La isla de los secretos (Un romance en la colonia 1)

Arlene Sabaris

Fragmento

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Capítulo 1

El jinete galopaba desafiando los vientos; atravesaba el prado saltando las más altas cercas y llegaba al pie del frondoso árbol de roble donde ella a veces lo esperaba, con su vestido blanco de volados y encajes que se agitaba al aire. El galope se detenía de pronto, el jinete bajaba y corría hasta su encuentro, para pasear su mano por la suave mejilla, deslizarse al arco de su espalda y allí perderse. «¡Otra vez imaginando escenas imposibles!», Alonso Romero se amonestó a sí mismo y caminó lejos del árbol que en el patio interior, agitado por la brisa, había inspirado tales pensamientos.

Esa tarde de cálido verano, el viento llegaba desde el sur trayendo consigo el salitre del mar Caribe en cada soplo. El joven caballero soñaba despierto mientras se paseaba por el jardín de la inmensa casa colonial ubicada a poca distancia de la Plaza Mayor, en el mismo centro de la ciudad, y esperaba a que la dueña de la propiedad hiciera alguna pregunta. Había llevado los más recientes reportes de producción de la hacienda a la condesa Angelique Saint -Hilaire, viuda de Valette.

Alonso no era el típico administrador de fincas de la ciudad de Santo Domingo; este gérant, como prefería llamarlo la viuda, ostentaba un porte elegante y disfrutaba de un atractivo que ya habían perdido la mayor parte de administradores en la isla. Justo debajo del arco de ladrillos, donde el patio y el traspatio se dividían, detuvo su paseo inacabable para observar el cielo con rostro preocupado, y con ambas manos echó atrás sus cabellos y se estrujó la frente, después se cruzó de brazos y se recostó en la pared del arco para esperar el veredicto. La joven mujer, sentada en una poltrona en el interior de la casa a solo unos metros de él, agitaba su abanico en rítmico vaivén mientras leía con profunda indiferencia los documentos que daban cuenta del rendimiento de sus fincas. Pensaba con mucho cuidado cómo abordaría el tema que sí le interesaba discutir con su gérant y que nada tenía que ver con cosechas de cacao o café.

Las nubes grises cubrían el cielo, que poco a poco iba perdiendo su azul ante la amenaza de tormenta. Un par de sirvientes recogió con afán los floreros de barro que adornaban el patio interior. La brisa arrebataba las hojas más débiles a los árboles más fuertes y seguía acariciando con moderada algarabía cada espacio donde la dejaban pasar.

La falda en color blanco flotaba unos centímetros por encima del piso enladrillado, cuando Angelique, inquieta como siempre, se levantó de la poltrona que ocupaba para devolver los documentos al gérant. La tarde se despedía sin sol cuando un destello rojizo serpenteó el cielo iluminando las nubes y anunció un trueno de proporciones apoteósicas, que parecía romper todas las paredes a su paso. Gritó sobresaltada y llevó ambas manos al centro de su pecho. Los papeles se desperdigaron por el suelo; la brisa aprovechó el descuido y regresó impetuosa, esta vez con más fuerza, amenazando con derribar cualquier cosa en su camino. El mayordomo llegó desde el salón y se apresuró en recoger los papeles que ya volaban por todas partes, mientras Alonso socorría a la viuda llevándola lejos del patio a todo vapor. Los sirvientes corrieron a cerrar las puertas de madera, y los cerrojos las atravesaron con su pesado hierro. El ruido se detuvo, y con este, la violencia que la naturaleza estaba por desatar afuera.

—Será un huracán de espanto. Debe estar por llegar...

—¡Pero si hace apenas un instante, el cielo estaba claro! ¿De dónde han salido esas nubes odiosas para arruinar la tarde? Agh, me irrita tanto cuando tienes razón —respondió Angelique mientras tomaba asiento en una de las sillas de roble del comedor.

—Las aguas del norte están agitadas desde hace al menos un día, ya he mandado a guardar el ganado y los caballos antes de venir. Has de saber que será imposible hacer la tertulia aquí o en cualquier otro salón de la capital, ni mañana ni ninguno de los otros días de esta semana —replicó el joven Alonso sentándose a un par de pasos de ella.

— Haremos la tertulia, no hay tormenta que pueda detener mi fiesta de aniversario, quizás tendremos que esperar unos días, pero la haremos de todas formas. Ella va a estar ahí... ¿es por eso? ¿Tienes miedo? ¡Has invocado a los dioses de los esclavos con tal de no hablar como corresponde con ella!, ¿verdad? ¿De eso se trata tu afán de disuadirme? ¿Tan lejos ha llegado tu cobardía, Alonso Romero?

—No puedo comprender a qué te refieres con tales aseveraciones, que por demás son ridículas.

—Quizás sucede que has bailado la danza de los primeros moradores de estas tierras para que se desate un diluvio y puedas guardar tu secreto un tiempo más... pero no importa a cuántos dioses reces; eres tan testarudo como una mula, pero al final deberás rendirte a la verdad, como debemos hacer todos los mortales alguna vez en la vida.

—Te entusiasmas con facilidad, y en tu cabeza se construyen ciudades repletas de posibilidades que no son más que una ilusión para el resto de nosotros, los mortales, como dices.

—¿Entonces no debo responsabilizarte por esta horrorosa tormenta? ¿No tienes nada que ver en ello?

—No he bailado para la diosa Guabancex; y por todos los cielos, Angelique, en estas tierras se le llama «huracán». Así lo llamaban los indígenas, y con justa razón. Este trae mucho viento, el aire está caliente.

—Tal vez deba creerte... ¿Durará más de un día? El estruendo, la lluvia, el fuego en el cielo me causan las peores pesadillas... No puedo más que recordar a mi difunto esposo, Dios guarde su alma, y bien sabes que a veces escucho los pasos lentos de sus botas...

—No lo sé, pero este viento durará toda esta noche, deberías mandar a cerrar bien los postigos.

—No volverás hoy a Andiarena, haré que te preparen el aposento.

—No pensaba irme, si osara salir con este clima, mi caballo se echaría a correr sin freno y me dejaría en el primer barrizal disponible.

Ambos rieron al imaginar semejante escena. La lluvia comenzó a caer afuera, y pronto fue necesario que un sirviente encendiera las teas del salón y las velas blancas que descansaban sobre los candelabros de la mesa, a pesar de que aún era temprano.

La viuda miraba a su gérant con ternura maternal, y sabiendo que podía despertar su ira, lo abordó al fin con el asunto que la atormentaba.

—Alonso... puede que seas el administrador de mis tierras, pero antes que eso, eres un amigo leal y me odiaría por siempre si no te lo dijera. Debes saber que el amor es mucho más que un vulgar compromiso ante extraños, no permitas que un secreto inútil te impida apreciar las bondades de un sentimiento verdadero.

—Hablas como si alguna vez te hubieras enamorado.

—¿Me dices que eres incapaz de sufrir mi tristeza si un día me ves llorando?

—Me conoces demasiado y sabes que jamás podría serme indiferente tu tristeza. Eres una amiga fiel y espero honrar con nobleza esa amistad.

—¿Entonces sí puedes entender el dolor, pero no el amor? ¿Te das cuenta? Así como no necesito llorar tus lágrimas para sufrir contigo, no necesito enamorarme para saber que tú estás enamorado... tal vez no amé nunca a mi pobre esposo, pero si un día mis ojos llegaran a brillar con el esplendor con el que bril

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