Pon un geo en tu vida (Un cuerpo muy especial 2)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Colgué el teléfono y corrí al sofá antes de que se enfriase la pizza. Como la mesa estaba muy pegada al asiento, salté como pude por el respaldo de cuero gris y me dejé caer sobre el cojín con poderío. Ya no tenía edad para hacer esas cosas. Por lo menos consideraba que, con veintiún años, casi veintidós, no debía hacerlo, pero se me daba tan bien...

Mi amiga Soledad, una joven de cuerpo grandote y robusto, a la que le gustaba hacer de madre y que vestía una camiseta vieja, me regañó frunciendo el ceño bajo las gafas.

―Romperás el sofá antes de marcharnos y tendremos que pagarlo.

Llevé los ojos al techo durante unos segundos y resoplé. Cogí una porción de pizza, relamiéndome sin darme cuenta. Toda la casa olía a la masa recién horneada ―en este caso, llegada de la esquina de Carmine Street―.

―Espero que no, porque a mí me sobra mes al final del sueldo.

―A ti y a todos.

―Estoy hablando en serio, Sole ―le dije con solemnidad―. Yo, con lo que tengo, puedo vivir holgadamente hasta el final de mi vida, si me muero el jueves.

Ella bizqueó, divertida.

―No te quejes. Dentro de poco ganarás un pastón en una empresa seria.

Al recordarlo sonreí y mi estado mejoró de repente. Uno de mis sueños se había cumplido hacía poco tiempo. Después de todo, había merecido la pena hincar los codos y luchar duro. Es verdad que hubiese preferido hacerlo cerca de casa y de mi familia, pero las cosas nunca salen como uno desea.

―De acuerdo, tienes razón ―dije―. Yo pago la pizza.

―¡Pero si ya la he pagado yo! ―se quejó, mirándome arrogante.

―Bueno, pues de la siguiente me encargo yo.

―¡Hay que ver el morro que tienes! Por cierto, ¿has hablado con tu tía? ―me preguntó, curiosa.

Asentí y empecé a engullir la pizza a dos carrillos mientras cambiaba los canales de la televisión con el mando a distancia. Era mi forma, o, mejor dicho, la excusa, de pensar lo que iba a decirle, porque el tema que Soledad quería tocar no era el que yo habría elegido en ese momento. Por otro lado, no me gustaba la pizza fría y correosa.

―Nena, ¿me vas a contar qué te ha dicho o te vas a hacer de rogar? ―insistió un pelín exasperada.

―No hemos hablado de gran cosa. ―Me volví a encoger de hombros, esa vez con desinterés. Lo último que deseaba era desilusionarla. Con la lengua arrastré un hilo de queso fundido hasta meterlo en la boca―. Me ha dicho que tiene muchas ganas de verme.

―¿Y?

La miré sobre el hombro con una sonrisa.

―Desde que tiene novio está suave que te cagas. No sé por qué no se ennovió antes.

―Valentina, ¿le has dicho que te quieres independizar?

Bajé la vista a la mesa, con incomodidad. Ella esperaba que se lo dijese a mi tía cuanto antes. Creo que tenía miedo de que me arrepintiese o algo así. Pero yo tenía un runrún en el estómago que no me dejaba decidir. Soledad me tenía estresada. ¡Era más pesada que un llavero de ladrillos! y eso que yo era una de las personas más calmadas del planeta. Tanto, que cuando me relajaba me confundían con una fotografía.

¿Por qué me tenía que sacar el tema en cuanto me veía hablando por teléfono? Mi tía solo había llamado para ver cómo me iban los preparativos para regresar a casa. ¡Volvía por fin a España, a mi tierra natal!

―Aún no, prefiero hablar de ello cuando llegue a Madrid.

―¿Por qué? ―preguntó alzando una ceja―. No me digas que le tienes miedo.

Sonreí para mí misma. Mi tía era más dulce que un bizcocho... algunas veces. Otras, tenía más mala leche que el que puso la be y la uve juntas en el teclado.

