No todas las condesas saben bailar (Salón Selecto 6)

Brenna Watson

Fragmento

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Prólogo

Somerset, Inglaterra, otoño de 1840

A Hope Levenfield acababan de romperle el corazón. Y lo había hecho la persona en la que más confiaba en el mundo: George Turner. Se conocían desde hacía tanto tiempo que ella ni siquiera recordaba su vida antes de él. Siempre había supuesto que acabarían casándose, siempre. Nunca habían hablado de ello, por supuesto, pero hay cosas que no es necesario ni siquiera mencionar.

Tal vez ese fuese precisamente el problema, calibró mientras corría hacia su casa, con las mejillas húmedas y el pelo alborotado. Quizás, si le confesaba sus sentimientos, Georgie recapacitaría y rompería el compromiso que acababa de contraer con Lisbeth Sinclair. Aunque Lisbeth fuese precisamente una de las pocas amigas que Hope tenía en aquel lugar.

Entró como una exhalación y se tropezó con su padre, que se disponía a salir en ese preciso momento. Sin mediar palabra, se echó a sus brazos, sintiéndose más desgraciada que nunca.

Théodore Levenfield estaba acostumbrado a los dramas de su hija, así es que no se asustó al verla en aquel estado. Era capaz de pasar una tarde entera sumida en la melancolía solo porque su mejor vestido se había estropeado, un día entero si él la reñía por cualquier motivo, dos días si había sido incapaz de salvar a un pajarillo caído del nido… Era demasiado sensible, pensaba el hombre, que a menudo temía cómo afrontaría los golpes que, sin duda, la vida iba a propinarle.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó al fin, mientras acariciaba su cabello.

—Georgie…

—¿George? —La mención de aquel nombre no lo alarmó. No hacía ni diez minutos que los había visto a ambos charlando junto al murete del jardín, así que no podía ser tan grave.

—¡Me ha dejado! —Hope estalló en llanto.

—¿Te ha dejado? —La alejó un poco de él para observar su rostro—. ¿Acaso tú y él…?

—¡No!

—¿Te había hecho promesa de matrimonio?

—Tampoco. —El llanto redobló su cadencia y la muchacha volvió a hundir el rostro en la pechera de su camisa. A ese paso, se vería obligado a cambiarse de ropa antes de salir.

—Intuyo que había cierto compromiso entonces.

—Eh… no.

—Entonces, ¿cómo es que te ha dejado?

Hope estaba desesperada. Ni siquiera su padre lo comprendía.

—¡Pero es que íbamos a casarnos!

—¿De veras? —Era la primera noticia que él tenía en ese sentido.

—Sí, de veras.

—¿Y cuándo iba a celebrarse el enlace?

—Yo… no lo sé.

—Pero seguro que pensabas invitarme, ¿a que sí?

—¡Papá! —Hope golpeó con su menudo puño el pecho del hombre—. ¿Cómo puedes bromear en un momento así? ¿No ves que estoy destrozada?

—Hija, George y tú sois amigos desde… ni sé desde cuándo. Creo que él solo te ve como a una hermana.

—¡Buaaa! —lloró.

—Y creo que tú tampoco lo ves de modo distinto, solo que ahora estás confundida.

—¿Confundida? —Alzó el rostro congestionado y miró a su padre con atención.

—Intuyes que, cuando George se case, se acabarán vuestras correrías, vuestras salidas a caballo y vuestras partidas de naipes.

—¡¡Oh, Dios!! ¡¡Aún no había pensado en ello!!

—Pero es probable que, en algún rincón de tu cabecita, lo hayas creído sin saberlo.

—¡Pero yo le quiero!

—Estoy seguro de que sí. Y también de que él te profesa un afecto sincero. Pero eso no es amor, Hope.

—¿No?

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Créeme, lo sé. Y tú también lo sabrás cuando llegue el momento.

—¿Qué momento?

—Cuando te enamores lo sabrás. Confía en mí.

—Pero ahora soy muy desgraciada.

—Se te pasará. No perderás a George, te doy mi palabra. Tal vez ya no pasaréis tanto tiempo juntos, pero siempre podrás contar con él.

—¿Tú crees? —Hope se limpió las mejillas con la manga del vestido.

Théodore estuvo a punto de reñirla por ello, pero cambió de opinión. Aquel no era el momento.

—Estoy convencido.

El llanto había cesado, aunque Hope aún permaneció apoyada en su padre un rato más. Era reconfortante sentir su calor y el abrigo que le proporcionaban sus brazos.

—Hope…

—¿Sí? —preguntó ella, sin cambiar de posición.

—Tengo que salir.

—¿Ahora?

—Sí, he recibido una nota del abogado para que acuda cuanto antes.

—¿Ha sucedido algo grave?

—Aún no lo sé.

—Entonces debes ir enseguida.

—Sí, eso estoy tratando de hacer. En cuanto me sueltes, saldré por esa puerta.

Hope soltó una risita y al fin se deshizo del abrazo de su padre, que le dio un beso en la frente.

—Prometo que no tardaré mucho. Después de cenar, si quieres, podemos jugar a las cartas.

—¡Oh, sí!

Théodore se echó mano al bolsillo de su chaleco de forma instintiva. Su hija era una gran jugadora y debía asegurarse de disponer de suficientes peniques para la partida, aunque recordó, aliviado, que solo dos días atrás había hecho buena provisión de ellos, y que estaban guardados en un tarro en su despacho.

Intuyó que esa noche iba a tener que perder una buena suma.

***

Hope no se encontraba mejor, aunque hablar del asunto también con su madre había logrado sosegar un tanto su ánimo sombrío. Patrice Levenfield era una mujer menuda, que compensaba su escasa prestancia con un carácter dulce y práctico. Desde la butaca en la que bordaba un delicado pañuelo contemplaba a su hija, sumida a su vez en su propia labor de costura. Hope era consciente de que su madre la observaba y apenas se atrevía a alzar la vista de sus dedos, que se movían con presteza. Temía afrontar sus claros ojos azules, el único de sus rasgos que no había heredado de ella. En lo demás eran casi idénticas. El mismo color castaño de cabello, la misma forma ovalada del rostro, los labios bien delineados y, sobre todo, su apariencia menuda y delicada. Al menos era lo que todo el mundo pensaba sobre las mujeres Levenfield, como si medir un metro y cincuenta y cinco centímetros escasos las convirtiera en personas frágiles, pero Hope no conocía a nadie con más fuerza y entereza que su madre, y le gustaba pensar que también en eso se asemejaban.

Se dio cuenta de que apenas avanzaba con la aguja, como si los dedos se le hubieran adormecido y su cerebro fuese incapaz de dar las órdenes pertinentes.

—Si continúas suspirando así vas a asustar a todos los criados —comentó su madre, sin alzar la vista.

—No estaba suspirando —se quejó.

—Será el viento entonces.

—¿Qué viento? —Hope miró más allá de la ventana, donde apenas soplaba una suave brisa, y comprendió que su madre estaba bromeando—. Me alegra mucho que mi desgracia te divierta, madre.

Patrice Levenfield levantó al fin los ojos, con una ceja alzada. Hope solo la llamaba «madre» cuando estaba molesta.

—No me divierte, hija —le dijo con una sonrisa—. Es solo que creo que estás exagerando.

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