Capítulo 1
Septiembre de 1837. Minstrel House
Minstrel Valley, condado de Hertfordshire.
El radiante sol de mediodía incidía sobre los parterres de dalias, hortensias y crisantemos que componían el espectacular jardín trasero de Minstrel House, edificio que albergaba la prestigiosa Escuela de Señoritas de lady Acton, en Hertfordshire.
Rebecca Grant, alumna de esa respetada institución, salió a la terraza posterior de la mansión después de asistir al acto de presentación oficial de alumnas y profesores. Sentía las mejillas arreboladas y el corazón agitado. Una emoción cálida había anidado en su cuerpo y no encontraba una razón coherente para la inquietud que se le había despertado. ¿Estaría enferma?
Se sentó en uno de los bancos de piedra que se ubicaban contra las paredes laterales y trató de buscar la causa del malestar que la afligía de forma sostenida en los últimos días. No eran pocas las cosas que le habían ocurrido en esa semana y, quizás, su azoramiento estaba relacionado con alguna de ellas.
Podía, sin ir más lejos, haber cogido frío en la Boat Race, la carrera de remos que se había celebrado en Minstrel Valley dos días atrás y en la que ella había participado. O, quizás, la causa debía buscarla en la mezcla de bebidas que había tomado en la fiesta que tuvo lugar después y en la que se anunció el compromiso de una de sus mejores amigas, lady Rosemary Lowell.
A la copa de jerez que había ingerido al comienzo de la velada, tenía que sumarle una —o dos— de champán que habían sido preceptivas para brindar por los novios. Afortunadamente, su tía no se había dado cuenta de ese exceso o, de seguro, la habría reprendido por semejante acto, impropio de una dama. Becca no se culpaba por aquello; solo había deseado festejar la buena fortuna de su amiga, se justificó.
El hecho de no haber cenado lo suficiente antes de la fiesta por los nervios que le había suscitado el compromiso de Rose también podría tener algo que ver con su estado. A decir verdad, no comía lo suficiente desde entonces. Esa misma mañana había dejado casi la mitad de su desayuno.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Una idea fugaz cruzó su mente, pero se dijo a sí misma que su indisposición no podía tener nada que ver con lo que acababa de ocurrir en el salón principal de la escuela, donde habían mantenido una reunión preparatoria de las clases de ese año.
Los ojos negros y chispeantes del nuevo profesor de arte no podían ser los responsables de su ánimo, ¿verdad que no?
Su mente regresó a la fiesta del compromiso y se recordó a sí misma envuelta en los diestros brazos de Alfred MacArthur mientras la conducía con maestría por la pista de baile. Aunque acababan de presentárselo, sintió cómo su corazón se atolondraba, pero culpó a la noche de verano y a la emoción de los acontecimientos.
Sin embargo, la misma sensación le había sobrevenido de repente, unos minutos antes, cuando lady Eleanor Harper, la directora de la escuela, había entrado en el gran salón donde las había convocado acompañada por el profesor de arte para presentarlo oficialmente a las alumnas.
«Señor Alfred MacArthur», pronunció mentalmente su nombre con deleite.
No negaba que era un hombre con cierta gallardía. «Es el hombre más apuesto que has visto», le dijo una vocecita interior que trató de silenciar. Acto seguido, se reprochó la idea porque no podía ser cierta. El prometido de Rosemary o incluso el condestable del pueblo eran hombres guapos, de los más guapos que conocía; el señor MacArthur no era tan excepcional.
Evocó el momento exacto en que, al pasear su mirada por el salón de baile, lo había descubierto. Estaba junto al señor Angus McDonald, el dueño de la forja, ya que, según le contaron después, provenían del mismo pueblo y eran amigos.
Una sonrisa se dibujó en su cara al recordar el revuelo de las compañeras cuando les fue presentado y se enteraron de que iban a tener un nuevo profesor. Un nuevo profesor de arte, más concretamente. Él se mostró cortés y agradable, bailó con todas ellas; con muchas damas de la fiesta, en realidad, incluida su tía.
