Hormigas en los pantalones

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Mark Hale fue el seudónimo que se puso Antonio Febres cuando todavía era muy joven y empezaba a chapurrear inglés. Mark Hale era un adolescente marcado por la educación religiosa, un estudiante vago, un «aprendiz de hombre», como rezaba el título del libro de FEN[1], de Gonzalo Torrente Ballester. Debía de tener ya quince años y todavía vivía fantasías en las que era un líder cargado de desparpajo. Si en la vida real era timorato y poco destacado en los deportes, en las fantasías se liaba a puñetazos con el más pintado, era un as del balón y el primero de la clase. Unas veces era un fornido habitante de la selva, un Tarzán que tenía su cabaña en la copa de un árbol frondoso, y otras era un jugador internacional que daba a España días de gloria en los mundiales de fútbol. En otras ocasiones se figuraba dotado de la facultad de volar, como Superman, o inventaba paraísos fabulosos, sobre nubes de colores, entre músicas celestiales, donde podía contemplar al mismísimo Creador. Otras veces, en fin, se veía como un gran sabio, benefactor de la humanidad, o como un gran escritor, merecedor del Premio Nobel.

No había descubierto aún a las chicas, a las que veía como seres parecidos a los chicos, solo que con el pelo más largo y con dos pechos puntiagudos. Generalmente llevaban faldas a cuadros, porque eran colegialas de uniforme. Tampoco había descubierto aún los libros de texto, que se limitaba a comprar y arrinconar cada nuevo curso, aunque al final siempre acababa aprobando, un poco por lo que oía y otro poco por lo que adivinaba. Entonces fue cuando se le ocurrió que los libros servían para ser leídos, además de ser nidos de ácaros, y empezó a leer las lecciones antes de acudir a los exámenes, con un resultado espectacular: obtuvo buenas calificaciones y pasó a ser respetado, se convirtió de la noche a la mañana en un joven educado e inteligente, un modelo a seguir, una lumbrera. Parecía mentira que los libros pudieran transformar tan radicalmente a una persona con solo tomarse la molestia de leerlos.

Claro que siguió abandonándose a sus fantasías, pero en lugar de hacerlo en clase, lo hacía en misa, o en el cine, añadiendo mentalmente episodios a las películas, con lo que las dejaba mucho más presentables. También soñaba despierto después de comer, sentado en la mecedora de la abuela, o cuando se acostaba, mientras le entraba el sueño, que siempre dejaba inconcluso alguno de sus lances desaforados.

Por lo que respecta a las chicas, decidió investigar ese campo empujado más por la curiosidad que por otra cosa, por si ocurría como con los libros, que se obraba un milagro cuando uno les dedicaba un poco de atención. Se unió a un grupito de colegiales que por la tarde, a la hora de merendar, iban a ver salir a las niñas del colegio. Salían en grupos, sonriendo y haciendo monerías, cambiando de posición dentro del mismo corrillo, a medida que avanzaban, soltando alguna que otra risita estentórea y diciendo frases enteras en voz tan alta que se oía perfectamente a lo largo y a lo ancho de la calle. Ellos, por su parte, se sentaban en el alféizar de algún escaparate a verlas pasar, sin atreverse a hablarles, y se decían secretos del tipo:

—Esta es «la mía».

O bien:

—Me ha mirado.

O:

—Está en el bote.

Alguno, más atrevido, se acercaba y entablaba conversación con «su» chica, y luego acompañaba a las amigas camino de sus casas, como si lo necesitaran, como si no lo conocieran perfectamente, lo cual era para Hale una tremenda pérdida de tiempo, porque para colmo el acompañante tenía que desviarse de su propio camino.

De modo que Hale se convenció pronto de que con aquello no iba a parecer más listo, como ocurría con los libros, y de que más bien sería considerado un papanatas, porque era un incordio tener que mirar fijamente a una chica para luego atreverse a abordarla y hablar con ella de cien cosas inútiles, entre las risitas y comentarios por lo bajo de sus amigas, acompañándolas en una dirección que no le convenía en absoluto. Pero se convenció asimismo de que no había más remedio que hacerlo, a menos que quisiera que le llamaran marica, y tuvo que escoger a «su» chica, una delgaducha de pelo trigueño y ojos chispeantes, y se puso a mirarla con la misma insistencia que si tuviera monos en la cara. Aquella noche, cuando regresaba cabizbajo a su casa, pensaba Hale que la chica se habría molestado por mirarla como si tuviera cara de pendejo, y que otro día se lo haría pagar con algún tipo de desplante.

Pero para su sorpresa, cuando al otro día se resignó a volver a mirarla de hito en hito, ella le correspondió clavándole la vista en los ojos, con lo que Hale se ruborizó sobremanera y tuvo que agachar la cabeza.

—¡Ya es «tuya»! —dijo alguien a su lado—, ¿Viste cómo te miraba?

Entonces Hale se vio forzado a dar el paso siguiente y acercarse a la delgaducha para entablar diálogo, lo cual resultó sumamente embarazoso, porque de qué iban a hablar, si no se habían visto en su vida. Fue entonces cuando Mark Hale supo para qué servían las chicas: cuando uno las había mirado como a un bicho raro, cuando se les había acercado y había intercambiado con ellas una conversación ridícula, uno ya podía referirse a la trigueña larguirucha de ojos chispeantes como «su» chica, y uno se convertía en «todo un hombre», mucho más hombre que con el libro de Torrente Ballester, y tenía la mar de mérito ante todo el mundo.

De modo que Hale, a los quince años, ya era todo un hombre.

Pasó el invierno y llegó la primavera. Los árboles fueron poblándose de hojas. Hale pensó que cuando tuviera vacaciones descansaría no solo de ser listo, sino también de ser hombre, y dejaría aquellos paseíllos absurdos y aquellas conversaciones huecas que a nada conducían. Una noche de mayo, Hale soñó que «su» chica salía de detrás del altar, acompañada por su mejor amiga, durante la celebración del mes de María. Tanto «su» chica, la trigueña escuálida de ojos chispeantes, como la amiga, que tenía una larga cabellera lacia y oscura, eran tan elásticas que de pronto se estiraban muchísimo y llegaban hasta el cielo, y ambas blandían sendos ramilletes de violetas con dos lirios virginales. El celebrante, que estaba orlado con un resplandor de oro, que surgía claramente de la casulla, y tenía una papada de carne fofa, tomaba las flores y se las entregaba al monaguillo para que las repartiera entre los presentes, que asistían a la ceremonia con la devoción propia del mes de María.

—Pero no puedo repartir tan poca cosa entre tanta gente —protestaba el monaguillo.

—Tú repártelo.

El monaguillo se encogía de hombros y procedía al reparto, y entonces se producía una nueva edición del milagro de los panes y los peces, solo que esta vez era a base de lirios y violetas. Cuantos más repartía, más tenía, y las flores daban abasto para todo el mundo.

Entonces el cura sentaba a las chicas en la primera fila de bancos y les cortaba el pelo con una pericia envidiable, y luego les pasaba la navaja, de hoja centelleante, como si fuera de plata bruñida, sobre el cráneo envuelto en una nube de espuma y les dejaba la cabeza monda y lironda como una bola de billar. Se veía a las claras que el hombre se desvivía por ejercer su oficio con maestría, y que escondía un

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