Tu voz entre un millón de voces (The Wave 1)

Marian Viladrich

Fragmento

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Prólogo

Quince mil voces entonaron al unísono el estribillo de Sleeplessness, haciendo vibrar el aire de la gran sala de conciertos. Miles Baker sintió el subidón de energía por todo el cuerpo. Tal vez era toda esa gente electrizada con su música, cantándola con adoración hasta desgañitarse, con los brazos en alto y los rostros sudorosos. Tal vez era el golpe final de adrenalina que producía su cuerpo para hacer frente a los últimos minutos de una larga y extenuante gira. O, quizás, solo era el éxtasis que se había metido un rato antes. No importaba. En ese momento, en ese instante, con la música invadiéndolo todo, se sintió invencible. Intercambió una mirada con James Hathaway, cuyas manos mágicas parecían volar sobre el teclado, y vio una sonrisa feliz cruzar el rostro de su amigo. James hizo un gesto de fingida incredulidad, y el cantante y guitarrista de The Wave entendió perfectamente aquella comunicación sin palabras. «Tío, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?», parecía preguntarle el teclista desde el otro lado del escenario, mientras la gente voceaba su canción. El tercer miembro del grupo, Aaron Reynolds, interrumpió aquella conversación silenciosa con un poderoso solo de batería que daba la entrada a la última estrofa de Miles.

—¡Gracias, Nueva York! ¡Es bueno estar en casa otra vez! —aulló el cantante antes de que la música acabara y los asistentes se alzaran en una algarabía de chillidos, aplausos y silbidos. El concierto había terminado y era momento de celebración.

Miles palmeó la espalda de James mientras abandonaban el escenario. Aaron los seguía con aspecto eufórico.

—Bien, chicos, muy bien. Ha sido un buen cierre de gira.

Gerry Fisher, su representante, se frotó las manos, satisfecho; sus pequeños ojos oscuros brillaban y su calva sudorosa relucía bajo las luces del backstage. Estaba exultante. La gira de The Wave había sido todo un éxito, salvo el desastre de Albuquerque, donde todo lo que podía salir mal salió peor. Pero el resto del itinerario supuso un éxito tras otro: Phoenix, San Diego, Los Ángeles, Pomona, Las Vegas, Reno, Sacramento, Eugene, Portland, Spokane, Seattle... Mes y medio sin parar, con conciertos casi diarios en buenas salas y con el cartel de «No hay entradas» colgado en taquilla. La banda, que había sacado a la venta su segundo disco en navidades, vivía su mejor momento. En una época en la que el rock parecía haber quedado relegado como música para minorías, The Wave lideraba las listas de ventas, llenaba salas y recopilaba críticas entusiastas.

Los músicos, contentos y cansados, se dirigieron hacia la zona de camerinos, mientras el resto del equipo los felicitaba. Gerry entró con los chicos en la sala reservada al grupo.

—La cosa está un poco eufórica ahí fuera, así que vamos a esperar a que se calme antes de sacaros. Relajaos aquí y os avisaremos cuando los de seguridad lo vean claro. No queremos que pase como en Los Ángeles.

Miles se rio al recordar el caos a la salida del concierto de LA. Los tres llegaron al coche con la ropa hecha jirones, moratones en las piernas y marcas de arañazos en los brazos y el torso. No había sucedido nada grave, pero su representante se había asegurado de que la situación no se repitiera con un mejorado plan de seguridad.

En la sala todo estaba listo para recibir a los músicos. Ian, o Brian, o como se llamara el último asistente de la banda (Miles era incapaz de recordarlo), había procurado que estuvieran cómodos mientras esperaban a que los hombres de seguridad consideraran la zona despejada y los chicos pudieran dirigirse al hotel para darse una ducha. Después, los llevarían a la gran fiesta de fin de gira que había organizado la discográfica para celebrar el éxito del grupo. Ian/Brian parecía salido de un coro religioso, pero debía de ser por las gafas redondas y aquel corte de pelo tipo monaguillo, porque en realidad se conocía a todos los camellos de la costa este y buena parte de la oeste, reflexionó Miles, mientras echaba un vistazo alrededor. Sí, el chico era bueno en su trabajo: mucho alcohol, comida, chicas... No faltaba de nada. Ian/Brian se acercó a Aaron, chocaron los puños al tiempo que emitían una especie de gruñido y, después, ambos desaparecieron hacia un lateral de la sala para compartir lo que fuera que había conseguido el ayudante. James ya tenía en la mano una cerveza helada y, tirado en un sofá, le hizo un gesto a una de las chicas para que se acercara. Dos segundos después la tenía de rodillas frente a él y el teclista de The Wave, con los ojos cerrados, los pantalones bajados y la cabeza echada hacia atrás, se había olvidado del mundo.

Miles abrió una cerveza. Tenía sed y toda esa adrenalina corriéndole aún por las venas. Quedaban por ahí varias chicas, las mismas groupies de siempre que los seguían de ciudad en ciudad, dispuestas a ofrecerse a cualquiera de la banda o incluso del equipo, porque una vez que el trío estaba ocupado, no hacían distingos. Había estado con la de los rizos teñidos de color rosa chicle después del desastre de Albuquerque. Un poco chillona, pero sabía mover el cuerpo y era todo lo que necesitaba en aquel momento. Hizo un gesto en su dirección y ella, con una sonrisa maliciosa, se dirigió hacia él. Miles bebió un trago largo de cerveza, la dejó sobre una mesa y arrastró a la chica hacia el rincón más oscuro de la sala. Ni siquiera se molestaría en buscar un poco más de intimidad. ¿Qué más daba? Aquel pudor entre la banda y las chicas se había perdido tiempo atrás, así que se limitó a acomodarse en un sillón y esperar su premio. La chica del pelo rosa se abrió la camisa y se subió la falda antes de ponerse a horcajadas sobre el músico. Sin besos. A Miles nunca le habían gustado demasiado y a su compañera tampoco parecían hacerle falta. Se acariciaron durante un rato con cierta rudeza, aunque ella hizo la mayor parte del trabajo, y luego la chica sacó un condón de algún bolsillo oculto en sus ropas, lo manipuló con rapidez y al instante Miles estaba dentro de ella. La mordió en el cuello, porque recordó que a ella le gustaba (en Albuquerque había suplicado varias veces que la mordiera con fuerza), y eso pareció excitarla más. Lo cabalgó con furia y Miles se corrió enseguida, sintiendo que toda la adrenalina, toda la energía, resbalaba por su cuerpo, dejándolo relajado, pero con esa sensación de vacío que solía quedarle cuando tenía sexo estando colocado.

La chica del pelo rosa le dirigió una sonrisa torcida antes de levantarse, recomponer sus ropas y regresar junto a sus compañeras. Todas conocían ya a Miles y sabían que no le gustaba que siguieran a su alrededor después del polvo. Seguramente pensaban que era un capullo, pero seguían volviendo igual. «El irresistible aura de la fama», pensó el joven con ironía mientras se abrochaba los pantalones. Se encendió un cigarrillo (sí, estaba prohibido fumar, pero ¿quién iba a decirle nada al nuevo dios del rock?), cogió otra cerveza y se dejó caer sobre el sofá junto a James, que, ya con las ropas en su sitio, charlaba con un par de chicas mientras comían sándwiches y bebían cerveza.

James caía bien a las chicas. Siempre amable y con ese aspecto de no haber roto un plato en su vida, incapaz de esconder que venía de una familia con dinero. Todo él, pese a la ropa extravagante para el concierto, el marcado delineador en l

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