Rememorando ese momento, Becca esperó de todo corazón que la baronesa, lady Cinthya, su tía, no lo hubiera estado interrogando respecto a ella cuando estuvieron bailando. No le había pasado inadvertido que no dejaba de vigilar a las alumnas mientras hablaban con el profesor unos minutos antes de que se iniciara el baile.
El señor MacArthur se le había acercado, amable, mientras ella conversaba con su amiga Emily Langston, Mily, y se había integrado en la conversación. Descubrió que era fácil hablar con él. Tanto, de hecho, que los nervios le habían soltado la lengua. ¡Si hasta monopolizó la charla hablando de su tía!
No obstante, nada en el rostro del profesor le hizo ver que se aburría. La estuvo animando durante toda la conversación y le preguntó por lo que hacían cuando no estaban en la escuela. Su amiga apenas había abierto la boca, y Becca se sorprendió de ser capaz de decir tantas cosas seguidas.
Ganar la atención del caballero le había gustado mucho.
Era bonita, lo sabía, su tía siempre se lo decía.
Volvió al presente. Miró hacia el fondo del jardín, donde las hojas de los árboles comenzaban a cubrir el suelo, y tuvo la reveladora sensación de que ese curso iba a presentarse muy interesante.
Suspiró de modo tan profundo que incluso se sobresaltó.
Era la primera vez que ponía sus ojos en un caballero y no sabía cómo sentirse al respecto. Recordó a Romola Seymour, una antigua alumna, prima de Tiberia. Ella había logrado conquistar al profesor sustituto de baile la primavera pasada, e incluso se había casado con él. ¿Eran entonces sus pensamientos tan disparatados?
—¡Becca! —La llamada de lady Rosemary la sacó de sus pensamientos—. ¿Te encuentras bien? Me ha extrañado que salieras justo cuando lady Eleanor y el señor MacArthur se han marchado.
Por un momento, temió que lo que estaba experimentando por culpa del nuevo profesor pudiera estar reflejándose en su rostro, pero se tranquilizó de inmediato cuando su amiga no dijo nada más. Rosemary Lowell estaba siempre pendiente de los demás y no hubiera dejado de mencionarlo si la hubiera notado rara.
Le sonrió con ternura y pensó en lo mucho que Rose había cambiado en el último mes, desde que lord Richard Bellamy había entrado en su vida.
El amor era la mejor medicina para el alma, estaba convencida.
—Sí, claro que lo estoy. Solo me había quedado absorta en lo bonito que está el jardín en esta época del año. Da mucho que pensar. El paso del tiempo… —comentó con aire ausente—. Esas cosas.
—Oye, venía a buscarte —continuó su amiga con un matiz suspicaz, a la vez que compasivo, en su voz—. Lady Eleanor nos ha autorizado a ir a las caballerizas. ¡Han sacado a los potrillos por primera vez a campo abierto! —anunció con entusiasmo.
—¡Oh, qué ternura! ¿Y nos deja ir solas? —preguntó con sarcasmo.
En la Escuela de Señoritas de lady Acton se cuidaban las reglas de etiqueta a pies juntillas.
—Nos acompañará lady Valery, por supuesto.
Rebecca Grant no era una joven que se quejara, pero en aquel momento un suspiro se escapó de su boca.
«¡Otra vez!».
El amor la rodeaba. Romola Seymour, lady Valery, lady Eleanor y ahora lady Rosemary se habían comprometido ese mismo año con las personas que sus corazones habían elegido.
—Yo también pensaba que mi futuro no sería muy agradable. —Parecía que a Rose no le había pasado desapercibida su turbación, después de todo.
—¿Por qué dices eso? —Trató de hacerse la despistada—. Se te ve muy feliz, sobre todo desde hace dos días.
—Es cierto, desde que Richard me pidió matrimonio soy la mujer más feliz del mundo.
Becca sintió envidia por primera vez en su vida. Anheló para sí misma la alegría que reflejaban los ojos y la sonrisa de su amiga; la misma felicidad y por el mismo motivo.
