Después de gretna (Los Dybron 3)

Nadia Petru

Fragmento

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Capítulo 1

—Adiós, señorita Prine. Tenga un buen fin de semana.

—Tú también, Gordon. Y cuida de esa rodilla —respondió Jill al portero del edificio donde estaba el bufete de abogados para el que trabajaba.

—Lo haré, señorita Prine. La edad no viene sola y algo me dice que no me estoy haciendo más joven.

—Imposible discutir una verdad tan cierta —contestó mientras atravesaba las puertas y el aire fresco de Back Bay le abofeteaba las mejillas.

Jill Prine trabajaba en Arn, Logf & asociados, una firma de abogados que estaba posicionada entre las mejores de la ciudad y que todos los años buscaba su lugar dentro de la lista AmLaw 100, a veces incluso lo conseguía. También era considerada una de las mejores firmas de asesoría legal corporativa. Pero no se dedicaban solo a grandes empresas y compañías. También hacían impuestos, propiedad intelectual, litigios deportivos de alto perfil mediático y divorcios escandalosos, tanto por las cifras como por los involucrados. En fin, Arn, Logf & asociados era un bufete de abogados multifacético, que no le tenía miedo a la pelea en la corte. La firma tenía como política ser agresiva y se jactaba de ir hasta el hueso, eran famosos por ello. Cuando un cliente acudía a ellos, lo hacía con la plena convicción de que no dudarían en utilizar todo el arsenal legal disponible para cumplir el objetivo. Les gustaba ganar y cobraban buen dinero por ello. Jill era solo un peón, tal vez peón y medio, en el circo de Arn, Logf & asociados. Luego de graduarse de la Escuela de Leyes de Boston hacía unos años, había ingresado como pasante y esperaba convertirse en socia en algún futuro cercano.

El edificio donde se encontraban las oficinas de la firma estaba en el Back Bay, un barrio caro de Boston, a pasos de la zona céntrica. A unas cuadras, sobre la misma calle, se encontraba el Parque de la Comunidad de Boston, el preferido de Jill. Tomó en aquella dirección en lugar de tomar la línea roja del subte para regresar a su apartamento. Había sido una semana infernal. Tanto en lo personal como en lo laboral. «Por fin viernes», pensó con alivio mientras caminaba en dirección al parque y sentía el peso de la semana a cada paso que daba. Paseó un rato por las callejuelas internas del jardín hasta llegar al corazón del parque: un lago emplazado en el núcleo, donde un grupo de niños alimentaba a los patos y gansos y a algunos cisnes de cuello elegante que estaban en el agua. Al otro lado del estanque, bajo la sombra de unos sauces llorones se celebraba una boda. Las bodas picaban la curiosidad de Jill; siendo abogada especialista en divorcios, era inevitable que se preguntara cuánto duraría la felicidad de aquella pareja. Los observó atentamente. Dada la distancia a la que se encontraba era incapaz de distinguir el brillo en sus miradas o determinar el lenguaje corporal de uno u otro, pero nada le impedía a la imaginación de Jill volar. Allí, mientras ellos se juraban amor eterno en la orilla opuesta, estaba ella haciendo apuestas consigo misma para ver cuánto duraría aquella parejita enamorada.

Lamentablemente, a sus veintinueve años, sabía que el amor tenía fecha de vencimiento. Siempre. Más tarde o más temprano, de una forma u otra, todo ese amor eterno que en un momento se juraron se transformaba en otra cosa mucho más fea y dañina. Justamente, era eso lo que más llamaba su atención y cada vez que recibía un caso nuevo se preguntaba cómo una pareja que durante cierto período de tiempo se llevó tan bien como para casarse, tener hijos y compartir un hogar llegaba al extremo de no ponerse de acuerdo en algo tan básico y simple como las visitas de sus propios hijos o quién se quedaba con qué cosa. Pero lo peor del caso era cuando una de las partes seguía amando y la otra, no. Porque allí metían la cola la saña y el resentimiento. La parte que no quería separarse hacía hasta lo imposible para hacerle la vida un infierno a la parte que sí quería divorciarse. «Tres años y un hijo en común es lo máximo que les doy», pensó desanimada.

Se levantó del césped, ya no le interesaba más jugar apuestas imaginarias sobre posibles fracasos amorosos ajenos. Tenía asuntos propios reales sobre los que hacerse problema. Les deseaba lo mejor, en serio. «Les deseo el mejor de los divorcios. Eso quiere decir que ambas partes se pongan de acuerdo en todo y no hagan una guerra de algo tan simple como una separación. Eso solo arruina a los involucrados y llena el bolsillo de los abogados; créanme, sé de lo que hablo».

Jill sabía que debía volver a casa y, a pesar de estar exhausta, no quería enfrentarse a lo que allí encontraría. Decidió continuar caminando en lugar de coger el metro. No conforme con ese ejercicio físico y mental, tomó el camino más largo. En realidad, se desvió varias cuadras hacia el extremo opuesto de South Boston, el barrio donde vivía. Era que, cuando necesitaba hacer introspección, le encantaba caminar. Algunas personas encontraban sus momentos arriba del auto, lo de Jill era la caminata. Armaba una lista de canciones acorde a su estado de ánimo, que no necesariamente tenía que ser nefasto –como era el caso–, se calzaba los auriculares y escapaba del mundo cotidiano para enfrentarse a uno peor, el suyo propio. Era difícil enfrentarse a uno mismo, pero de vez en cuando había que hacerlo. En realidad, la vida te obliga a enfrentarte a ti mismo de tanto en tanto. Desanduvo el camino recorrido y volvió al Back Bay. Paseó por las calles bordeadas de árboles de magnolias de Soulange. En primavera, se organizaban recorridos por los jardines, calles y parques de la ciudad para admirar las distintas floraciones y aromas.

A Jill le encantaba Boston. La ciudad era espléndida en toda su amplitud. Era un lugar en el que, increíblemente, se conjugaban la modernidad y el tradicionalismo en perfecta armonía. Ella siempre fue de la opinión de que Boston no había perdido ni un ápice de su personalidad a pesar del paso del tiempo y de la incorporación de las distintas corrientes arquitectónicas. Allí se mezclaban todos los estilos y le gustaba pensar en ella como una damisela que había tenido muchos pretendientes y, como no se había decidido por ninguno, había tomado lo que más le gustaba de cada uno y armado el candidato ideal, por no decir perfecto. Allí coincidían la arquitectura brutalista, la victoriana, el clásico académico, el neocolonial británico y muchas más. Siempre en las dosis correctas.

Boston era toda linda, pero tenía sus preferencias, como el barrio Beacon Hill, con su hilera interminable de casitas de ladrillo y las banderas norteamericanas en las fachadas, o el barrio por el que estaba caminando, donde las tiendas de lujo se mezclaban entre las típicas casas victorianas. Cada vez que caminaba por allí su mente navegaba por mares imposibles de conquistar. «Ya quisiera yo vivir en una casa con jardín muy prolijamente cuidado, sobre la calle Marlborough. Quizá lo consigas en otra vida, muchacha», pensó resignada, pero sin dejar ir la cuestión del todo. «Y tampoco ni aunque trabajara tres vidas. Tal vez si me tocara reencarnar en la nieta de Jeff Bezos o en la heredera de alguna monarquía, podría. Porque en esta vida una casa en este barrio y sobre esta avenida es imposible para ti, Jill Prine, así de simple. Enfréntalo», se regañó. Jill era una mujer de metas y eternas listas; y aun si lograra cumplir con todas sus m

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