Un conde sin corazón (Minstrel Valley 5)

Nuria Rivera

Fragmento

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Prólogo

Junio de 1834

Kendal House, Mayfair, Londres

Lady Rosemary Lowell solo tenía quince años cuando fue testigo de la fragilidad de la vida. Su madre, que durante la jornada festiva en Kendal House estaba lozana y vital, quizás por su cercano alumbramiento, se había indispuesto de repente al acabar el día y, ella que la acompañaba, había sido apartada de su lado. Llevaba horas a la espera de alguna noticia.

Sus oídos y su mente todavía estaban tiernos para saber algunas cosas, le había dicho Maisie, la doncella, una de las numerosas veces que fue a rogarle que la dejara entrar en la alcoba. Aunque ella no era tonta. De aquello no se hablaba, pero sabía qué ocurría. Había permanecido con lady Kendal en sus largas horas enclaustrada en casa, no era decoroso salir en su estado, y había leído libros que quizás no debía, pero que nadie había ocultado en la biblioteca. Un extraño presentimiento la azuzaba y no quería alejarse de los aposentos de la condesa. El revuelo y las carreras de las criadas que entraban y salían le habían permitido no ser vista. y ella, como un acto de resistencia y rebeldía, había sabido esconderse de las miradas.

En un despiste del servicio se había colado en la habitación y, escondida tras los grandes cortinajes, espiaba la escena, no exenta de angustia. Lo que podía ver y escuchar le provocaba cada vez más desasosiego y temor. Porque nada, absolutamente nada de lo que había leído, la había preparado para lo que contempló. Su madre se debatía entre aspavientos, retortijones y gritos de dolor en las blanquísimas sábanas que empezaban a tintarse de un color oscuro. No era marrón, pero tampoco rojo; sin embargo, la partera fue lo bastante espabilada para decir que aquello no iba bien. Le decía cuándo debía empujar y cuándo detenerse, pero el rostro contraído de su madre mostraba lo extenuada que estaba. Resignada, la mujer le dio unos minutos de sosiego para reponerse. Sin embargo, la tensión se notó en su tono enérgico cuando pidió más agua y lienzos. La vio retirar las telas y cubrir la cama con otras limpias, y con el revoltijo de sudarios salió de la estancia, a la habitación contigua. Fue el momento que aprovechó Rose para abandonar su escondite. No le importó si la descubrían.

—Mi niña... no deberías —murmuró su madre con el rostro contraído cuando la vio.

—Hay que avisar al médico, por favor, madre, deje que traigan al médico —suplicó con la madurez de quien acababa de dejar la niñez.

Lady Kendal no quería un galeno en su habitación, decía que la comadrona era suficiente para hacer aquel trabajo de mujeres.

—Es-espera... —La trémula voz la dejó paralizada, con un gesto cansado le pidió que se acercara.

Rose le besó la frente y cogió su mano, para llevársela al pecho.

Con una mirada cauta, que escondía el miedo de lo que sabía que ocurría, repasó el cuerpo y la cara de su amadísima madre. Un rostro bello, y todavía joven, que estaba perlado de sudor. Con todo el cuidado del que fue capaz tomó un paño y secó su frente.

—Pronto pasará todo, madre. Aguante un poquito más.

Casi ajena a aquellas palabras de ánimo, la mujer que yacía con el camisón pegado a su piel y una sábana que cubría sus piernas, ligeramente abiertas, y que volvían a colorearse, soltó un quejido. Rose apenas se atrevía a mirar a otro lugar que no fueran aquellos ojos vidriosos que la observaban.

—Si-si es un niño qui-quiero que se llame como mi-mi padre: Joseph. No dejes que se parezca a lord Kendal... —Tosió un poco y llenó más de angustia a su hija. No entendía aquellas palabras.

—No hable; reserve la energía.

—No puedo. No-tengo-fuer-zas... A ti, mi niña, voy a dejarte sola. Me ha faltado tiempo para en-enseñarte tantas cosas... —Aquella voz tan querida salía entrecortada. Rose le pidió que no hablara, que no se cansara. Su madre negó con la cabeza con un gesto extenuado y continuó—: Re-recuerda: cuando tengas que casarte no busques solo hacer un buen matrimonio, busca que sea por amor. Pero con un hombre que te quiera a ti más que a tu dinero. El amor de uno no es suficiente.

Lady Kendal debía delirar, pensó Rose; ella había sido testigo de cómo su madre miraba a su esposo, aunque hacía tiempo que había dejado los aposentos del conde; quizás quería descansar de sus deberes maritales y, además, estaba embarazada. Sí, su madre estaba enfebrecida.

—No diga eso madre; padre la adora y, ya verá, tendrá tiempo para enseñarme a ser una señorita; una dama, como usted.

Otro quejido, supuso que su madre pretendió amortiguarlo para no asustarla, aumentó su angustia.

—¡Ayúdenla! Está sufriendo —suplicó a la partera que entraba.

Esta la miró con censura y los ojos crispados.

—¡No puede estar aquí! —exclamó—. Maisie, llévate a esta niña.

En aquel instante, la señora Cranston, el ama de llaves, y Maisie, la doncella de su madre, entraban con una palangana, cada una, llena de agua humeante. Hubo mucho revuelo, y pensó que la situación debía ser grave porque hasta la señora Cranston acarreaba también jofainas. Tenía que avisar a su padre de que algo malo pasaba. ¿Es que nadie lo había hecho?

Agitada por los nervios, Rose no se dejó sujetar cuando la doncella fue a sacarla de allí y salió disparada; los ojos le picaban por las lágrimas que se negaba a dejar correr. Se dirigió a los aposentos de su padre. Habían tenido una pequeña fiesta, pero hacía mucho que los músicos se habían marchado. Le extrañó oír risas a aquellas horas y por aquel pasillo, alejado del de su madre, pero achacó el ruido al silencio de la noche que aumentaba cualquier sonido. Al llegar a las puertas dobles que separaban las habitaciones del conde las empujó con brío, sin poder controlar ya las lágrimas que le caían por la cara.

—¡Padre! ¡Padre! —gritó limpiándose de un manotazo el agua de sus mejillas—. Madre lo nece...

Se detuvo de golpe en mitad de la amplia estancia. No era posible lo que veían sus ojos. Su padre, su querido padre, estaba en la cama con otra mujer. Se suponía que no debía saber qué hacían, pero había visto alguna vez, en la finca de Kent, a los caballos en la cuadra para entender que la estaba montando.

—¡Márchate de aquí! —bramó lord Kendal.

Antes de girarse, Rose, pudo ver cómo él trataba de cubrir el cuerpo de la mujer y el suyo propio.

Sin mediar palabra, se dio la vuelta sobre sus talones, con una mirada de cólera y odio.

Al llegar de nuevo a la habitación de lady Kendal no la dejaron entrar. La señora Cranston y Maisie la retuvieron a la entrada con un restrictivo abrazo. No hizo falta que nadie le dijera qué había ocurrido.

—¡Madre! ¡Madre! —aulló en un grito desesperado, y rompió a llorar desconsolada a la vez que estiraba los brazos, como si así pudiera alcanzarla.—. No me deje aquí tan sola.

Trató de zafarse del agarre para llegar hasta la cama. Por la puerta entreabierta podía ver a su madre, con la cabeza ladeada sobre la almohada y la mirada vacía, mientras acunaba entre sus brazos inertes un pequeño bulto arropado con paños ensangrentados.

El ruido del movimiento de las faldas de las mujeres advirtió a Rose de que alguien había llegado. No tuvo ánimo

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