Desde que su tía la inscribió en la escuela, en Minstrel Valley, había sabido cuál sería su destino: contraer un matrimonio adecuado. En ese tipo de enlaces el amor no era imprescindible, obviamente, y se había conformado hasta cierto punto, pero… en su fuero interno ella deseaba otra cosa. A su alrededor, el amor crecía como las rosas, ¿por qué no podría ella ser una de las pocas afortunadas?
Sin embargo, no podía decepcionar a su tía Cinthya, la hermana de su madre. Le debía mucho. Solo tenía ocho años más que Becca, pero se había hecho cargo de ella tras quedar huérfana, pues su abuelo no era capaz de cuidar ni de él mismo.
No, no podía decepcionarla.
Sin embargo, la curiosidad se había instalado en su mente, y las preguntas respecto a los secretos del amor siguieron colándose en la conversación.
—¿Sabes cuándo te enamoraste? —preguntó a su amiga—. ¿Fue nada más verlo?
—Entonces no lo sabía —confesó Rose, tras pensarlo un instante—, pero sí, creo que me enamoré de él en el momento en que me sacó del lago.
—¡¿Te sacó del lago?! —preguntó casi horrorizada—. ¿Qué hacías allí? ¿Te habías caído?
—Es una larga historia —respondió Rose, avergonzada—, digamos que fui imprudente.
—Suena muy romántico.
—¡Salí mojada de los pies a la cabeza! Pero bueno, ahí nos conocimos. Otro día coincidimos, y cuando lo vi en casa de lady Conway y fuimos presentados creí que me moriría de vergüenza. El muy descarado me invitó a dar un paseo en barca.
Por la sonrisa que se dibujó su cara, Becca supo que evocaba aquellos días, no tan lejanos, que marcaron su comienzo.
—Por supuesto le dije que no. Mi situación…
Su situación la supieron mucho después: su padre la había comprometido con otro hombre. Aquello, afortunadamente, había terminado bien.
—Pero triunfó el amor —la animó Becca al ver que los recuerdos se tornaban tristes—. Cupido no está tan ciego cuando dispara sus flechas.
—Cada vez que lo veía me asaltaban cosquillas en el estómago —continuó relatando—, mi cuerpo reaccionaba a él. Y he de decirte que lord McEwan no cejó hasta conseguir un… un paseo.
Rose se ruborizó, y ella entendió que aquel paseo clandestino había estado cargado de besos y caricias. Analizó la expresión de su amiga, su voz, sus palabras al hablar de su amado y lo que le hacía sentir…
Las comparó con sus propias emociones y con el hecho de que estas se alteraban cada vez que pensaba en el profesor MacArthur o cuando lo veía. Era muy apuesto, y estaba segura de que debía poseer una gran sensibilidad, pues alguien que amara el arte no podía ser de otra manera.
Así fue como lo supo. No tenía que ir a visitar al doctor Ian Aldrich. ¡Qué vergüenza si le hubiera relatado sus supuestos síntomas al médico del pueblo delante de la directora de la escuela!
La respuesta estaba clara.
Se había enamorado.
A Patrick Miller le fascinaba ver salir por primera vez a los potrillos al exterior, observar cómo agachaban el cuello para olisquear el pasto o su inocente forma de inspeccionar el entorno, siempre pegados a la madre, con esa confianza ciega que solo los mamíferos mostraban hacia su progenitora.
Era una escena casi tan conmovedora como la que, en aquel momento, tenía lugar también ante sus ojos y que había hecho incluso desaparecer por completo de su mente a los adorables animales que consideraba bajo su cargo: un ramillete de las más hermosas señoritas que jamás hubiera visto.
Todas eran preciosas a su manera. Las había morenas, pelirrojas, rubias; esbeltas o voluptuosas, altas y bajas; con intrincados moños o con sencillos recogidos; vestidas en muselinas verdes, azules, amarillas… Se preguntaba cuál podía ser la más bonita de todas y por vida suya que no podía acertar a elegir ninguna. Según le habían dicho, se trataba de las alumnas de la Escuela de Señoritas de lady Acton. Habían venido a las caballerizas de su primo, Dunhcan Bissop, entrada ya la mañana, atraídas por la potrada de las yeguas.
Para Patrick no había sido una gran sorpresa llegar de viaje la noche anterior, desde el norte, y encontrarse con que al día siguiente iban a sacar a las crías por primera vez a pastar, pues era habitual que el destete ocurriese en los primeros días de septiembre. La noticia le había satisfecho sobremanera, pues era un momento muy especial para cualquier criador de caballos.
Eso era lo que hacían los Bissop de Cumbria: criar caballos. Los mejores de toda Gran Bretaña. Y Patrick era un Bissop. En fin, no portaba el apellido, pues su padre, William Miller, entró en las caballerizas de la familia como capataz más de veinte años atrás, teniendo el buen tino —era un hombre con carácter e inteligente— de enamorarse de Portia Bissop, la hija del patrón por aquel entonces y hermana de Nicholas, el actual dueño. Pasó a formar parte del negocio: aprendió de contratos, de números, y se encerró en los despachos, dejando a su cuñado todo el sitio en los establos y creándose sus propios dominios.
En definitivas cuentas, Patrick Miller pertenecía a una estirpe de ganaderos, los Bissop, por lo que su vida siempre había girado en torno a los caballos, y siempre lo haría, si de él dependía.
Se había situado junto a la cerca del modo más silencioso, por lo que las chicas no eran conscientes de su presencia allí. Se acercaban con distintos grados de seguridad a los potrillos en medio de entusiasmados susurros que a veces se convertían en una pequeña algarabía. Lady Valery Clayden, la prometida de su primo y profesora de la escuela, procuraba poner orden sobre las alumnas y guiarlas para que no asustasen a las crías, pero algunas jóvenes eran demasiado intrépidas y corrían el riesgo de llevarse un mordisco. Justo cuando se percataba de que una de las muchachas salía despavorida al aproximarse a ella una yegua con afán protector —se había acercado mucho a su potranca—, la joven aventurera alzó la cabeza, y la mirada de Patrick se cruzó con unos ojos de color aguamarina que lo observaron con cierta perplejidad. Ella parpadeó una sola vez, con una deliciosa caída de sus tupidas pestañas, como si acabase de reparar en su presencia y esta le resultase extraña. Aquellos ojos redondos y enormes se quedaron anclados en los suyos por un instante que le pareció suspendido en el tiempo. Una curiosa incomodidad le agujereó el pecho ante el atento escrutinio, hasta tal punto que ni se le ocurrió dedicarle una sonrisa seductora o un pequeño guiño, cosa que habría hecho en cualquier circunstancia o con cualquier otra dama.
Pero no hizo nada de eso, nada de lo acostumbrado. Tan solo se quedó varado en aquellas indescriptibles profundidades azules que parecían embaucarlo en un ensueño del que no se veía capaz de salir. Ni siquiera cuando las mejillas de la joven se tiñeron de rubor y apartó la mirada para volver a concentrarse en los potrillos, Patrick fue capaz de abandonar su contemplación. Se fijó entonces en el vibrante tono cobrizo de su cabello, en su estilizada silueta y, madre del cielo, en su exquisito talle coronado por dos generosos senos que convertían su delicada belleza en pura sensualidad. La incomodidad que antes había sentido en el pecho se extendió por otras zonas de su cuerpo y, finalmente, una sonrisa canalla comenzó a nacerle en los labios.
No llegó a dibujarla por completo, pues la física más elemental lo trajo de vuelta a la realidad del modo más desagradable, con el contundente impacto de la palma abierta de Dunhcan Bissop, el propietario de las caballerizas, al estrellarse directamente contra su nuca.
—Ni se te ocurra, cachorro. —Le oyó advertirle.
