Cuando sonríes

Erica Vera

Fragmento

cuando_sonries-4

Capítulo 1

La tierra que la vio nacer

El mar lo devuelve todo después de un tiempo, especialmente los recuerdos...

Carlos Luis Zafón

Buenos Aires. 2016.

—Uh. Me olvidé de contarte. Hoy te llamó tu madrina —dijo Jimena mientras terminaba de secar el plato que le alcanzaba Damaris—. Atendí porque no dejaba de sonar y pensé que era importante, perdón.

—Está bien. Vi la llamada. Me escribió también.

—¿Y?

—Nada. No le he dicho nada.

—¡¿Por qué?! Deberían saber lo que pasó.

—No. Y no me vas a convencer.

—Creo que deberías contarles, Dami. —Le acarició la mano en el intercambio de vajilla y le sonrió con dulzura. Aún pese a los días que habían pasado y los antiinflamatorios que había tomado, seguía llevando la marca de la mano de su marido en el rostro.

—No creo que sea buena idea. Podría llegar a provocar una tragedia. No.

—No estás sola, amiga.

—Lo sé. ¡Gracias!

—Entonces...

—Entonces... cuando me recupere, analizaré qué hacer. Yo no quiero volver y ser una carga para nadie, Jimena. No quiero que se compadezcan de mí. Ya tú sabes.

—Sí... pero allá está tu mamá, tu familia. Creo que...

—Lo sé. No creas que no pienso en ellos.

—¿Y entonces?

—Entonces, nada. Por ahora no pienso volver y es decisión tomada.

—Te vas a arrepentir y lo sabés.

Jimena y Damaris se acostaron a dormir sin hablar demasiado. La noche caía sobre el departamento que compartían en la capital porteña desde hacía unas semanas. Sin embargo, una de las dos no podía conciliar el sueño. Como cada vez que hablaban sobre su tierra, todo volvía a comenzar. Los recuerdos regresaban como disparos que dolían como el primer día. Todo lo que había vivido en República Dominicana afectaba sus días en el presente y estaba segura de que afectarían su futuro para siempre.

Se acarició la cicatriz del labio que, de a poco, iba sanando y se rebulló en la cama. Al cabo de unos minutos de pestañear en la negrura de la habitación, se sentó y tomó el celular para releer el mensaje de su madrina Margarita:

Margarita: Mi niña, la casa no es la misma sin usted.

Su madre la extraña, la necesita... igual o más que yo.

Vengase, aunque sea de visita.

¿Estaba bien lo que hacía? ¿Era correcto condenar a toda su familia por culpa de los recuerdos? ¿Debía alejarse de sus seres queridos para olvidar? Cerró los mensajes y googleó el precio de los pasajes. Conocía de memoria los montos exactos y cada tanto controlaba si había habido alguna variación. Sabía, también, cuándo y en qué fecha serían más económicos. Enseguida ingresó un día cualquiera de agosto y encontró lo que ya sospechaba. Caro, muy caro.

Aunque quisiera volver, no podría.

Jimena desayunaba sobre la pequeña mesita de la cocina: dos tostadas y un café con leche. Damaris se levantó cuando escuchó la puerta cerrarse. No deseaba cruzarse con la mirada punzante de su amiga; sabía que podía ser insistente cuando quería. Desde que ella había llegado con las marcas de su marido en el rostro, Jimena intentaba convencerla de que se marchara a su tierra, aunque más no fuese de vacaciones. Insistía en que debía alejarse de Tom, de sus malos tratos y del infierno en que se había convertido su matrimonio.

Con las pantuflas puestas y la bata suelta en el cuerpo, caminó hasta la cocina y puso la pava. Sonrió. Jimena, siendo argentina, no tomaba mate. Ella, dominicana, amaba con pasión aquel «brebaje» del que se enamoró apenas llegó. Colocó la yerba en el recipiente, lo giró dejando la boca sobre su palma, y lo batió unos segundos. Le agregó un poco de azúcar e insertó la bombilla tal y como había aprendido a hacer.

Se sentó con los pies estirados y contempló el edificio que le tapaba el sol. Odiaba vivir rodeada de cemento y ruido. Si algo extrañaba de su pueblo era el silencio y la naturaleza. Últimamente, los días se hacían cada vez más pesados porque las imágenes de su casa, del mar y de su familia la sorprendían a cada momento. Jimena tenía razón. Debía volver. Debía llenarse el alma de cariño, de abrazos y sobre todo de amor... del bueno, del sano.

La tarde la encontró en la misma posición y la sorprendió el horario. Debía alistarse para ir a trabajar. Había aprendido a viajar en subte y a hacer las combinaciones necesarias para ahorrarse dinero y tiempo. Al principio le había costado; todo era nuevo para ella. Sin embargo, su curiosidad y, más que nada, la necesidad la instaron a moverse por la ciudad como si fuera una porteña más.

—Hola, ¿Cómo están? —saludó con una sonrisa enorme; la misma que siempre llevaba clavada en el rostro. A nadie se le ocurriría pensar que sufría, que su alma dolía y mucho. Eran pocos los que sabían la verdad y la razón sobre su labio partido y el moretón que su nariz aún cargaba.

—¡Damaris! ¡Por fin! —Walter se acercó y la abrazó con fuerza—. No se te ocurra dejarme otra vez con estas bichas. ¿Qué te pasó en la boca?

—Nada... Estoy bien.

—Pero mirá cómo tenés...

—No es nada, Walter. Déjalo. Cuéntame... ¿Qué te han hecho? —Lo abrazó para alejarlo del escrutinio y así entraron a la cocina del restaurante donde trabajaban.

—¿Qué hiciste? ¿Dónde fuiste?

—A ningún lado, cariño. Descansé mucho. —Damaris había tenido que pedir unos días obligada. No quería presentarse a trabajar en el estado en que la había dejado Tom después de la última pelea. Una semana para curarse las heridas de la piel. Las del alma... llevarían mucho más, si es que algún día sanaban—. Salimos con Jime a comer y a tomar algún trago por ahí, pero nada más.

—Una semana de vacaciones y... ¿vos te quedás durmiendo en tu casa?

—Créeme que lo necesitaba. —¡Qué bien mentía! ¡Cuánto había aprendido de él!

Walter y Damaris saludaron a los cocineros y al resto del staff de Pentos, el famosísimo restaurante de Puerto Madero. Gisela y Pía sonrieron con picardía cuando la vieron llegar.

—Pero miren quién volvió... —comentó Gisela cruzándose en el camino de Damaris.

—No empecemos, Gisela. —Se interpuso Walter.

—Sí, mejor. No vale la pena. ¿Vamos, Pía?

Las dos se alejaron del pasillo, dejando una estela de veneno en el aire.

—No les hagas caso.

—Es que no las entiendo. ¿Cuál es su problema?

—No les des bola. Vamos. Victoria ya debe haber llegado.

Victoria era prima de Jimena. Así fue que Damaris había conseguido aquel puesto de trabajo aun siendo indocumentada. Aquel era un gran favor que le debía a su amiga y a Victoria también. Porque arriesgarse a perder el restaurante era una gran posibilidad. Los controles en Capital Federal eran exhaustivos, y cada vez que alguien con traje y corbata entraba preguntando por la dueña, Damaris temblaba.

—Ay, pero ¡qué bonita! —Victoria la abrazó y, de a poco, recuperó la calma que Pía y Gisela le habían arrebatado con sus gestos. Su jefa, al igual que Jimena, sí sabía qué había ocurrido. Había tenido que contarle para poder pedirle los días necesarios.

—Gracias. ¿C

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos