Tormenta de sal (Trilogía Misterios en la Bureba 1)

Reina González Rubio

Fragmento

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Día primero

Epifanio Rodríguez caminaba, como todas las mañanas, junto a su fiel compañero de cuatro patas, Chusco, por el camino que bajaba a las salinas con la intención de coger el sendero que llevaba hasta La Magdalena. Aquel día no llegó atravesar el puente porque una cosa fuera de lo común llamó poderosamente su atención: en al arroyo de la torca, justo pegado al puente, se distinguía un considerable bulto; en un principio pensó que serían unas ropas viejas, posiblemente dejadas por algún excursionista sin demasiados escrúpulos ni respeto al paisaje, así que decidió acercarse más para investigar pero, al situarse a su lado, vio que se trataba de un cuerpo humano. Lo primero que le vino a la mente fue que era un joven durmiendo una noche de borrachera, pero al ubicarse a su altura se dio cuenta de que se trataba de un individuo adulto; un escalofrió recorrió su cuerpo al percatase que no dormía sino que estaba muerto.

El cadáver se encontraba tendido boca arriba, sus ojos estaban abiertos y una mancha de sangre, que brotaba de la zona del corazón, caía por su costado izquierdo y formaba en el suelo un charco, ya casi seco, de color granate. Pero lo que realmente hizo que su vello se erizara fue darse cuenta de que el difunto era Nicolás Alonso De la Torre, uno de los empresarios más ricos y poderosos de la provincia de Burgos e hijo muy querido y apreciado del pueblo.

Aquel día, a Dios gracias, había recordado coger el teléfono móvil. Nunca lo hacía ya que nada grave le podía pasar en sus tempranos paseos por aquel tranquilo pueblo burgalés de Poza de la Sal; además, nadie le esperaba en casa ya que vivía solo desde que enviudó. Pero, mira por dónde, aquella mañana lo hizo y así pudo llamar al ayuntamiento inmediatamente, ya que lo tenía en marcación rápida.

Le cogió la llamada la chica de la Encarna, que trabajaba allí desde hacía un tiempo como secretaria. No sabía cómo explicarle con lo que había topado de tan azorado como estaba. Al final consiguió hablar a trompicones. Al principio no le entendía la muchacha, pero cuando comprendió la gravedad de la situación le dijo, muy nerviosa, que no se moviera del sitio y, sobre todo, que no tocara nada, que iba a hablar inmediatamente con el alcalde para llamar a la Guardia Civil. Tiempo atrás el pueblo tenía cuartel propio, pero eso fue hace años, cuando había muchos vecinos; ahora eran cuatro gatos y el puesto más cercano estaba a trece kilómetros, en la localidad de Oña.

Obedeciendo el mandato se quedó sujetando al Chusco, que quería olisquear al muerto y no paraba quieto. En el pueblo se conocían todos, el difunto era unos doce años más joven que él; pertenecía a una familia rica que siempre había tenido buenos campos de cultivo propios y era dueña de varias salinas. Luego el padre se embarcó en el negocio de los corderos, que mataba en el pueblo y repartía por la provincia, y más tarde inició un próspero negocio dentro del sector de la construcción, cuando los hijos de los que se fueron querían hacerse un chalet o remodelar las antiguas casas familiares.

El chico muy listo no era, pero el padre lo mandó a estudiar a Madrid; en el pueblo se decía que había intentado entrar en Económicas en la universidad que los jesuitas tenían en Bilbao, pero que el chaval, por mucha donación que hiciera el padre a la Iglesia, era demasiado torpe para ser admitido. La verdad era que tardó el muchacho en hacer la carrera y al final se puso a trabajar con el padre, que ya tenía los negocios hechos, y ahora esto.

¡A ver si se daba prisa la chica y venían pronto los guardias! ¡Qué mala suerte ir a tropezar con el cadáver!

***

Tere Martín llevaba más de cinco años trabajando en el ayuntamiento. Había tenido que volver al pueblo al ponerse enferma su madre y no tener nadie quien cuidara de ella. En aquella época se acababa de divorciar y, justo dos meses después, cerró el taller de arreglos de coches en el que trabajaba llevando los papeles de la oficina; el mundo se le vino encima y ya no quería seguir en Madrid. Al volver al pueblo estuvo un par de años sin encontrar faena, pero poco antes de agotar el paro se colocó en el ayuntamiento. Era un trabajo cómodo, al fin y al cabo era un pueblo pequeño, y aunque en verano y fiestas se animaba mucho, en invierno apenas había personal. Por eso, cuando Epifanio le comunicó el hallazgo del cadáver, dejó todo el papeleo que estaba haciendo y corrió hacia las dependencias de alcaldía, y tan atolondrada como estaba, ni llamó a la puerta.

El alcalde, Jesús Padrones, no se podía creer lo que le acababa de comunicar Tere al entrar apresuradamente en su despacho. No le extrañaba que, con lo educada que siempre era ella, hubiera entrado sin llamar como un huracán. Desde que estaba al frente de la corporación este era el suceso más impactante que había ocurrido en el pueblo. Debía ir a buscar a algún otro concejal para bajar a las salinas y sopesar la situación.

Blas Quintana, segundo teniente alcalde, se encontraba aquel día por casualidad en el ayuntamiento. Tere le había llamado para firmar unos papeles urgentes que debían salir para Diputación, y allí fue, con su mono de trabajo, que le había pillado arreglando el tractor. Nada más entrar por la puerta se respiraba un ambiente tenso, y cuando Jesús le dijo, más bien le gritó, que había aparecido un muerto en las salinas, y quién era el difunto, se quedó pasmado. No le dio tiempo a decir palabra porque los dos salieron corriendo de la Casa Consistorial para ir al encuentro de Epifanio.

—¡Ya estamos aquí! —Gritaron en cuanto divisaron al hombre que había encontrado al muerto y que en ese momento estaba de pie, apoyado en la barandilla del puente, e intentaba controlar al perro, que parecía muy nervioso.

Al ponerse a su altura miraron el cadáver y se llevaron las manos a la cabeza.

—¡Menudo lío, San Dios! —juró Blas.

—Mala publicidad para el pueblo. Muy mala —dijo el alcalde.

—Según se mire —replicó Epifanio—, que con este incidente salimos en los periódicos y puede que venga más personal.

—Joder, joder, joder —repetía Blas como un latiguillo mientras era incapaz de apartar sus ojos del difunto.

—Esto no es América, aquí no van en peregrinación a visitar el lugar donde ha aparecido un fiambre —apostilló el alcalde.

—No hay duda de que lo han asesinado, ¿verdad? —aseguró Epifanio.

—Muerte natural no ha sido, pero ya he llamado a la Guardia Civil, ellos sabrán qué hacer. De momento intentaremos mantener el escenario lo más limpio posible, que nadie toque nada, que en cuanto algunos se enteren bajan para aquí y lo mismo se quieren llevar un recuerdo —señaló Jesús Padrones en su papel de regidor municipal.

***

Al recibir el aviso la patrulla de la Guardia Civil acababa de salir de la localidad de Terminón, donde habían realizado una inspección de rutina, y tomaron la carretera que conducía a Salas de Bureba, pero no se detuvieron en el pueblo como tenían intención de hacer para tomar un café en el bar de la plaza; les esperaba un cadáver en la siguiente localidad y se lanzaron a la carrera hasta allí.

Alfredo López conducía aquel día el coche. Estaba en prácticas en el cuerpo y no le disgustaba hacerlas en el área de seguridad ciudadana de un puesto pequeño. Le g

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