Se supo pillado, pero estaba poco dispuesto a reconocerlo. Si algo lo ponía de un humor de mil demonios era que lo tratasen como a un crío al que se podía pelar la nuca. Que un hombre que le sacaba ocho años le hablase como su propio padre, le irritaba en demasía. Su primo Dunhcan, al igual que Thomas, el mayor, habían sido para él una especie de fastidiosos hermanos postizos, al ser Patrick hijo único. Habían bromeado siempre y lo habían inducido con frecuencia a meterse en problemas. Siendo el pequeño del trío, lo utilizaban a su antojo para cuantas bribonadas se les ocurrían, y él siempre salía airoso porque tenía a todos los padres metidos en el bolsillo, librándose de la mitad de los castigos. Pero de buenas a primeras, Dunhcan se había convertido en un adulto con una remilgada conciencia. ¡Menudo fiasco! Porque bien pensado, ese selecto grupo de señoritas tan bonitas y refinadas podría ser una fuente inagotable de diversión para él.
Se volvió con cara de pocos amigos.
—No estaba planeando nada, ni siquiera estaba utilizando el cerebro —mintió con descaro y el ceño fruncido—. Deberías agradecerme que esté atento a los potrillos, podrían acercarse a ellas y causar un accidente.
—Me preocupa más que estés atento a las chicas. Son damas de la escuela de lady Acton, Patrick. ¿Has oído? Damas.
—¿Insinúas que no sé comportarme entre gente refinada? —retrucó con ironía.
—No estás aquí para alternar con gente, ni refinada ni de baja estofa ni de ningún otro tipo. Te diré, por tu propio bien, que todas ellas son jóvenes de buena familia, algunas hasta hijas de nobles, y que buscan esposo. Lo repetiré dado que has admitido no estar utilizando el cerebro: buscan esposo. Y ya que a tus veintiún años eres muy joven para casarte, mejor te alejas.
—Dunhcan…
—¿Te recuerdo cuál fue el motivo que te llevó a abandonar Cumbria?
Esbozó una mueca de disgusto por toda respuesta.
La razón de su presencia en Minstrel Valley era doble. Por un lado, iba a encargarse de supervisar el traslado de media docena de yeguas de paseo a las caballerizas de Cumbria. Y por el otro, había decidido poner tierra de por medio con su hogar porque había tenido lugar un pequeño incidente relacionado con dos jovencitas muy distinguidas de la nobleza rural.
Jamás en su vida lo hubiera creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos, pero las hermanas Wembley, lady Mary y lady Catherine, habían discutido de forma muy notoria en el baile de la baronesa Bedwend por su causa. Ambas creían ser el objeto de sus atenciones y, al comprender su error, se habían enfurecido tanto que incluso se había presenciado, para bochorno de todos los asistentes, algún que otro tirón de pelo entre las hermanas.
—Te doy mi palabra de que no voy a comprometer a ninguna de esas «damas» y que me voy a comportar como un perfecto caballero cuando esté en su presencia —prometió solemne—. Aunque me gustaría hacer notar que yo solo estoy apoyado contra la cerca viendo a los potrillos, y que todavía no se ha hecho público que haya deshonrado a ninguna jovencita incauta. Así que no me trates como si fuera un criminal. ¿Me has entendido?
Su primo, que quizás no había esperado que tuviera algo que objetar al respecto de su orden directa, levantó una ceja con una arrogancia fruto de esos insignificantes ocho años que le llevaba.
—Patrick…
—Es más —le interrumpió con un ímpetu nacido de la indignación—, me veo obligado a recordarte que, para ser un bruto del norte, has tenido la osadía de comprometerte no con una dama sino con una lady —objetó con estudiada ironía—, así que no me vengas con lecciones moralistas sobre con quién relacionarme. —Viendo que la conversación no estaba tomando un rumbo muy agradable para ninguno de los dos, se obligó a rebajar el tono—. Ahora bien, si tu preocupación, que es muy lícita por otra parte, es que tenga la tentación de flirtear con todas y cada una de las jóvenes que estudian con lady Valery, puedes quedarte tranquilo. No me aventuraría en semejante gesta. He tenido ladies —remarcó la palabra— suficientes para lo que me queda de vida.