―¡No, mujer! ¡Claro que no! Lo que pasa es que me gustaría decírselo de frente ― ¡Joder, un poco de miedo sí le tenía, para qué negarlo! Además, quería estudiar su reacción cuando se lo fuese diciendo poco a poco, por lo que pudiese pasar―. Siempre se ha portado muy bien conmigo y sabes que la adoro. Puede que, cuando yo vuelva a casa, no sea un buen momento para ella.

―¿Te ha dicho algo que te haga pensar eso?

Negué con la cabeza. Varios mechones rojizos acariciaron mis mejillas. Llevaba la melena recogida en una pinza sobre la coronilla, pero tenía el pelo tan fino que enseguida se escapaba.

―Según ella, su trabajo de poli va bien y su relación amorosa está en el punto más álgido. ―Y, si algo sucedía, no iba a contármelo para no preocuparme. La conocía como si la hubiese parido.

―¿Entonces? ―Volvió a la carga.

―Entonces prefiero verla. ―Soledad sabía de sobra que mi tía Laura era como una madre para mí. De hecho, me había adoptado cuando se murió la mía, unos meses después de nacer yo y, cuando me fui a estudiar a Nueva York, lo pasó fatal, sin embargo, no me puso ninguna objeción y me apoyó en todo―. No puedo decirle por teléfono que quiero irme a vivir sola. Eso es todo.

―¿Estás segura de que eso es todo?

No pude evitar mirarla con los ojos entrecerrados. ¿Acaso creía qué...? Conté hasta cinco y resoplé.

―¡No pienses cosas raras y no inventes nada!

―Yo no...

La interrumpí. No quería enojarme con ella, porque yo solo me enfadaba por tres razones: por todo, por nada, y por qué sí.

―Anda, dime qué quieres ver en la tele. La programación de hoy es una caca.

Durante unos segundos, Soledad guardó silencio. Luego dijo:

―Pon lo que te dé la gana. Siempre lo haces.

No había nada que odiara más que su tono irónico y sarcástico cuando estaba irritada conmigo. ¡Ni que el mundo girase alrededor de ella!

Me sacudí las migas del pecho y elevé los ojos al techo para hablar con la misma persona con la que solía hablar mi beata y creyente abuela antes de morir: mi amigo invisible.

―¡Vete a la mierda, Sole!

―¡Claro! ¿Crees que no me he dado cuenta?

―¿Cuenta de qué? Mira, parecemos un matrimonio mal avenido. Te he dicho antes de todo que no pienses en gilipolleces.

―Para mí no es una gilipollez que hace dos días te haya confesado que me gustan las mujeres y ahora, de repente hoy, decides que no quieres ir a vivir conmigo.

―¡Yo no he dicho que no quiera irme contigo!―exclamé―. ¡Te inventas las cosas! ―Suspiré hondo. Normalmente siempre contaba hasta diez para tranquilizarme, pero me costó llegar hasta cinco. Las últimas veces, en nuestras broncas no pasaba de seis―. Solo te he comentado que quiero decírselo en persona. ¡A mí qué más me da si te gustan las tías! ¡Como si te gustan las cabras! Eres mi amiga y tu condición sexual no va a cambiar las cosas entre nosotras. ¿Y sabes algo? Pues que me ofende que pienses eso de mí. ―Con furia cogí otra porción de pizza y, de tan fuerte como mordí el primer trozo, me sonaron los dientes. Sobre todo, me jorobaba que Soledad, después de cinco años de conocernos, creyera que le iba a dar de lado solo por ser lesbiana.

―¿De verdad todo va a seguir igual? ―me preguntó con la voz temblorosa.

―¡Por supuesto que sí! ―Asentí con convicción―. Me imaginaba que te gustaban las mujeres, pero, como nunca me has dicho nada, pues yo tampoco he sacado el tema. ¿Crees que no me he dado c

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