La voz que cautivó al vizconde (Salón Selecto 4)

Mariam Orazal

Fragmento

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Capítulo 1

No podía evitar la fascinación por cada imagen que destellaba ante sus ojos, a pesar de la ausencia de belleza que había en ellas. Casas de robustas fachadas cubiertas de hollín, calles embarradas y colapsadas de carretas que ni eran elegantes ni tampoco civilizadas, columnas de humo que ascendían colmadas de pavesas e iban dispersando su hedor por un ambiente ya de por sí grisáceo. Qué extraño.

Con toda seguridad, no existía motivo para el alborozo ni era lógico su embeleso por aquella composición, a todas luces desapacible y carente de encanto; no tenía nada que admirar en la desastrosa urbanidad de Londres, tan distinta a otras muchas ciudades hermosas que había conocido. Y, sin embargo, Charlotte Buckley la admiraba.

Cualquier chica de mundo, y ella lo era, desecharía por absurda aquella embriagadora emoción de pertenencia que atrapaba su pecho en un puño. Qué ridículo que el corazón le latiera con prisa y su mano agarrase con ansiedad el borde del sillón del carruaje ante la visión de un lugar nuevo, como si fuera todo cuanto había estado anhelando. No era así en absoluto.

Aunque… su corazón lo sabía mejor.

Ella era de allí. Había nacido allí, aunque no recordase haber pisado jamás ese suelo. En Inglaterra estaban sus orígenes y algunos difusos recuerdos de infancia que a menudo le abrigaban los sueños. Por más que tratase de aplicar la razón a lo que la embargaba, la inexplicable verdad era que volver a esa ciudad removía sensaciones intensas en ella. Una mezcla de tristeza y esperanza. Eso sin contar el presentimiento de que todo estaba a punto de cambiar.

—Te dije que no tenía ni la mitad de encanto que Viena o Milán.

Esa aseveración, dicha en un tono compasivo, no la desanimó lo más mínimo. Estaban en la periferia de la ciudad, adentrándose hacia el corazón de Londres, hacia Mayfair. Estaba segura de que aquella zona sería tan rutilante, fastuosa y sorprendente, como el resto de los sitios en los que había estado.

—Es perfecta.

Charlotte inclinó el rostro para enfocarlo en el cuerpo alto y robusto de su tío. Él la miraba con el ceño fruncido y una especie de disculpa en la cara, como si lamentase someterla a la ignominia de aquellas calles. Por lo general no era muy gruñón ni desdeñoso…, pero no lo podía culpar por sentir que no deberían estar allí.

Él no había ocultado en ningún momento que aquella vuelta estaría llena de recuerdos tristes. ¿Cómo no iba a comprenderlo? Incluso ella se sentía algo afectada por el pasado, a pesar de que era apenas una cría cuando abandonaron Inglaterra. Charlotte no podía negar que abrigaba en ella la pena y la melancolía, pero su dolor no podría compararse jamás al del tío Allen, quien había perdido todo cuanto amaba.

—No puedo recordar nada de esto —añadió en un susurro pensativo.

Habían avanzado ya un buen trecho y la oscuridad del barrio llamado Enfield empezaba a dar paso a otro tipo de edificios más limpios y elegantes. «Holborn», leyó en un cartel. Esa, sin duda, era una zona mucho más decente que la que acababan de atravesar.

—Eso es porque nunca residimos aquí, ya te lo conté. Tu padre siempre decía que la capital era un lugar de vicios y pecados. Prefería con mucho el campo, y la verdad es que yo también. Sí, veníamos durante la temporada para algunos eventos, pero no era lo frecuente.

Pensar en sus padres siempre provocaba en Charlotte una especie de furia contenida. No podía quejarse de su suerte, ni se lamentaría jamás de la vida que había tenido junto a su tío, pues había recibido amor y protección a manos llenas; pero ahí estaba el resentimiento, el reflejo de la injusticia que había sufrido siendo solo una niña. El accidente había arrebatado más a los Buckley de lo que ninguno de ellos había logrado asumir.

—Oh, cielo, ¿a qué viene esa mirada melancólica? Sabía que debía rechazar esta oferta.

—No. No. —Charlotte cabeceó con énfasis y le tendió una mano enguantada para apretar ligeramente la suya—. Creo que ya era hora de volver aquí, por eso insistí. Y tengo mucha curiosidad por desvelar los secretos de esta ciudad.

—Me temo que no nos quedaremos demasiado tiempo para que eso ocurra. Solo hemos cerrado un par de conciertos. No creo que estemos más de dos semanas. Debemos volver a París.

Aunque había accedido a sus deseos de aceptar el encargo —su trabajo le había costado—, el tío Allen era muy reacio a mezclarse con la aristocracia inglesa. Decía que eran los seres más altivos, soberbios y desalmados que existían sobre la faz de la tierra. Aceptar el encargo de la marquesa viuda de Kenwood había supuesto todo un salto de fe para él, pero no había podido seguir negándose cuando Charlotte empleó todo su poder de persuasión.

Llevaba más de cinco años viajando por el mundo, visitando los más hermosos lugares, conociendo a las personas más interesantes y distinguidas… y sintiendo que faltaba algo, que estaba incompleta. Ni el éxito, ni la admiración, ni el reconocimiento le habían traído felicidad, sino todo lo contrario. Cada vez que se subía a un escenario y miraba a su audiencia les ofrecía su mejor esfuerzo, la sinfonía más respetuosa y honesta que su garganta pudiera cantar, pero la sensación que la embargaba cada vez que terminaba un concierto y el público se cernía a su alrededor, rozaba la ansiedad.

Tal vez fuera porque estaba en el sitio equivocado, tal vez en Londres no se sintiese así. Tal vez allí fuera capaz de recuperar la alegría que había sentido de niña al escuchar las notas suaves y dulces que flotaban en la voz de su madre, esas que le habían cautivado y habían dado forma a sus sueños. Londres tenía que ser el sitio. Lo presentía.

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Capítulo 2

—Por el amor de Dios, ¿cómo puedes tardar tanto? —protestó Eric Chadwick, impaciente, mientras fulminaba a su hermana con una mirada que ella fingió no ver.

—El color puede serlo todo, querido. No te morirás por unos minutos más.

Aileen Fawler, baronesa Uckfield, lo miró con cariñosa condescendencia. Ella pocas veces perdía la paciencia y lo decía todo en aquel tono tranquilo y sosegado que, en las mejores condiciones, Eric adoraba, pero que se convertía en un auténtico fastidio cuando estaba al borde de la crispación. Y en ese momento lo estaba. No era que tuviera impaciencia alguna por acompañar a su madre y a su hermana a los preparativos del recital que iba a tener lugar esa noche. Aquel compromiso era solo la antesala de su día, la primera de sus paradas. Él y su padre tenían asuntos que atender; debían reunirse con el viceministro Gladstone para analizar la reforma del sistema ferroviario.

—Podría hacerlo —la contradijo—. Podría caer patidifuso en este mismo instante por la agonía de estar perdiendo el tiempo de un modo tan atroz.

—La dosis exacta de drama, sí señor —ofre

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