Minutos después, cuando las palabras tomaron derroteros menos turbulentos y más profesionales, Patrick rezó en silencio para que la belleza de ojos azules no perteneciera a la aristocracia. De ser ese el caso, no habría mentido en absoluto, se dijo a sí mismo, pues no pretendía flirtear con todas y cada una de las alumnas ni lo necesitaba tampoco. Solo con una muy concreta.
Capítulo 2
Después del oficio en la iglesia de Saint Mary, Becca había ido con algunas compañeras a la tienda de Bella Gibbs. Era lo menos que se merecían después de aguantar durante una hora el sermón del padre Ellis. Le agradó comprobar que no era la única a la que le gustaba registrar entre las vitrinas y los estantes llenos de cintas. Como ella, la mayoría de las chicas iban buscando algún botón o lazo con el que adornar sus bonetes o vestidos.
Mientras caminaban hacia el colmado, seguidas de Lucy Campbell —una de las doncellas de Minstrel House—, la señorita Lorianne Bowler, otra de las alumnas, había relatado sus días veraniegos en la casa familiar de Stockbury Hall, en Kent, los largos paseos matutinos por el campo, o las tardes pintando mientras su madre la acompañaba. La paz que le daban los suyos le había sentado bien. Emily Langston añadió que ella había evitado ir con sus padres; en su casa eran muchos y no le apetecía estar al cuidado de los más pequeños solo porque sus hermanas creían que, al no estar casada ni comprometida, no tenía nada mejor que hacer. Se escucharon las quejas solidarias de sus amigas: Mily no era ninguna solterona.
Becca, sin embargo, pensó que tener muchos sobrinos y hermanas, como aquella, debía de ser divertido y caviló sobre cómo una sencilla comida a la sombra de un abedul, rodeada de tantos seres queridos, tenía que ser la cosa más interesante y divertida.
Sus palabras le hicieron recordar cómo había sido su vida: no contaba con una gran familia, y aquello era algo que había añorado siempre. Su deseo de pertenecer a una bien grande no se había cumplido. Su tía y ella solo se tenían la una a la otra, y la idea de otro accidente como el de sus padres le provocaba terror.
En la tienda, como siempre, la señora Gibbs las atendió servicial y con algunas preguntas que indicaron que nada se le escapaba y que, más que saciar su ignorancia, lo que hacía era confirmar lo que sabía.
—Ha llegado un nuevo profesor. —No era una pregunta—. Es muy apuesto. No sé yo si ustedes están muy seguras con un hombre así en la escuela.
—¿Qué quiere decir? —saltó Lucy con mala cara.
Todas se quedaron mudas ante su reacción. Que la doncella saliera con aquella respuesta impresionó a Becca y a las demás. Siempre parecía tan interesada y poco cordial que pensaban, ella y las demás compañeras, que lo único que le importaba era sacar provecho de tapar sus pequeñas licencias cuando se escapaban de su vigilancia. Por supuesto, con la consabida recompensa a su silencio. Sin embargo, el desafortunado comentario de la dependienta ponía en duda el buen cumplimiento de su función de protegerlas, y eso no pensaba consentirlo. La señora Gibbs, sorprendida, no supo muy bien qué contestarle.
—Quiero decir que… que… Estaba bromeando, Lucy. Ya sé que están seguras contigo. No se te escapa nada —rectificó sus palabras y continuó como si nada—. Me ha parecido un caballero muy serio y galante, aunque ya teníamos una pintora en el pueblo. Dos son demasiados —aclaró—. Se ha llevado todos los pigmentos que tenía y mucho material. Espero que la señorita Barbara O’Neill no necesite azul de Prusia, porque no me queda nada y hasta dentro de dos semanas no recibiré más.
Tras el breve incidente, y como era habitual, las chicas se dispersaron por el establecimiento. Becca se distrajo mirando unos pañuelos para el cuello. No necesitaba nada, pero era coqueta y le gustaba llevar uno diferente cada día. Trató de recordar qué vestía cuando tuvo la última conversación con el señor MacArthur. Iba de amarillo; la siguiente iría de azul, a juego con sus ojos aguamarina.
