Para siempre Juliet (Las Dankworth 5)

Mile Bluett

Fragmento

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Capítulo 1

Finales de enero de 1880

Abandonar su querido Stratford-upon-Avon en un carruaje rumbo a la estación ferroviaria más cercana estuvo a punto de arrebatarle una lágrima a Juliet, pero sabía que no estaba bien llorar en público y aunque sus padres la habían apoyado siempre, para que no se sintiera atada a las costumbres de la sociedad, aquella situación, desconocida la obligaba a comportarse de la forma más prudente posible. Juliet sabía que el mundo exterior era muy diferente a su pequeño universo en el pueblo donde había crecido. Lo constató las pocas veces que salió de viaje con la familia. Y aunque no la asustaba, sí sentía que algo se quebraba en su interior. ¡Ya nada volvería a ser como antes!

El sonido proveniente de las ruedas del ferrocarril acompañaba el susurro de sus pensamientos. No le permitía olvidar que desde ese día la vida feliz que tuvo con su familia quedaba atrás. Aunque, tal vez, no era consecuencia de su partida. Desde 1874, cuando su amado padre, el doctor William Dankworth, falleció por unas fiebres que se lo llevaron muy pronto, su hogar no se recuperó. La situación económica de los Dankworth no pasaba por el mejor momento, y las hijas tuvieron que llenarse de valor y enfrentar la nueva realidad.

Las hermanas Dankworth habían crecido protegidas por el amor de su madre, Cordelia, quien las preparó, sin saberlo, para su destino. Su antigua profesión de institutriz, aunada a la fascinación del padre de las muchachas por la lectura, las inspiró para que devoraran todos los libros de su pequeña pero bien provista biblioteca. La madre siempre creyó que debían ser duchas en muchas artes y ocupaciones, y a las señoritas les gustaba aprender.

Beatrice, la mayor, dominaba el arte de preparar un buen guiso y estupendos postres; Portia había heredado la sensibilidad de su padre por las letras; Miranda dibujaba con una gracia increíble y Ophelia había dado buen uso a su educación, decantándose por la labor de institutriz. Sus hermanas mayores supieron enfrentar el penoso giro de encontrarse, de pronto, jóvenes, solteras y sin dote. Y con la frente en alto y el alma llena de esperanza dijeron adiós a su hogar en busca de un mejor futuro para ellas y para las que dejaron atrás.

Llegado su momento, cada una de las hermanas siguió el ejemplo de la mayor, Beatrice. Y aunque Cordelia sentía su corazón romperse con la despedida de sus hijas, no tuvo fuerza para detenerlas. Sabía que eran extraordinarias y debían salir a conquistar su porvenir.

Juliet jamás imaginó que irse también sería su suerte. Sus hermanas intentaron convencerla para que se quedara haciéndole compañía a su madre, pero tampoco le daría paz. No quería ser una carga para nadie, y si las demás habían mostrado su valía, ella estaba decidida a corresponder el esfuerzo.

Cuando se planteó la posibilidad de ganarse la vida, caviló sobre cuál faena se le daba mejor. Primero pensó en colocarse como institutriz y seguirle los pasos a Ophelia, su corazón bondadoso y su amor por los niños podrían hacerle más fácil esa opción; pero Cordelia decidió recurrir a sus conexiones y apareció en el horizonte una alternativa para nada despreciable.

En el tiempo que la señora Dankworth había trabajado como institutriz, tuvo la oportunidad de conocer a la señora Gertrude Seward, una bella mujer que, ya entrada en edad, al conocer de sus intenciones de colocar a su hija, le abrió las puertas con un puesto hecho a la medida para una madre que dejaba ir a su pequeña hija de diecisiete años, con la angustia de no estar ahí para protegerla.

Juliet no pudo negarse ante la petición de su madre. Terminó por aceptar el ofrecimiento. Le brindaba la oportunidad de partir a Londres, donde vivían dos de sus hermanas y a quienes podría recurrir de ser necesario para algún consejo o guía.

Cuando se despidió de su madre, hizo un gran esfuerzo para que no notara que se marchaba con el alma rota. La iba a extrañar demasiado, tanto como ya añoraba a sus hermanas. La pérdida de su padre, aunque había ocurrido hacía algunos años, aún no dejaba de dolerle. Era difícil vivir sin su fuerte y protectora presencia. El doctor William Dankworth había dejado en su familia un influjo muy presente. Ese pesar, unido a la urgencia de dejar la casa donde creció y se dedicó a coleccionar experiencias, le daba vueltas en la cabeza una y otra vez.

Esperaba que la señora Seward, para quien trabajaría en adelante, fuera tan buena y justa como su madre le había asegurado; sería una suerte para una muchacha sin dote ni herencia. Su padre solo le había podido legar un hermoso tomo de cuero y letras doradas que consistía en su único bien material de valor sentimental.

Aquel libro era amado por el vínculo con su progenitor, y era el responsable de su poca fe en el amor, o en las decisiones que se toman bajo su influencia. El texto no era otro que Romeo y Julieta, de William Shakespeare, de quien el doctor Dankworth había sido un ferviente admirador, tanto como para construir toda una vida en el pueblo de donde era originario el autor.

Al principio, aquella historia la hizo crecer con ilusiones en el amor romántico; pero tras conocer el dolor de la pérdida de su padre y ser testigo de una decepción amorosa de una de sus hermanas, cambió de opinión. Por nada del mundo quería tener un amor como el de Romeo y Julieta para su vida. Su sacrificio ya no le parecía meritorio, concluyó que los protagonistas de la historia fueron dos jóvenes impulsivos que no pensaron en las consecuencias de sus actos. Se juró que nunca haría una locura por amor, y estaba muy segura de ello, pues era una jovencita muy centrada y juiciosa.

Tras el largo viaje y sus reflexiones, la ciudad de Londres quedó de nuevo ante sus ojos. La había visitado muy pocas veces y siempre le había fascinado con la llegada, pero tras los primeros días la emoción la abandonaba y la embargaba un enorme deseo de regresar. El exceso de gente agitada, los animales sobre aquellas calles atestadas de carruajes, los ruidos incesantes y los variados olores, a la par que las edificaciones enormes y próximas, le daban una sensación de bruma, de la que no se podía librar hasta pasado un buen rato.

El día de su arribo fue diferente. Lo gris del panorama, producto de la época invernal, en vez de atormentarla, terminó por aumentar su melancólico estado y más que abrumarse tuvo deseos de llorar. Tras abordar un carruaje y ser llevada hasta Berkeley Square, donde se levantaba la enorme mansión en la que serviría, descubrió que, en esa zona del West End tan elegante de Londres, su aprensión por los tumultos de gente no la incomodaría demasiado. Las mansiones eran amplias y poseían vastos jardines que en primavera de seguro lucirían verdes y florecidos.

Se presentó con su mejor cara en Seward House, la residencia de una familia adinerada que había aumentado la fortuna heredada al apostarle al comercio de los lingotes de acero.

La recibió el ama de llaves, la señora Hudson. Juliet solo deseaba una taza de té caliente y un sitio donde poder cambiar sus vestiduras por unas más templadas, y la mujer pareció leerle la mente porque se lo ofreció con prontitud.

—Esta será su habitación. Ha llegado usted antes de lo previsto —le comentó.

—El viaje no tuvo contratiempos y me permitió llegar anticipadamente.

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