Un ángel se enamora (Amor amor 2)

Mile Bluett

Fragmento

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Capítulo 1

La Habana, Cuba

Abril de 1859

¿Se puede vivir sin amor? El amor todo lo puede, todo lo transforma, aunque parezca que el abismo es el único destino y que la esperanza ha muerto al ser sofocada por las diferencias más cruentas.

Damián Villavicencio estrenaba apellido; aún observaba aquel documento que le había entregdo el abogado, dudando al extremo de la realidad. Se frotó los ojos; tal vez lo estaba soñando. Su padre, un conde con el que no había compartido más de tres palabras, le había dejado todo, salvo una jugosa renta mensual que había legado a su viuda. Enfermo de dolor, el caballero se había quitado la vida tras la pérdida de su primogénito en circunstancias bastante penosas. Damián ni siquiera había sido avisado de su muerte hasta cinco días después; tampoco había acudido a su funeral, hasta que el abogado, sorprendido por el último testamento del noble, lo llamó ante su presencia.

Su ilustrísima Suplicio Salazar y Alcántara, viuda de Villavicencio, la condesa de Marmosa, lo miró de arriba abajo y comenzó a recitar sus oraciones a punto de colapsar por tan inesperada noticia. No había herederos, pero ella hubiera preferido que el apellido se perdiera, que el título pasara a otras manos y que los bienes terminaran en la caridad, cuando Dios se la llevara de este mundo, lo que suplicaba que fuera pronto, torturada por el dolor.

—No puedo creer que mi esposo haya legado su patrimonio a este bastardo que, por demás, es pardo —alegó con desprecio.

Damián recibió su comentario como un golpe en el rostro; la miró desde su metro noventa de estatura con deseos de responderle, pero se tragó sus palabras; estuvo a punto de dar la vuelta y dejarla con dos palmos de narices, pero no todos los días un hombre como él recibía tal oportunidad. Tenía que aceptar por sus hermanos, que no habían corrido con igual suerte y a los que necesitaba rescatar de la más terrible de las opresiones: la esclavitud.

Aún se recuperaba del golpe mientras el abogado leía el testamento. ¿El conde, su padre? Ese ser que lo había despreciado toda su vida, a quien había servido y tratado de agradar en vano. Sacudió la cabeza para concentrarse en el listado de bienes que recibiría; estaba tan estupefacto que perdía el hilo de la lectura una y otra vez. Sus ojos eran de un azul verdoso intenso; su piel era más clara que la de los esclavos, incluso más que la de muchos mulatos libres. Por eso pensó que su padre sería un blanco. Sospechó del administrador del conde, quien lo había tomado como aprendiz desde los trece años de edad, pero del amo jamás lo había creído. Miró al viejo administrador en un extremo de la sala, atento a la lectura, y se sintió en deuda con él; lo había detestado en secreto, creyéndolo su progenitor, por no haberlo reconocido, suponiendo que lo había desairado por bastardo y por el color de su piel. ¡Qué equivocado había estado toda su vida!

La condesa lanzó un suspiro, y hubo que socorrerla a punto del desmayo cuando escuchó que los cafetales de la parte más occidental de la isla, los palacetes, la quinta, el oro, las joyas, el dinero, los esclavos, los caballos y el infructuoso negocio del ferrocarril, que estaba en disputa con otra de las familias encumbradas de La Habana, pasaban a manos del mulato. La seguridad nunca la había tenido, pero suponía que Damián era hijo de su esposo con la esclava que había comprado mucho tiempo atrás y que lo había embrujado y obnubilado los sentidos.

—Esto debe ser una equivocación. La diabla de su madre no tuvo sus asuntos con mi difunto marido, un hombre decente. Mi esposo no puede dejar a este esperpento como heredero. Es de color, bastardo, de quién sabe qué hijo de vecino; no tiene sangre de los Villavicencio. Es una ofensa, una cruel broma del destino o de nuestros enemigos que quieren terminar de derrotarnos. ¡Usted! ¡Maldito infeliz! —dijo apuntando con el dedo al abogado—. ¡Se ha unido a este otro —señaló al administrador— para despojarnos de nuestro patrimonio ahora que hemos caído en desgracia! El Capitán General no permitirá tal afrenta —se refirió al esposo de su hermana—. ¿No me diga ahora que también pretenden que sea conde?

—Su esposo no lo dejó dispuesto; no le legó el título: no lo consideró prudente.

—Al menos tuvo un soplo de cordura antes de quitarse la vida de un deshonroso disparo. ¿Y quién ostentará el título? ¿No dejó nada estipulado al respecto? Al menos podré seguir disfrutando de las atenciones que me confieren por ser la condesa de Marmosa; mientras no contraiga nuevas nupcias, nadie puede despojarme de esos privilegios.

—Señora, lamento comentarle que ya no; el conde, antes de morir, vendió el título al mejor postor.

—¡Pero qué locuras está diciendo! Ha escuchado, como los aquí presentes, que nuestras arcas rebosan de oro. ¿Por qué haría semejante desfachatez?

—Sabía que sería imposible convertir en conde a su heredero, por su origen y por la falta de legitimidad de la sangre, y quiso dejarle los beneficios de esa venta. Cometió muchos errores; ni siquiera investigó al respecto. Estaba poseído por la rabia y por el dolor; no nos corresponde juzgarlo.

—¿Y mi tormento? Me dejó sola, sin mi hijo y sin él; me despojó del título, los cafetales, la riqueza. ¿Ahora tendré que vivir supeditada a ese maldito pardo?

—Hay una cláusula en el testamento donde su heredero, para acceder al patrimonio, se compromete a velar por usted. Si él acepta la herencia, se amarra a atenderla como lo haría un hijo con una madre. Su esposo la ha acercado a Damián para que la cuide y la reconforte en su dolor. En medio de su desesperación, buscó la forma de dejarla protegida. Pronto el joven, quien además es el nuevo propietario, se instalará en el palacete, como dispuso el difunto conde.

—¿Su bastardo? ¿El hijo de esa diabla? Él me odia, se lo puedo ver en los ojos. No lo quiero bajo mi techo.

Damián aguantó los insultos como una roca. Don Mateo, el administrador, lo tomó del antebrazo para instarlo a tener paciencia. El mulato solo apretó el sombrero que tenía en sus manos hasta destruirlo. No le importó la angustia de la señora, que en su infinito egocentrismo lo insultó de todas las formas posibles, haciéndole sentir el desprecio que lo había perseguido durante cada etapa de su crecimiento. Ahora, a sus veinticinco años, en plena hombría, aquella herencia le caía en sus manos, lo cual le permitiría cobrarse cada una de las ofensas del pasado. Sintió ira, ganas de hacerle pagar a doña Suplicio por todos los desplantes que había tolerado de esa familia, pero don Mateo intentó sosegarlo una vez más, haciéndole recordar los principios que le había inculcado desde que lo había cobijado bajo su sombra. Incapaz de soportar la avalancha que se le vino encima, salió desesperado. Tomó el corcel en el que había llegado y se perdió sobre los adoquines de las calles habaneras rumbo a las afueras de la ciudad, lejos de las pomposas edificaciones, donde la libertad y el aire fresco lo invadieron por completo.

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