Cerezos sin flor (Trilogía Misterios en la Bureba 2)

Reina González Rubio

Fragmento

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El principio

En la esquina norte de uno de los huertos de cerezos situado junto al río, protegido por la imperturbable peña rocosa, podían observarse, aún altivos, los esqueletos de algunos viejos árboles. El paso de los años, y el abandono, les habían hecho perder algunas de sus antiguas ramas para convertirse en sarmientos retorcidos unidos a un tronco hueco de raíces podridas. Nunca más volverían a lucir en otra primavera sus delicadas flores de finos pétalos, blancas o rosadas, que más tarde se convertirían en el dulce y carnoso fruto bermellón. Su destino estaba irremediablemente unido al de las tierras huérfanas de manos que las trabajaran, áridas y olvidadas, abandonadas por campesinos hartos de una tierra fértil, pero incapaz de quitarles el hambre.

Hasta que un día, cansados de añorar el campo abierto, aquellos agricultores ya mayores, que habían pasado su juventud hacinados en pequeños pisos sin horizonte, quisieron volver a la tierra baldía que dejaron a su suerte.

El propietario de la pieza situada al cobijo del risco, Vicente Arce, había regresado definitivamente al pueblo después de jubilarse en una empresa de Bilbao y estaba empeñado en recuperar la era, que había pertenecido a su familia durante generaciones, para devolverle la vida que nunca debió perder. Después de tanto tiempo encerrado en un taller de calderería, haciendo soldaduras, necesitaba respirar en espacios abiertos y ver el cielo mientras trabajaba; pero, sobre todo, lo que añoraba era ver florecer los cerezos en primavera cubriendo con su manto blanco el verdor de los campos y saber que su sudor, producto del duro trabajo, formaba parte de aquel milagro.

—Antes lo tenías que haber hecho —le estaba diciendo su amigo Joaquín—, que te los has dejado perder y eso es un sinsentido.

Vicente no contestó, sabía que tenía razón, pero nunca pensó, cuando formaba parte de la diáspora de labradores desahuciados, que regresaría al pueblo para volver a trabajar la tierra. El día que su mujer y él desertaron del lugar para ir a Bilbao, no quisieron volver la vista atrás y juraron no retornar; pero ya ella estaba muerta y el piso de Baracaldo se quedaba muy grande para un hombre solo; y la hija, que se había ido a vivir a un chalet en Munguía, iba poco a visitarlo. La añoranza comenzó a ser insoportable.

—¡Estás ensimismado! ¡Espabila! —Oyó que le gritaba su amigo.

—Pensando en la chica y en los nietos —respondió.

—Pues deja de pensar; que ella haga lo que quiera y tú, tranquilo, que aquí nunca vas a estar solo. Eso ya lo sabes, porque han sido muchas las veces que lo hemos hablado.

Su amigo no mentía ni decía las cosas por hablar; la pequeña localidad de Terminón, con apenas veinte vecinos empadronados, era mucho más que los habitantes de una aldea. Claro que había sus cosas, ¡qué familia no las tenía!, pero todo se arreglaba tarde o temprano.

Joaquín enfiló la salida del pueblo, pasando por la bonita iglesia románica de la Natividad, y detuvo un momento el tractor en el cruce, más por precaución que porque esperase encontrar algún coche en la vía. Como era normal, no vio ningún vehículo, y condujo lentamente un pequeño tramo de carretera antes de coger el desvío que llevaba al río donde, al cobijo de la peña, se extendía la pieza de los cerezos.

Al llegar allí bajaron del tractor y se pusieron a andar entre los árboles, tropezando con algunas raíces secas.

—No sé yo si podremos salvar mucho —dijo su amigo con preocupación—, mira que te los podía haber cuidado yo si hubieras hablado.

—Entonces esto no valía nada. Cuando yo la heredé era más un estorbo que un beneficio, aunque ahora las cerezas están en alza, e incluso los japoneses vienen hasta aquí en autobuses para hacer fotos de los cerezos en flor; y también se hacen ferias, para mostrar el producto, que atraen a mucho personal. Pero hace unos años, dime, ¿quién quería esto? Nadie.

—Algo recuperaremos —apuntó Joaquín, que no quería hurgar más en los sentimientos de su amigo Vicente y, además, sabía que no le faltaba razón.

—Ya sé que el cerezo es un árbol delicado, el puñetero.

—Sinceramente —murmuró Joaquín mientras aparcaba el tractor—, no sé si lograremos recuperar algo. La poda es muy importante para su cultivo, y mantener el árbol en perfectas condiciones es fundamental para conseguir un buen fruto.

Vicente se agachó y, en cuclillas, tomó un puñado de tierra que dejó escapar poco a poco entre sus dedos; y, mientras la arrastraba la suave brisa, dijo a su amigo, sonriendo:

—Con un poco de mimo, para junio recolectaremos cerezas de este campo. Que no se diga, Joaquín, que un par de carcamales no pueden hacer milagros.

Joaquín lanzó una carcajada, sacó las tijeras de podar de la parte de atrás del tractor y comenzó a desinfectarlas con una disolución de agua y lejía, para que los cerezos no contrajeran ninguna enfermedad.

—Anda, vamos a desmochar —señaló mientras se dirigía a cortar los viejos árboles—. Recuerda que tienes que seccionar por la parte superior y en ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Me acuerdo, Joaquín, ¡que todavía no tengo demencia senil! ¡Anda que no lo habré hecho mil veces de chico!

Al llegar a la esquina, ambos se quedaron mirando a unos frutales de tronco reseco y ramas sin vida.

—Estos están más muertos que vivos —apuntó Vicente mientras pasaba la mano por la corteza carcomida.

—Yo creo que será mejor arrancarlos y plantar nuevos en primavera.

—Pero tardarán unos cuantos años en dar fruto.

—Estos, compañero, nunca lo van a dar, ni siquiera puedes aprovechar una rama para enraizar, ya que están todas secas. Anda, trae la azada y manos a la obra, vamos a quitarnos antes esta labor; y luego, cuando veamos los que están sanos, seguimos con la poda.

Vicente se dirigió al tractor y cogió las azadas y las palas que llevaban consigo en el remolque. Al llegar a la altura de su amigo, que estaba sopesando cuántos árboles debían arrancar, le tendió una de cada.

—¡A por el primero! —gritó en cuanto tuvo la azada en su mano y comenzó a retirar la tierra para dejar las raíces al descubierto.

Retiraron cuatro de los árboles, cuando Joaquín posó sus ojos en un quinto que estaba medio podrido.

—Yo creo que también debemos quitar este. —Se dirigió hacia el árbol y lo observó con detenimiento—. Aún no está muerto, pero dudo mucho que se pueda recuperar.

Su amigo lo miró y después echó un vistazo al frutal, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las gotas de sudor de la frente que hacían que esta brillara bajo la luz del otoño. Los años se notaban cada vez más a la hora de hacer un esfuerzo físico, pero intentó sobreponerse.

—¡Cuánta madera! —exclamó antes de coger la azada.

—Se la llevaremos al Eusebio, que le gusta tallar figuritas con ella. Igual puede aprovechar algún trozo.

Joaquín excavó con fuerza la tierra reseca, destripando los duros terrones, hasta que la azada dio con algo duro.

—¡Malditas raíces! —expresó entre dientes.

Hundió más el utensilio en la tierra y volvió a tropezar con algo duro.

—Trae la pala —le gritó a su amigo.

Vicente se

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