Matrimonio por la fuerza (Los Knightley 3)

Ruth M. Lerga

Fragmento

matrimonio_por_la_fuerza-3

Prólogo

Donwell Abbey, a un mes de la Pascua de 1817

La discusión se prolongaba ya casi una hora y no parecía que hubieran avanzado en absoluto. Cada Knightley tenía una propuesta diferente para la temporada de aquel año, quizá la más importante para la familia, y con la fuerza de carácter que los definía era difícil llegar a un acuerdo.

En la biblioteca, en dos sillones gemelos destinados casi siempre para sus esposos, estaban sentadas las dos duquesas: Helena y Jimena. Dado el avanzado estado de sus embarazos, era donde se encontraban más cómodas.

En pie, molestos con toda la situación y con una copa de brandy servida que no se beberían, se encontraban los dos hermanos Knightley: Marcus, duque de Neville y cabeza de familia, y Rafe, duque de Tremayne.

Y en un sofá similar, a un lado de sus cuñadas, estaban Angela y Beatrice, las hermanas Knightley, las pequeñas, las protagonistas de la discusión aunque poco les dejaran opinar al respecto.

—Solo digo que no quiero perderme el nacimiento de mi primer hijo, ni sus primeros meses de vida. No creo que sea egoísta… —intentaba explicarse Rafe.

Jimena, su esposa, daría a luz en un par de meses a su vástago.

—¡Tu hermana necesita una guía en su primera temporada! Y se diría que Angie es casi una debutante también —le replicó su mujer—. Ni Helena ni yo podemos estar allí…

Fijó la vista en el techo antes de mirarla a ella.

—¿No quieres que esté contigo, acaso?

—Desde luego que lo deseo, pero a veces no es cuestión de lo que queremos, sino de lo que debemos hacer.

—Sigo pensando —los interrumpió Helena, cuyo parto se esperaba en un menos de un mes— que si nos vamos todos a la ciudad enseguida, estaremos allí para cuando llegue el momento… los momentos. Podemos supervisar la temporada de Angie y Beatrice, ellos —miró a los duques— estarían con nosotras y…

—¡Y un cuerno! —la atajó Marcus, su marido—. Te quedas aquí y no hay más que hablar.

—Eso también va por ti, Jimena —se apuntó Rafe a la regañina—. Los niños nacerán en el campo.

—Serán niñas —lo corrigió su hermano mayor—. Serán dos niñas sanas y preciosas como sus madres. Una pelirroja y la otra morena.

—Como si me importara, mientras nazcan en Donwell y no en Londres.

Beatrice, que todavía no había dicho nada —era tímida y detestaba las confrontaciones—, se atrevió a participar.

—Yo nací un dieciséis de junio. En realidad, podría debutar el próximo año en lugar de hacerlo este y a nadie le extrañaría.

—No. —El duque de Tremayne, el menor de ambos, había abandonado la diplomacia cuando su esposa, media hora antes, había amenazado con mudarse a España hasta que su bebé naciera con el único propósito de enfadarle más.

—O comenzar la temporada en mi cumpleaños —continuó la joven, tratando de ayudar—, de aquí a tres meses, cuando…

—Beatrice, debutarás cuando sea preceptivo —la detuvo Marcus, en tono firme pero más amable.

La muchacha, a pesar de todo, insistió.

—El año pasado Angie dejó la temporada a medias, no sería descabellado…

—El año pasado fuimos demasiado indulgentes con tu hermana, me temo, si creéis que este año podéis hacer lo que queráis.

—¡Neville! —lo regañó Helena, su mujer—, solo intenta ayudar. No es ella quien se está poniendo difícil.

—Es cierto, sois vosotras quienes…

—De acuerdo. —Se puso en pie la duquesa de Tremayne, cansada de tanta discusión inútil—. ¿Qué proponéis?

Su marido, que la conocía bien, se puso alerta.

—¿Qué quieres decir, querida?

—Que qué es lo que proponéis, querido. —Tenía la cara del gato que se había comido al canario. Rafe comenzó a preocuparse—. Helena y yo nos quedamos en Sussex y vosotros, amantes esposos como pocos, os quedáis con nosotras para ver nacer a nuestras hijas, y digo «hijas» porque tu hermano ha decidido en su ducal arrogancia que quiere que sean niñas. ¿Es así?

—Así es —refrendó Marcus, satisfecho, recibiendo una mirada de advertencia de Tremayne a cambio de su bravuconada.

—Y Angie y Beatrice se van a Londres… ¿con quién?

Helena comenzó a sonreír. Conocía a su cuñada y sabía que ganarían la batalla y la guerra entera. No en vano su padre era el mejor general en la historia del Reino Unido.

—Con quien nuestros sabios maridos decidan, Jimena —la apoyó.

—Oh. —Marcus movió la mano como si el asunto de la acompañante fuera solo una pequeña molestia—. Sin duda habrá alguien que pueda hacerse cargo de mis hermanas y de la situación.

Su esposa lo corrigió, al punto.

—Las tías de tu abuela ya fallecieron, así que habría que contratar a una carabina. O a dos, dado que son dos las jóvenes cuya reputación hay que salvaguardar.

—¡Pues lo haremos! —espetó, con fastidio—. Y no se hable más. ¿Estás de acuerdo conmigo, Rafe?

Su hermano asintió por pura solidaridad masculina, pero sabía que su esposa guardaba una jugada ganadora. En efecto, no se equivocaba. La española hizo jaque mate al decirles:

—Un último detalle: ¿quién les explicará a esas desconocidas que las hermanas Knightley, nietas e hijas de duque y hermanas de dos duques, sin duda las joyas esta temporada, no podrán ser cortejadas ni acercarse siquiera al mejor partido de Gran Bretaña, y por qué?

El marqués de Belmore sería, sin duda, el caballero al que todas las madres querrían para sus hijas. Por lo que había trascendido, sus finanzas no eran las mejores y se decía que estaba necesitado de una heredera, sin embargo, era marqués, joven, apuesto y tenía mucho encanto. Angela y Beatrice eran hermosas —sobre todo la segunda—, tenían una dote cuyo importe nadie conocía con exactitud pero que se sabía elevadísimo y toda la sociedad esperaría que las cortejara tanto como que una de ambas lo eligiera por esposo.

Lo que nadie conocía era que un secreto con cuatro años de antigüedad hacía que las familias no se tratasen. Ni se soportasen. O, más bien, los caballeros fueran los que no pudieran ni verse.

—Si ese desgraciado se acerca a ellas… —amenazó Neville.

—No podrás hacer nada porque no estarás allí —replicó con diversión su duquesa—. No lo sabrás siquiera.

El duque de Tremayne dejó con un golpe seco su vaso de brandy, lleno, sobre la mesa, y miró a las dos jóvenes. Estas estaban lívidas.

—De acuerdo, ninguna de las dos iréis a Londres, fin de la discusión —terció el segundo de los hermanos.

—¿Cómo osas negarles la temporada social, Rafe? —lo increpó Jimena, alarmada.

Su esposa lo conocía bien y se temía que estuviera hablando en serio.

—A mí no me importa esperar otro año —confesó en voz baja Beatrice.

—¡No esperarás doce meses solo porque tus hermanos se comporten como asnos! —gritó Helena, fuera de sí—. Marcus irá con vosotras y yo me quedaré en Donwell, con los Tremayne.

—¡Al diablo la temporada! —negó el aludido, para mirarla con fastidio—. Y te gustan los asnos, lo sé.

—Nos iremos todos a Londres, entonces —dijo la otra—. Tendr

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