Conquistando a lord Wesley (Minstrel Valley 9)

Elizabeth Urian

Fragmento

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Prólogo

Minstrel Valley, Hertfordshire, 1832

Las colinas verdes y ondulantes, con ovejas pastando plácidamente, comenzaron a mezclarse con numerosos campos de labranza y caminos sinuosos. Era la señal inequívoca de que el pueblo que buscaba se hallaba cerca.

Wesley tiró de las riendas hasta casi detenerse. Al instante, y justo después del recodo, el campanario de la iglesia sobresalió por encima del conjunto de casas que, suponía, conformaban el pueblo de Minstrel Valley.

Debería ser una suposición sólida, pensó, de ser ciertas las indicaciones recibidas.

Entonces su estómago gruñó con fuerza.

¡Qué poco poético resultaba!

Reemprendió la marcha y deseó haber ingerido algo más contundente cuando se detuvo en una posada del camino para abrevar a Libélula. Entonces solo había comido un trozo de pan recién hecho con queso, poco dispuesto a dilatar la parada.

Cuando partió, casi al amanecer, el desayuno todavía no estaba preparado en el hogar de su familia. Apenas pegó ojo y, cuando las sábanas empezaron a ser una molestia, tomó una decisión que no se preocupó en meditar. Necesitaba abandonar la mansión, no pensar en su padre por unas horas y, por qué no, desahogarse. Fue entonces cuando el coronel Grenfell surgió en su cabeza. Había sido su mentor en el ejército y se había retirado pocos años antes. Esperaba que no le molestara la repentina aparición en su casa.

Las granjas se dispersaban a derecha e izquierda como abejas bailando en un prado, una estampa típica de buena parte de la campiña inglesa. Resolvió pedir indicaciones lo más pronto posible para asegurarse de una vez.

Vio la oportunidad al percatarse de la presencia de un campesino que araba justo al lado del camino.

—Buenos días, buen hombre —saludó, deteniéndose por completo y levantando el sombrero a modo de respeto—. Me pregunto si sabrá indicarme cómo puedo llegar al hogar del coronel Grenfell.

Aguardó en silencio mientras el hombre meditaba sobre la respuesta.

—El coronel. —Asintió—. Sí, por supuesto; no es complicado para alguien que sabe qué buscar. Le aconsejo que siga recto por North Road hasta llegar a Legend Square, la plaza y el mismo corazón de Minstrel Valley. No tiene pérdida. Allí pregunte de nuevo y no tardará en llegar.

—Gracias, señor, muy amable.

Wesley siguió por el camino hasta que este terminó abruptamente en una cuidada plaza empedrada cuyo recibimiento estaba a cargo de una estatua tan atípica como sorprendente: en un gris veteado, una pareja de enamorados de cuerpo entero y de evidente aspecto medieval se mantenía abrazada en una posición no permitida en público. Parecía que ambos iban a darse un beso que solo los amantes se dan a escondidas. Ella, por el vestido, se descubría como una dama, mientras que él, con flauta y laúd a sus espaldas, podía pasar por un trovador o poeta.

—Realmente curioso.

Resultaba asombroso que un monumento así, rodeado de jardines y bancos, presidiera el centro del pueblo. Sabía por experiencia el puritanismo por el que se regía buena parte de la sociedad inglesa, ya fueran nobles o plebeyos. Que se hubiera permitido erigirla, no ahora, sino tiempo atrás, le parecía un hecho extraordinario.

Se acercó para observarla más de cerca. Había una inscripción:

—La Dama y el juglar —leyó—. El amor eterno —decía, justo debajo.

Estaba dedicada al amor imposible, seguro. Esa clase de relaciones nunca eran posibles. Aun así, alguien con suficiente poder e influencia había decidido que ese sentimiento debía inmortalizarse. Tenía curiosidad por conocer la historia de Minstrel Valley.

Giró la cabeza cuando vio que se le acercaban por la derecha.

—¿Podemos ayudarle?

Quien había hecho la pregunta iba acompañado de un sacerdote y ambos lo miraban con curiosidad mal disimulada. Entendió que él era la autoridad en el pueblo por la ropa que lucía y una mirada que decía: «no me des problemas». Sin embargo, a Wesley no le resultó descortés, ni arrogante ni severa. Por lo tanto, consideró que no era necesario presentarse como lord Wesley Catesby o como capitán, en caso de querer incomodarlo.

—Buenos días. De hecho, agradezco el ofrecimiento. El hombre que me ha indicado cómo llegar hasta aquí me ha recomendado que pregunte en la plaza por la localización de la casa del coronel Grenfell.

Eso los sorprendió, no cabía duda.

El que ya había catalogado como condestable del lugar lo miró más de cerca.

—El coronel es un apreciado vecino de la comunidad.

Wesley asintió. No quería resultar maleducado y entendía el aviso, pero tampoco le apetecía verse sometido a preguntas por unos desconocidos.

—Estoy seguro de ello. De hecho, tiene toda mi admiración. Si fueran tan amables de indicarme hacia dónde he de dirigirme, les estaría muy agradecido.

Formulado de ese modo, Wesley no le dejaba demasiada opción y supo que el condestable era consciente de ello. Con cierta reticencia, le explicó cómo llegar.

Se despidió y cruzó la plaza, dejando atrás un pozo y lavadero central al tiempo que saludaba con el sombrero a una señora morena y espigada que barría en la puerta de un colmado que rezaba: «Gibbs».

Pasó junto a una escuela infantil, de donde en esos momentos salía un grupo de niños comiéndose manzanas y emparedados y charlando entre ellos.

Todos callaron y lo miraron.

«Curiosidad infantil», se dijo con media sonrisa.

Cuando llegó a la altura de un cruce, se desvió a la izquierda, desde donde se veía una casa de dos plantas rodeada por un muro de piedra, cubierto en su mayoría por musgo.

—Ahí es.

Bajó del caballo y lo ató.

La pequeña puerta blanca de acceso al jardín daba la bienvenida al hogar de los Grenfell y, unos instantes después, una sirvienta acudió a la llamada de la puerta.

—Buenos días. ¿El coronel Grenfell está en casa?

—¿A quién debo anunciar?

—Diga solamente Wesley Catesby. —Su mentor le reconocería al instante.

—Espere un momento. Veré si puede recibirlo.

Se quedó solo y recordó sus años en el ejército junto a ese hombre, entonces su capitán en el Primer Regimiento de los Dragones. Wesley acababa de ascender del cargo de alférez —pagado con cada penique de su bolsillo—, un cargo que su padre nunca aprobó, en la Guardia Coldstream, antes de pedir el cambio.

Visualizó los duros entrenamientos, el ambiente, pero también la fidelidad entre los compañeros y la complicidad que surgió entre Grenfell y él. No recordaba el primer momento en el que Wesley le contó cómo se sentía, pero en el capitán encontró a alguien que le escuchó y le comprendió, atenciones que Wesley siempre valoró. Incluso cuando fue ascendido a teniente, y poco después a capitán, ese lazo se mantuvo hasta la retirada de Grenfell.

El sonido de la puerta que daba al jardín se abrió a sus espaldas y Wesley salió de sus cavilaciones. Se dio la vuelta de inmediato para encontrarse con una bonita joven de rostro franco, redondeado y de preciosos ojos verdes que lo miraba con curiosidad.

—Buenos días.

—Señorita. —Wesley inclinó la cabeza ante la desconocida.<

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