En aquel momento, por mucho que quiso imaginarse al profesor, lo que su mente rescató fueron otros ojos, unos que la habían escrutado casi al milímetro. La imagen del joven sin nombre que se le dibujó, la asombró. Lo había visto en las caballerizas, cuando habían ido a ver a los potrillos. Había sido atrevida y, a riesgo de ser mordida por el animal, se había acercado más de lo que le había aconsejado lady Valery. Al final, se había asustado cuando la yegua, en un intento protector hacia el potrillo que ella intentaba acariciar, había hecho un gesto brusco que la había espantado. Con prisa se había alejado de ellos y, al hacerlo, su vista se había cruzado con la de un caballero que, desde el cercado, observaba todos sus movimientos. ¿Quién sería? No recordaba haberlo visto antes.
Intentó evadir el recuerdo, pero por unos segundos se deleitó en él. Por sus ropas no parecía un jornalero. Era alto, con un espeso pelo moreno y ondulado en el que imaginó enterrar sus dedos y comprobar si era tan suave como parecía. Tenía un cuerpo musculoso, cincelado como las estatuas de Miguel Ángel que había visto en Florencia. Las dulces sensaciones que recorrieron su estómago fueron sorprendentes. No podía decir el tiempo que quedó atrapada en aquella mirada, pero el hombre, enganchado como ella a través de lo que su vista le ofrecía, ni siquiera había movido un músculo que dibujara una sonrisa, y eso la había molestado. No porque la mirara, sino porque sabía que se había ruborizado. Entonces, había vuelto a centrar la atención en los potrillos y se había obligado a ignorarlo.
Las palabras de una de las chicas la sacaron de sus pensamientos.
—¿Tienes calor? —preguntó lady Noelle Montague—. Se te ve sonrojada.
No entendía cómo su cuerpo podía ser tan traicionero.
—No, no es nada… —mintió—. Mejor os espero en la puerta.
Salió con Emily y, a los pocos minutos, el resto de las compañeras se les sumaron. Contentas, emprendieron el camino de regreso a la escuela. Al pasar por la puerta de la casa de la Vieja Guardia, saludaron al condestable, Nerian Worth, quien, para desilusión de Emily y Lori, no estaba acompañado de su perrita. Las observó pasar y las saludó, amable. Tuvo la impresión de que las miraba con detenimiento, aunque parecía estar pendiente de todo y de nada.
Patrick había pasado la mañana revisando a las potrancas que serían mandadas a Cumbria al final de la semana siguiente. Se notaba el cuidado con el que los trabajadores de las caballerizas Bissop trataban a los animales, pensó para sí. No solo era cuestión de que la yeguada estuviera sana y bien alimentada, sino que sus crines brillaban en distintas gamas de colores y su comportamiento era magnífico. También lo era su morfología, aunque en eso poco tenían que ver los mozos de cuadra y sí mucho el criador que elegía los cruces: Dunhcan Bissop, en última instancia.
No podía menos que admirar las instalaciones que había construido su primo en Hertfordshire. Había dos espaciosos establos, uno para cada línea de cría, adosados a un cobertizo perfectamente organizado. En realidad, todo en aquel lugar estaba bien dirigido y encajado. Le encantaba el ambiente que se respiraba en las caballerizas, el olor a heno limpio y al cuero de las sillas de montar.
Ese era, justamente, el motivo que lo había llevado de vuelta a las cuadras tras el almuerzo. Habían llegado un par de sillas nuevas para montar a mujeriegas que provenían de Francia y que, según le había comentado Dunhcan, eran la última moda. Se trataba de un nuevo modelo para señoras, elegante y mucho más seguro al disponer de una tercera corneta de apoyo. Se habían adquirido para la Escuela de Señoritas de lady Acton, pues la idea era que cada alumna tuviera designada siempre la misma montura y que, incluso, se la pudieran llevar como obsequio una vez que terminaran su formación.
