Una impostora en Minstrel Valley (Minstrel Valley 3)

Mariam Orazal

Fragmento

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Prólogo

—¿Nada de filosofía?

—¿Acaso no acabo de explicarlo, lady Grace? —preguntó lady Mossling con sus brillantes ojos azules entrecerrados.

—Pero la base del pensamiento humano...

—Lady Grace —interrumpió su instructora con un gesto impaciente—, en Londres usted no gozará de la impunidad que se le ha permitido en el campo. Allí deberá comportarse conforme a la posición que va a ocupar. Va a convertirse en condesa, y le aseguro que a los caballeros que conocerá en la corte no les gustan las chiquillas parlanchinas que alardean de inteligencia. No tiene por qué gustarle y ni tan siquiera pretendo que su cabecita lo comprenda, solo tiene que aprenderlo y aplicarlo, como todo lo demás.

La joven miró a su institutriz con cierta inquina. Desde que había llegado —hacía tres meses— a Askett Abbey, sus encuentros habían supuesto tal sucesión de modificaciones de su conducta que ya apenas se acordaba de cómo tenía que levantarse de la cama o meterse en ella. Con lady Mossling todo eran órdenes y regaños. Apenas podía disfrutar del aire libre, porque sus pecas podrían sufrir una eclosión y su tez tomar un vulgar bronceado. Tampoco podía caminar rápido, ni podía inclinarse sobre el plato en la mesa, aunque con eso tuviera los vestidos llenos de lamparones. Nada de novelas góticas. Nada de montar a horcajadas. Nada de verse con Bobby, el mozo de establos, que era su mejor amigo. Nada de frecuentar la cocina.

«Escribe cartas. Sirve el té. Cultiva tu conversación, pero no parezcas lista. Siéntate recto. No te dejes tantos mechones sueltos. Jamás te levantes tanto las faldas. Ese no es un tema sobre el que conversar...».

Quería chillar. A cada momento del día. Pero todo lo aguantaba con paciencia y agradecimiento hacia Gerard. Debía convertirse en la condesa que él esperaba que llegara a ser algún día y tenía que honrar al que sería su esposo para que sintiera verdadero orgullo de ella.

Gerard era todo lo que tenía en el mundo.

Por eso se sometía con docilidad a los dictados de lady Mossling. Porque quería ser la perfecta aristócrata, como lo había sido su madre, si bien ella nunca le habría impuesto semejante retahíla de normas.

—¿Y si es el caballero quien me pregunta por ese asunto en concreto? —preguntó en un último reducto subversivo.

—¿Es que no acabo de decirle que esas no son las conversaciones que les interesa mantener a los caballeros con una debutante de diecisiete años? No es tan complicado, lady Grace —insistió su instructora—. Su papel debe restringirse a escucharles y mostrar interés por lo que le cuentan, pero ¡por Dios! no parezca tampoco una pueblerina extasiada. Eso es de muy mal gusto, y a los hombres les horroriza. Tendrá que mantener su lengua bien sujeta y controlar ese afán que tiene por conducir la conversación y mostrar sus conocimientos. No serán bien recibidos en la corte. Allí tiene que ser un modelo de rectitud y sobriedad.

—Pero ¿y después de la corte?

—¡Basta! —protestó lady Mossling, llevándose la yema de los dedos a la sien. Ya le he dicho que tenemos que centrarnos en su presentación a la reina y en la actitud que deberá mostrar allí. Al menos, he conseguido que haga una genuflexión decente.

Su mente recreó entonces aquel glorioso momento de satisfacción personal cuando consiguió hacer la reverencia perfecta que debería realizar ante la reina sin apenas explicación de lady Mossling. Ver la cara de aquella mujer —que se había convertido en algo parecido a su carcelera— quedarse sorprendida sin poder poner una sola objeción a su ejercicio le dio alegría para casi una semana entera.

La presentación ante la reina era algo que había practicado con su madre, y nadie lo hacía mejor que ella.

Lady Haltonshire había deseado que sus hijas disfrutasen de la temporada social en Londres, no tanto por la esperanza de que hiciesen un buen matrimonio como por la oportunidad que suponía para disfrutar de las diversiones de la ciudad. Los condes habían preferido la vida retirada del campo y ese era el entorno en que ella y sus hermanos habían crecido. Algo que lady Mossling calificaba de vulgar y disipado; algo, insistía siempre, que la había convertido en una jovencita impetuosa e irresponsable. Pero lo cierto era que había sido una infancia feliz, tranquila, alejada de las estrictas normas que ahora se le imponían. Mas, por moderadas que hubieran sido las imposiciones en Askett Abbey, sus padres los habían dotado de una correcta educación y los habían preparado en gran medida para su presentación en la corte.

A fin de cuentas, Albern había estado predestinado a convertirse algún día en el conde de Haltonshire.

Solo lo fue por cuatro días.

Los recuerdos la asolaban una y otra vez; cada estancia de la casa le evocaba una escena vivida con ellos, cada plato que preparaba la cocinera y que había sido el favorito de padre o de madre, cada solitaria tarde sin la compañía de Astrid para comentar los cotilleos de las guías para señoritas que les hacían llegar desde Londres. Sí, habían gozado de una vida tranquila y retirada en el campo, pero lady Haltonshire nunca perdió de vista sus orígenes ni la importancia de instruir a sus hijas en los protocolos sociales que habrían de poner en práctica cuando fueran presentadas en sociedad.

Ahora ya no estaban. Ninguno de ellos la podía aconsejar. No sería el brazo de su padre el que la guiara hasta el trono en el día de su presentación. No serían las manos de su madre las que darían el último retoque a su vestido blanco. Ni serían los ojos de Albern los que la contemplarían desde un rincón en cada baile o fiesta. Y, oh, Astrid, ella no volvería a ser tampoco su confidente acerca de los jóvenes apuestos y elegibles que encontraría en Londres.

Aquel sueño había terminado abruptamente un año atrás. Y en esos momentos solo le quedaba eso: la dura instrucción de lady Mossling, baronesa viuda venida a menos que había reconducido su vida a través de la instrucción de jovencitas.

Y Gerard; por suerte, le quedaba Gerard. Era primo lejano de su padre, tan lejano que nunca había oído hablar de él hasta que se quedó sola en el mundo. Cuando él se convirtió en el nuevo conde de Haltonshire, le prometió que cuidaría de ella. Y jamás había incumplido su palabra.

—¿Cree que podrá recordarlo, lady Grace? —insistió la institutriz, sacándola de las negras profundidades de su tristeza—. Me gustaría retirarme un rato antes del almuerzo. Toda esa terquedad suya tiene la facultad de provocarme jaquecas continuas.

—Nada de demostrar locuacidad ni el más mínimo atisbo de intelecto ante los caballeros, a quienes conviene mucho más pensar que, a todas luces, soy tonta.

—¡No es eso…! —Lady Mossling dio un paso adelante con tal exasperación dibujada en su cara que cualquier niña de menos edad habría echado a correr. Pero fuera lo que fuese que se había apoderado de su instructora, enseguida lo tuvo de nuevo bajo control—. Solo me queda rezar para que su comportamiento no deje en evidencia a lord Haltonshire. O que Dios obre un milagro en usted durante estas dos semanas. —Las opiniones de su institutriz nunca habían tenido la capacidad de ofender ni amilanar a la joven, por tanto, sus ojos no sintieron la n

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