La accidentada boda de lord Mersett (Minstrel Valley 8)

Alexandra Black

Fragmento

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Prólogo

Un chino en Minstrel Valley

Landford House había permanecido más de diez años cerrada a cal y canto. Aquel cierre la había llevado a un estado tal de abandono que apenas quedaba nada de la soberbia elegancia de la que hiciera gala en el pasado. La hermosa enredadera que cubría sus paredes lo invadía todo, y ya ni siquiera se veían las ventanas. Quizá por eso los más desaprensivos la habían saqueado en varias ocasiones y así, lo que no se llevó el paso del tiempo, lo hicieron los ladrones. Aunque no apareció nadie para pedir cuentas por aquellos actos vandálicos. De hecho, los dueños ni siquiera recibieron la noticia de la atroz invasión de su casa.

Nadie entendía el porqué de la repentina marcha de sus propietarios, aunque todos suponían que se debía a que la hija pequeña de los Landford había huido con un hombre que no era el agrado del conde. Este, sintiéndose traicionado, la había repudiado, prohibiendo incluso que se mencionase su nombre frente a él. Algunos sospechaban que aquel asunto había sido el principio del fin de los Landford, que una mañana se habían subido en su carruaje y regresado a Londres, dejando atrás su hogar.

Lord Landford, que adoraba a aquella hija, se había convertido en un hombre amargado y huraño que ni siquiera hablaba con sus vecinos y que, si se veía obligado a hacerlo, los trataba mal. Y, aunque nunca había gozado del afecto de la gente, desde la desaparición de esta, las pocas simpatías que se hubiese granjeado a lo largo de los años desaparecieron por completo.

Lady Landford, que rara vez se dejaba ver si no era con su esposo, se había encerrado en la casa y nadie había vuelto a verla. Todo el mundo decía que estaba enferma y que era incapaz de levantarse de la cama a causa del disgusto por lo sucedido.

Lady Annabella Landford, la causante de todo aquello, había sido muy querida en el pueblo y nadie habría imaginado jamás que fuese capaz de hacer algo tan terrible. Aunque, como se solía decir por ahí, uno nunca sabe de lo que es capaz hasta que se enamora. Y en Minstrel Valley sabían mucho de amores fatales, pues había una estatua en Legend Square dedicada a los amantes más trágicos de la historia del pueblo.

Tal vez fuese por los antecedentes de la casa, que cuando una cuadrilla de albañiles, jardineros y criados llegó a Landford House para acometer las labores de restauración, esta se convirtió en el centro de todas las conversaciones.

Durante varios días, el salón de la posada se había convertido en un hervidero de jóvenes en busca de trabajo, pues estaban contratando empleados que ayudasen como refuerzo a los trabajadores llegados de Londres. Hombres y mujeres hacían cola frente a la mesa que un tal señor Wadlow ocupaba con el beneplácito del posadero, que veía en la llegada de los nuevos inquilinos una posibilidad de hacer más dinero, ya fuese con los empleados que ya se alojaban allí, ya fuese con aquellos que se reunían después del trabajo con intención de averiguar más sobre aquel señor Wadlow y los nuevos propietarios de Landford House.

Gracias a sus habilidades sociales, Bella Gibbs había atraído al colmado a una joven londinense llamada Marianne, que de buen grado les había contado todo lo que sabía a cambio de unas cintas para el cabello y algunas fruslerías más que la señora Gibbs había usado como moneda de cambio por los últimos chismes.

Al parecer, la casa se estaba arreglando para una mujer viuda. Una tal señora Crown, que, hasta donde sabía, no tenía ningún parentesco con los condes de Landford. Sí sabía, sin embargo, que su señora tenía buena relación con lady Landford, a quien le había comprado la casa. Al parecer, se habían conocido después de que la señora Crown perdiese a su esposo, aunque no sabía mucho más al respecto. Sin embargo, sí podía contarles que, hasta hacía un año, más o menos, vivía en Cross Hill y que tanto su marido como su hijo habían fallecido víctimas de la terrible epidemia de sarampión que había asolado el pueblo. O tal vez la muerte del esposo se debiese a otra cosa, no estaba segura. Lo que sí era cierto era que las dos muertes habían sido consecutivas y que su señora no había logrado recuperarse todavía. La describía como un cadáver andante, que ni se alimentaba en condiciones, ni vivía como un ser humano. Nadie entendió a qué se refería, aunque ella no fue capaz de explicarlo de modo que los demás comprendiesen lo que quería decir.

Cada cosa que Marianne decía aumentaba el interés del público que se reunía en el colmado para escuchar las últimas noticias sobre Landford House. Todos querían conocer a la tal señora Crown, pero mientras no llegaba, se conformaban con lo que tenían al alcance de la mano: Aaron Wadlow, el hombre que se hacía cargo de todo lo relacionado con Landford House. Por lo que sabían gracias a Marianne, era el administrador de la señora Crown y también había algún tipo de relación de parentesco entre ellos.

El hombre, que debía rondar los treinta, era tan atractivo que algunas jóvenes —las más atrevidas— hacían todo lo posible por tropezarse con él «por casualidad». Las que no tenían el valor de hacerlo, se conformaban con mirarlo de lejos. Aunque, todo había que decirlo, era más frío que un témpano de hielo. Todo el mundo lo decía. Guapo a rabiar, con aquel cabello rubio cortado a la moda, unos enormes ojos azules y esa mirada conocedora que lanzaba a muy pocas mujeres, pero más frío que el invierno.

A decir verdad, si era como decían o no, nadie lo sabía, pues era tan reservado que apenas habían logrado escuchar su voz.

La curiosidad de los lugareños se vio satisfecha una mañana de octubre, cuando un carruaje se detuvo frente a Landford House y una pareja bajó de él. Y, a pesar de que la señora Crown había sido el centro de todas las conversaciones de Minstrel Valley hasta entonces, no fue ella quien llamó la atención de los curiosos que se reunían a diario alrededor de la casa para ver cómo avanzaban las obras. De hecho, apenas la vieron, pues fue su acompañante quien atrajo todas las miradas. Nunca, en todos los siglos de vida del pueblo, había pisado su suelo alguien como él. Era extraordinariamente alto, llevaba el cabello muy corto y vestía como un noble lo que, tal y como descubrieron minutos más tarde, en realidad era. Pero su rostro, o más bien sus ojos, no eran algo que hubiesen visto con anterioridad. Rasgados y oscuros, eran lo más exótico que habían visto nunca. Sin embargo, a pesar de lo fascinante que les resultaba, no pudieron evitar caer en lo mismo que cae la gente a lo largo y ancho del mundo: el miedo a lo desconocido.

Todos reconocieron que no carecía de porte aristocrático y que, les gustase o no, poseía cierto atractivo, al menos si hacían caso a algunas de las jóvenes que se habían concentrado en el colmado de Bella Gibbs para compartir impresiones en una junta extraordinaria que nadie había convocado.

Alguien llevó la noticia al coronel Grenfell, que conocía mucho mundo gracias a sus años en el ejército, y que, de todos los habitantes del pueblo, era la persona más adecuada para valorar la situación. Este, mientras daba un paseo, se había acercado a la casa de la nueva vecina y había comprobado que el noble en cuestión estaba dando órdenes a los albañiles, pues el trabajo no estaba quedando del

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