Dado que Patrick no podía hacer nada productivo durante el resto del día, se había prestado a portarlas hasta Minstrel House. El ofrecimiento no había sido desinteresado, obviamente, sino que encerraba un objetivo muy concreto: volver a ver a la belleza de ojos azules que no había conseguido sacarse de la cabeza en toda la mañana.
Todavía sentía ese cosquilleo en el pecho al pensar en ella, y la curiosidad empezaba a corroerle la mente con preguntas tan dispares como cuál sería su nombre o de qué tono luciría su piel en las zonas ocultas a la vista. Estaba claro que le sería más fácil averiguar lo primero que lo segundo, pero el primer paso para dar respuesta a esos interrogantes era el mismo: encontrarla. Había tenido que hacer acopio de grandes dosis de estudiado desinterés para que no se notase el afán con que se había brindado a hacer el recado. Las alusiones a la majestuosa arquitectura del edificio y su necesidad de hacer algo útil habían sido aliados imprescindibles para que su ardid tuviera éxito. Dunhcan sabía lo inquieto que era y lo frustrante que le resultaba la inacción, de modo que le había dejado ir a él en lugar de llamar al joven que, al parecer, era quien iba de forma habitual a la escuela cuando era necesario, un tal Johnny River, al que no había conocido aún.
Una vez frente al edificio, al este del pueblo, debía reconocer que Minstrel House era en verdad impresionante. No parecía una escuela, sino una mansión. Estaba encarada hacia el sur, en dirección al lago Minstrel, según le había dicho su primo, para cobijarse del viento. La fachada combinaba la piedra gris con detalles en blanco, y tenía en el edificio principal, al que se anexionaban dos alas simétricas, dos torres de tejados cónicos que le daban un aire romántico de castillo. Se accedía a la entrada por una escalera de tres ramales destinada a impresionar, pues se hallaba elevada sobre una plazoleta y ornamentada con parterres y flores de temporada.
No faltaban casas fastuosas en Cumbria, pero nada comparado con aquella elegante mansión. Un servicial hombre canoso llamado Henry Randall, que parecía ser el jardinero, le indicó el camino hacia el establo, donde se encontró con el señor de aquellos dominios, Jarvis Bonder, quien le dispensó una bienvenida bastante amable. Admiraron juntos las nuevas monturas y le enseñó las cuadras y el cobertizo, cuya limpieza y orden casi podía rivalizar con las caballerizas Bissop.
Cuando, un tiempo después, Patrick se despidió de él, procuró dar la impresión de que volvía a su actual residencia, pero nada más lejos de su intención. Al llegar al camino de salida de la propiedad, viró a la izquierda y enfiló hacia la entrada principal de la escuela. Era consciente de que no podía llamar a la puerta y preguntar por una joven bonita y sensual como ninguna, de brillantes ojos azules, pues lo más probable era que lo echaran a patadas o que incluso le dispararan.
Por fortuna, no le hizo falta hablar con ninguno de los sirvientes de Minstrel House ni manifestar sus intenciones, pues unos pocos pasos a su izquierda había un grupo de tres jóvenes que parloteaban junto al pequeño estanque rodeado de árboles. Hasta allí se dirigió con la esperanza de encontrar a su hermosa ninfa entre las muchachas, si bien la suerte no le sonrió en aquella ocasión. Por su aspecto, supo al instante que eran alumnas, e incluso creyó recordar que alguna de ellas había estado visitando a los potrillos el día anterior con lady Valery.
—Buenas tardes, señoritas —saludó.
Las tres se revolvieron agitadas al escuchar su voz, todas con similares caras de sorpresa.
—Buenas tardes, caballero —respondió una joven rubia de ojos azules que era una auténtica belleza inglesa—. ¿Quién es usted y qué hace en la escuela?
—No d-deberías hablar c-con él, M-Margaret —susurró una tímida muchacha cuyos maravillosos y enormes ojos castaños conferían luz y dulzura a un rostro que, de otro modo, sería casi olvidable.
Margaret, que tenía pinta de no seguir muy al pie de la letra los consejos que se le daban, entrecerró los ojos en su dirección como si estuviera valorando la situación.
—Me llamo Patrick Miller