El profesor de baile de la señorita Seymour (Minstrel Valley 2)

Eleanor Rigby

Fragmento

el_profesor_de_baile_de_la_senorita_seymour-2

Capítulo 1

Minstrel Valley, Hertfordshire

Abril de 1837

Las botas nuevas de Edward Hastings pisaron la grava con recelo, como si antes tuvieran que comprobar la temperatura. Tratándose del camino desnivelado y fangoso de un pueblo inglés, se podría considerar una medida preventiva y no reticencias a conocer por fin su destino... Aunque también las tenía. Albergaba muchas y grandes reticencias. Pero tras haber sido víctima de un insufrible trayecto de casi tres horas y media, sometido al vaivén de un carruaje alquilado, no solo habría puesto los dos pies sobre el infierno para poder estirar la espalda, sino también las manos.

Tuvo que entornar los ojos para evaluar el terreno. Había dejado atrás al Londres del segundo diluvio para que un rayo de sol estuviera a punto de cegarlo. Veintitrés años vivo, veintitrés años como ciudadano británico, y todavía le causaba rechazo la volubilidad del clima. Eso solo en un día normal. En un día espantoso como aquel, lo único que no le inspiraba un arrollador desprecio era la convicción de que se marcharía de Minstrel Valley antes de volver a acostumbrarse.

—¡Por fin! —exclamó una voz que se le hacía conocida—. Llevamos esperándote media hora.

Edward usó la mano como visera para captar el paseo renqueante de su tío, la razón en carne y hueso por la que estaba allí, y también el motivo de su tormento. No se atrevía a exteriorizar su molestia porque, a fin de cuentas, él no era el tullido, ni tampoco el que no podría ejercer su trabajo por ello. Pero había sido una inconveniencia que no se le hubiera ocurrido nada mejor que hacerse un esguince de tobillo apenas unos días antes de la apertura de la temporada.

El señor Lionel Hastings, aparte de ser el efusivo tocón que le daba la bienvenida con un abrazo, era un miembro indispensable de la escuela de señoritas de Minstrel Valley. Estas señoritas acudirían a uno de sus primeros bailes en sociedad en tan solo unos días. Por el momento, llenaban de vida la lujosa mansión de lady Acton, una obra de arquitectura francesa espectacular. La entrada estaba enmarcada por dos filas de sirvientes, preparados para darle la bienvenida.

—Créeme —masculló de mal humor—, yo también esperaba llegar media hora antes.

—¿Por qué? ¿Impaciente por ocupar mi lugar? —se recochineó el muy miserable, esbozando una sonrisa juguetona.

¡Desde luego que estaba impaciente! Siempre había sido el sueño de su vida plantarse delante de toda una escolanía de mentecatas para...

«Esa no es la actitud», se recordó. «Estás haciendo un favor. Qué menos que fingir que no te importa, o que no te lo vas a cobrar muy caro en cuanto tengas oportunidad».

—No eres el único —continuó Lionel—. Le he hablado a las jovencitas de tu incorporación y están deseando conocerte. Estos días andan muy nerviosas por la presentación, así que es posible que te haya vendido como un manjar suculento.

Edward dejó de acomodarse la chaqueta para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Perdón?

—Necesitaban inspiración, Edward —le reprochó, echando el peso del cuerpo sobre uno de los soportes de madera. El otro lo utilizó para darle un toquecito en la cadera—. Y sabes que no me gusta dar malas noticias sin una buena, menos aún en estas fechas. Si hubieras visto sus caras cuando les dije que tendrían que bailar con ellas mismas, te puedo asegurar que habrías dicho cualquier cosa para animarlas.

—¿No es eso lo que se lleva haciendo desde que Londres era un solar? Las mujeres siempre han practicado juntas.

—Pero ellas se han acostumbrado a la figura masculina, y ya no se les puede negar. Dejémoslo aquí y entremos. Lady Acton y la señorita Harper han pospuesto el desayuno para darte la bienvenida. Jack puede encargarse de llevar tus maletas a la habitación contigua a la mía.

A continuación, Lionel llamó a un muchacho que estaba escondido en una de las filas de criados. El susodicho asintió y procedió a encargarse del único baúl. A Lionel no se le escapó la ligereza de este, y no perdió la oportunidad de comentarlo en voz alta. Su sobrino le seguía de cerca, vigilando que no pusiera la muleta donde pudiera tropezar.

—Dijiste que solo sería un mes —contestó—. He traído lo justo y necesario. Comprenderás que no puedo alargarlo más. Tengo unos compromisos que requieren mi presencia en la capital.

—¿Qué compromisos son esos? —inquirió. Edward saludó con la cabeza a los miembros del servicio; así se perdió la sonrisa divertida de su tío—. ¿Alguno con tirabuzones?

A decir verdad, ni con tirabuzones, ni con trenzas. El único compromiso que Edward tenía pendiente era el de sustituirle por tiempo reducido, más por la ridícula lealtad que se le debía a la familia que otra cosa. Pero más allá de eso, no recordaba haber señalado nada relevante o inaplazable en su agenda durante el siguiente... año y medio. Claro que tenía un mejor amigo con el síndrome del marqués egocéntrico, y tenerlo contento requería tanta dedicación como para considerarse un trabajo a tiempo completo. Se cumplían unas horas desde que Clive le había armado toda una escena por atreverse a abandonarlo en plena temporada, y encima cargando con la responsabilidad de encontrar una esposa.

Como si el propio Edward no actuara ya como tal.

—¿Sabes? —seguía hablando Lionel—. Lo bueno de todo esto, aparte de los magníficos profesionales con los que tratarás, es que puedes echarles un ojo a las muchachas. La mayoría tienen ya dieciocho, y están listas para casarse. Tal vez, alguna de ellas...

—No llevo aquí ni cinco minutos y ya me estás arrojando a los brazos de una mujer —interrumpió—. Dios santo, pensé que el reencuentro traería un poco de originalidad por tu parte. Te veo con el mismo discurso con el que te dejé hace dos años.

—Bueno, muchacho, no se puede decir que tú estés resultando inspirador; te veo con la misma cara de vinagre con la que te dejé hace dos años. Hablando de eso, sería un detalle que la cambiaras antes de conocer a lady Acton y a la directora. Se toman muy a pecho todo lo relacionado con su institución, y dudo que les guste que esa sea tu actitud respecto al contrato.

Edward no contestó por pereza. Se limitó a seguir en silencio al chico de los recados y a Lionel, que ni mantenía el ritmo de la marcha ni tampoco le importaba. No se dejó impresionar por la magnificencia del edificio, que en poco se parecía a las mansiones estilo regencia o neoclásicas que imperaban ahora en Londres. Se daba más un aire a un castillo de reducido tamaño, enmarcado por sus torres y amplias arquerías. Tuvieron que acceder a la entrada subiendo una hermosa escalinata que habría complicado el equilibrio del perjudicado Lionel, quien aun así, resolvió con estilo.

Su tío era uno de esos hombres autoritarios sin quererlo. Marcaba el compás de los movimientos del resto solo caminando junto a ellos, despertando la envidia hacia su agilidad y el respeto por su trabajo, lo que ya era una victoria cuando se codeaba con aristócratas muy pagados de sí mismos. Se trataba de un caballero en el sentido estricto de la palabra. Alto, heredero de la melena rubia de los Hastings y portador de la misma mirada desafiante de su difunto padre. Vest

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos