Mírame

Jimena Cook

Fragmento

mirame-4

Capítulo 1

Dubrovnik

La brisa del mar mecía mi pelo, mi mirada estaba perdida, fija en las olas que formaba el barco que me llevaba hasta la costa de lo que, por aquel entonces, todavía era Yugoslavia. Allí, en la cubierta, apoyada en la barandilla, no dejaba de preocuparme por mi nuevo trabajo. Mi tío Manu me había facilitado el acceso a un colegio de señoritas, un internado ubicado en los alrededores de Dubrovnik. Manu, de profesión restaurador, había renovado casi toda la colección de cuadros de los salones del centro, esto había hecho que se hiciese muy amigo de la directora, la señorita Endin, quien le había transmitido su deseo de introducir en las asignaturas del colegio un idioma más, el español. Desde ese momento, yo, licenciada en Filología hispánica, con deseos de viajar a otros países y, con un nivel avanzado del inglés, fui una buena candidata para ese puesto.

Empezaba a refrescar en la cubierta del barco, todavía quedaban dos horas hasta llegar a las costas de Dubrovnik y empezaba a sentir frío.

—¡Qué viento más desagradable! —Me giré con brusquedad, había estado tan centrada en mis pensamientos que no me había percatado de la presencia de otra persona.

—¡Oh!, disculpe. ¿La he asustado?

—No, no lo ha hecho —contesté.

—Permítame que me presente, mi nombre es Alberto, viajo a Bosnia. ¿A dónde se dirige usted, señorita...?

—Ana, me dirijo a Dubrovnik.

—¡Dubrovnik! ¡Qué ciudad más bonita! Conserva el maravilloso encanto del Medievo. Le va a gustar —dijo mientras esbozaba una gran sonrisa.

—Y, si no es indiscreción, ¿a qué lugar de Bosnia va? —pregunté por curiosidad.

—Bueno, en realidad voy a una aldea, Medjugorje. Soy sacerdote y voy a estar una temporada allí, empapándome de fe.

Empezaba a tener frío, me dio un escalofrío y el padre Alberto se percató de ello.

—Será mejor que pasemos dentro, empieza a refrescar —dijo.

En el interior del barco el ambiente estaba bastante cargado, el sacerdote fue requerido por un matrimonio de ancianos, oportunidad que aproveché para escaparme a un rincón del pequeño salón. Eso sí, antes me compré un chocolate calentito y me senté en la única mesa libre que quedaba junto a la ventana. Era una joven asocial, me gustaba mantener las distancias con las personas, era un alma solitaria, así me definía yo, una persona a la que le gustaba concentrarse en sus pensamientos y la soledad no le asustaba.

Mientras contemplaba el mar sentía esa tristeza que cada vez se apoderaba de mí durante más tiempo. Sí, pensé, la verdad es que este trabajo me va a venir bien. Necesitaba un cambio en mi vida y esta oferta había llegado en el momento oportuno. No dejaba de pensar en él: Fernando, mi amado hermano, tan feliz el día que se alistó en el Ejército, su sonrisa, su dulce mirada y esa necesidad de ayudar al mundo. Él, que solo buscaba una salida en su vida, encontró en el Ejército la falsa idea de paz y libertad. Llegaban a mi memoria los recuerdos del día en que partió a otros países para lo que ellos llamaban «una misión de paz», y fue en esas tierras lejanas donde él encontró su muerte. Tapé mi cara con ambas manos, no pude evitar que las lágrimas rodasen por mi rostro. Los días, semanas y meses posteriores fueron un auténtico drama en mi casa, mi madre se sumió en una depresión de la que todavía no había salido; mi padre, no pudo soportar la situación y se aisló en su mundo interior; y yo me encerré en mí misma, culpé a Dios de todo lo que nos había pasado y comencé a cuestionarme mis creencias, no comprendía por qué Él nos había quitado a mi hermano. Mi tío me salvó de ese ambiente hostil y negativo cuando me comunicó el puesto de trabajo en el internado para señoritas en Dubrovnik.

El sonido del altavoz del barco me sobresaltó, anunciaba la llegada a la ciudad. Me apresuré a recoger mis pertenencias. Estaba nerviosa por mi nueva vida, no sabía si sería capaz de dar clases a unas adolescentes, niñas de bien, caprichosas y consentidas, pero lo intentaría. Manu me estaría esperando. No vi más a Alberto, me dio pena no poder despedirme de él.

Había mucha gente en el puerto. Nada más ver la ciudad de Dubrovnik me impresionó. La belleza arquitectónica de sus murallas en contraste con el sistema montañoso que la rodeaba y aquel mar tan azul... me sorprendió; en realidad era precioso. Estaba asombrada.

—¡Ana! —La voz de mi tío hizo que desviara la mirada. Estaba como siempre, tan atractivo con su pelo rubio, sus intensos ojos azules y su tez morena—. ¡Ana! —repitió, yo agité con alegría la mano—. ¡Mi querida sobrina! ¡Cuántas ganas tenía de verte!

Nos abrazamos con mucho cariño. Yo quería mucho a mi tío; soltero, divertido, siempre había estado con nosotros. Sintió mucho la muerte de mi hermano y creo que en vista de los acontecimientos que se sucedieron a posteriori en mi familia, estaba sufriendo por no poder liberarme de esa situación.

Cogió mis maletas y las transportó hasta un coche rojo, descapotable, su última adquisición. No paraba de hablarme del colegio, las alumnas, la directora del centro y de su trabajo. Me divertía escucharle, siempre me gustaba estar con él. Desde ese momento pensé que la decisión que había tomado era la acertada; por primera vez en mi vida estaba orgullosa de mí misma por haber ido Dubrovnik y aceptar el trabajo.

—Ya verás cuando llegues al lugar donde está Siaten, el internado… Es precioso, te va a enamorar. Es un antiguo palacete, propiedad de una de las familias más ricas y nobles de Inglaterra, los Windsor. Se asentaron hace muchos años en este lugar. Al principio lo utilizaban como sitio de recreo para sus vacaciones, pero después, entusiasmados por la naturaleza que les rodeaba y ese paisaje tan idílico, se establecieron en una de sus mansiones para pasar largas temporadas.

—¿Y viven todavía allí? —le pregunté.

—La verdad es que ahora no se alojan en su residencia. Tan solo de vez en cuando, cuando celebran algún evento social importante. Todo lo gestiona un abogado que es el intermediario entre el internado y ellos. Viven en Londres. De vez en cuando viene el primogénito de la familia y el único soltero de sus dos hijos.

—¿Tú les conoces?

—He visto a todos alguna vez, aunque con el que más he hablado es con Henric, el heredero. Él es un amante del arte y cada vez que acude aquí, que no es muy a menudo, viene a ver las obras que estoy restaurando. Es un joven muy culto y educado, aunque las malas lenguas echan pestes de él.

—¿Y qué dicen las malas lenguas? —pregunté con interés.

—Que es un mujeriego y juerguista y que si no fuese por que la madre gestiona toda su fortuna él ya la hubiese derrochado. Pero, si te soy sincero, creo que es el único sensato en esa familia, la envidia es muy mala, querida sobrina. La hermana es una cabeza loca, su matrimonio es un fracaso, solo funciona de cara a la galería, andan distanciados el uno del otro. ¡Ya estamos aquí! —dijo con una gran sonrisa.

Me quedé sorprendida al ver lo que tenía frente a mí, era precioso. Las montañas, que todavía conservaban, a pesar de la época en la que nos encontrábamos, nieve en sus cimas, contrastaban con el intenso cielo azul y el palacete. El internado contaba con numerosos jardines y u

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