Un día para recordar

Luciana V. Suárez

Fragmento

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Prólogo

Tres años antes

Upper East Side, Calle 18 con la 74, Manhattan, Nueva York (11:18 a. m.)

El mensaje decía claramente: «Ven a la calle 18». Por lo que Annalise se encontraba aguardando por sus primas en esa calle junto a la acera. Miró para todos lados, pero era difícil de distinguir si había alguna galería de arte o edificio en el que se exhibieran pinturas en esa cuadra, porque era una calle larga y había mucha gente caminando, así como había muchos autos transitando. El tráfico. Eso era lo más molesto de aquella ciudad, la cantidad de vehículos que había y los ruidos que emitían eran ensordecedores.

El primer día que Annalise estuvo allí se cubrió los oídos a menudo, ya que el ruido era demasiado estridente para soportar. Era la primera vez que visitaba Nueva York y le parecía que era diez veces más grande de lo que se había imaginado. Los edificios eran tan altos que parecían interminables, o que se perdían entre las nubes, aunque sabía que eso era imposible, pero, por un momento, pensó que tal vez atravesaban el cielo. La cantidad de autos amarillos le había dado la sensación de ver doble y, cada vez que subía a un taxi o autobús, sentía que hacía un viaje de una ciudad a otra y no de una calle a otra, debido a la cantidad de tráfico, que el vehículo demoraba una eternidad en avanzar.

El segundo día que había estado allí, el taxi en el que se había subido había dado por lo menos cinco vueltas en Columbus Circle debido a una manifestación. Como resultado de eso, Annalise terminó tan mareada y con ganas de vomitar que no quiso volver a subirse a otro taxi ese día.

Cada cosa que veía era una novedad para sus ojos, desde la gente que cruzaba con atuendos estrafalarios hasta la cantidad de ardillas que correteaban en Central Park. Había leído sobre ello en los libros de la escuela, también había visto imágenes en la televisión, pero comprobarlo había sido toda una conmoción.

Pensó que era bueno que hubiera ido a aquella ciudad con sus primas preferidas porque, de ese modo, se había sentido cómoda. Era la primera vez que las tres salían solas de Connecticut, de un pueblo pequeño en el que vivían, sin la supervisión de adultos. Al principio, cuando les habían planteado sobre aquel viaje a sus padres, estos se opusieron de manera rotunda, solo el padre de Annalise fue quien reflexionó por unos días al respecto y luego habló con su hermano (el padre de sus primas) y entre ambos decidieron que era buena idea que fueran porque, de todas maneras, Nueva York estaba a dos horas de su pueblo, y en unos meses las tres se graduarían de la escuela secundaria e irían a la universidad, por lo que vivirían en grandes ciudades. Así que aquella experiencia podría venirles bien para conocer la dimensión y el manejo en un lugar multitudinario, pero les dieron permiso de ir con la condición de que se quedaran solo cinco días, porque eso era lo que duraba el receso de primavera, y que siempre anduvieran con sus teléfonos móviles y sus GPS activados; las llamarían tres veces al día y en caso de que no respondieran al primer timbre de inmediato llamarían a la policía para reportar la desaparición de las tres, aun cuando no estuvieran perdidas o raptadas. Así que las tres iban juntas a todas partes y no se despegaban ni por un segundo, tampoco se les hubiera ocurrido hacerlo, porque estaban en una ciudad desconocida, eran extrañas en una tierra extraña, pero, de algún modo, esa mañana se habían separado; en realidad, Dana y Donna, las primas de Annalise, habían salido temprano porque el día anterior habían visto que había rebajas en Bloomingdale’s, y hasta el momento todo lo que habían podido comprar provenía de El Gap, y a Annalise particularmente no la volvían loca las compras, ya había comprado suficiente, y además la noche anterior se había dormido tarde debido a la cantidad de azúcar y cafeína que había ingerido, por lo que le había costado despertarse esa mañana.

Tras desayunar, sus primas le habían enviado un mensaje para decirle que se encontraran en la calle 18. Así que, una vez que Annalise tomó su bolso, salió del hotel y se subió a un taxi. Tras indicarle la calle al taxista, este le había preguntado: «¿Zona este u oeste?» y ella le había enviado un mensaje a sus primas para preguntarle eso, pero, como demoraban en responder, y el taxista estaba impaciente, además de que por cada segundo que estaba sentada allí le cobraba, le dijo que era la zona este, aun cuando no estuviera segura de ello, pero recordó que Dana había dicho algo sobre ir a la calle Este el día anterior, ¿o era Oeste? Había tantas calles con tantas indicaciones, y todo parecía dividirse entre el este y el oeste, y para mencionar una había que mencionar otra también (la 32 este con la 60, la 72 este y la Quinta Avenida, la 256 oeste con la 47), por lo cual era difícil discernir bien. Pero, mientras Annalise caminaba por aquella calle, se dio cuenta de que no había ninguna galería de arte en donde supuestamente sus primas la estaban esperando, por lo que después de un momento se percató de que se había confundido y debía haber ido hacia la zona oeste. Pero, cuando tomó su teléfono móvil para enviarles un mensaje o llamarlas, se dio cuenta de que se le había acabado la batería y, cuando quiso buscar su cargador en su bolso, comprobó, para su horror, que no lo había llevado.

Comenzó a mirar alrededor en busca de alguna cabina telefónica, pero no tendría sentido, porque no recordaba el número de sus primas, solo las terminaciones, pero no sus números enteros. Maldijo para sus adentros sin saber qué hacer; estaba perdida, perdida en una tierra extraña para ella, no tenía a quién acudir porque la gente en Nueva York parecía hacer caso omiso de los demás y en su caso en particular sería aún peor, porque, como la última de ocho hijos (que había llegado mucho después del nacimiento de la penúltima), Annalise estaba acostumbrada a pasar desapercibida ante los adultos, había aprendido desde pequeña a no ser vista u oída en su casa, sus padres solo la tenían en cuenta para aspectos prácticos, pero nunca le pedían su opinión en nada, y cuando contaban algo en la mesa miraban a todos sus hijos menos a ella, así que era probable que allí nadie la notara si pedía ayuda, y además estaba el hecho de que sus padres le habían advertido sobre acercarse a extraños en Nueva York porque podían robarle o raptarla al ver que era de otro lugar. Así que Annalise se quedó paralizada en mitad de la acera sin saber qué hacer. Todo le parecía muy grande y se sentía más pequeña que de costumbre. Quería romper a llorar, o gritar, y temía que fuera a darle un ataque de pánico de lo perdida y desorientada que se sentía, por lo que trató de recomponer sus pensamientos. No estaba perdida, tal vez no podía encontrar a sus primas de momento, pero había otra opción: subirse a un taxi y regresar al hotel en el que se estaba hospedando, tenía la dirección, así que no había modo de perderse. De inmediato volteó para buscar un taxi cuando chocó con alguien, y justo cuando iba a disculparse (aun cuando a aquella persona podría no importarle, porque en Nueva York a nadie le importaba chocarte o ser chocado, porque todos caminaban como alma que llevaba el demonio y no reparaban en nadie o nada) se quedó petrificada con el rostro que encontró enfrente de ella: era un muchacho como de su edad, tenía ojos avellanas

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