriamente que se te está yendo la pinza. Perdona que te lo diga...

—¿Entonces por qué estabais comiendo juntos la tarde de antes de que te marcharas a Inglaterra? —Apenas dejo que se explique y escupo más preguntas.

Necesito una respuesta. Necesito que mi mente deje ir esas absurdas ideas. Necesito que ella me lo niegue una y otra vez. La otra persona que podía contestarme a esa pregunta está muerta. Y no voy a dejar pasar la oportunidad.

—¿Nos viste? —es lo único que pregunta.

La miro algo desesperada.

—Respóndeme.

—¿Por esa tontería te creías que yo y él...? —Echa a reír—. No es lo que tú crees, Adriana. Es una soberana tontería...

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