Orgulloso, desconfiado y... guapísimo (Contigo a cualquier hora 3)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

El sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte, los tonos anaranjados del cielo esparcían su esplendor por las copas de los pinos que rodeaban la pequeña casita de madera en la que vivía Cam. Ese mismo día, el grupo de niños y niñas que estaban de colonias en su granja-escuela habían vuelto a sus hogares. A ella le gustaban los pequeños, por eso cuando heredó la propiedad a la muerte de su abuela, dejó su apartamento en San Vicente de la Barquera y se trasladó a la granja. Primero acondicionó la casa donde habían vivido sus abuelos en el refugio rural. Luego, con la ayuda de algunos ganaderos del pueblo, adquirió gallinas, corderos, cabras, ponis y un par de vacas. Con el tiempo, el número de animales había crecido. Le encantaba que los niños aprendieran que la leche no salía del supermercado, igual que los tomates, los huevos y las patatas, que tanto les gustaban.

Al negocio le costó arrancar, Cam recorrió todos los organismos educativos con su proposición, y la mayoría de ellos le decían que había tenido una excelente idea y que ya la llamarían. Pero, cansada de esperar las llamadas que nunca llegaron, se puso en contacto con las asociaciones de padres de los colegios, y contratando a monitores diplomados, el primer grupo dio paso a muchos más. Los niños solían pasarse una semana en las instalaciones, en las que aprendían de dónde salían los alimentos que consumían.

A pesar de que le sería más cómodo llevar su negocio desde su apartamento, puesto que tenía unos eficientes profesionales que cuidaban de que todo funcionara a la perfección, le gustaba la vida en la granja. La carita de los pequeños cuando salían a recoger los huevos o al ayudar a la cocinera a preparar las comidas con lo que ellos mismos habían recogido en el huerto no tenía desperdicio. Algunos más avispados hacían comentarios realmente graciosos cuando se daban cuenta de que la comida no salía de la nevera.

A Cam le gustaban los niños, y había pensado en varias ocasiones en adoptar a uno, pero siempre lo dejaba para más adelante.

Tener un hijo quedaba descartado, hacía dos años había tenido una relación que le rompió el corazón, y no estaba dispuesta a hacer sufrir a un niño, su hijo, por el capricho de ningún hombre. Todos los que conocía pensaban en pasarlo bien, en deportes y nada de compromisos; y si les hablaba de niños, la miraban como si estuviera loca. Más de uno le dijo, sin ambages, que no entendía cómo podía aguantar a los mocosos todas las horas del día.

En esos momentos, envuelta en la tranquilidad que la rodeaba, con una cerveza en las manos y con el bello paisaje que disfrutaba desde el porche de la pequeña casita de madera que se construyó un poco apartada de la vivienda principal, se daba cuenta de la suerte que tenía. Si alguien le preguntara en ese momento lo que era la felicidad, habría respondido sin dudar: escuchar el silencio en su pequeño paraíso privado.

Por supuesto, le gustaba salir con sus primas y amigos a divertirse. Pasaba algunas noches en la casa de su tía Águeda, sobre todo cuando iba a la ciudad. Esta había sido como una madre para ella, cuando sus padres se divorciaron siendo una niña. Su padre, que había conseguido la custodia, la dejó con su hermana Águeda; y cuando al cabo de un año volvió con una nueva pareja, la relación entre la niña y la novia del padre dejó patente que no se gustaban la una a la otra. Su tía convenció a su hermano para que dejara a Cam a su cuidado y que fuera a verla cuando quisiera. Las visitas fueron frecuentes al principio, pero poco a poco se distanciaron cada vez más.

Con su madre fue algo muy distinto, era una aventurera nata; al verse libre de su marido, arregló los papeles con la abuela de Cam para que ella heredara la propiedad y se fue a empezar una nueva vida. De vez en cuando le mandaba una postal de donde residía, no estaba mucho tiempo en ningún sitio. De pequeña, Cam siempre le preguntaba a su tía por qué sus padres no la querían, y esta le contestaba que la amaban a su manera. A sus treinta años, se daba cuenta de que sus respuestas eran mentiras piadosas.

El cielo ya estaba tachonado de estrellas cuando Cam escuchó sonar el teléfono móvil, lo sacó del bolsillo trasero de su vaquero, donde siempre lo llevaba, y sonrió a la pantalla cuando vio que era su tía Águeda. Al contestar, y escuchar lo que le pedía, una gran sonrisa se dibujó en sus labios y terminó a carcajada limpia, así que la mujer le contó lo que quería hacer. Le dijo que no se preocupara, que disponía de unos días libres en los que había pensado hacer un corto viaje, pero que lo dejaría para más adelante, que la ayudaría en todo lo que quisiera.

Al cortar la llamada, su rostro mostraba picardía. Al día siguiente iba a irse a Santander, sería una estancia muy divertida.

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Capítulo 2

«Me voy a casar».

Estas cuatro palabras dichas por Matías a sus hijos adultos fueron el desencadenante. Lo que siguió, se parecía mucho a una conocida canción… ¿Quién es ella? ¿Dónde la has conocido? ¿A qué se dedica?

Desde que su padre les anunció sus intenciones, Ricardo estaba que se lo llevaban los demonios. Seguro de que quién fuera, solo estaba interesada en la fortuna familiar.

Sentado en su despacho del segundo piso del restaurante Los Pórticos, del que era propietario, junto con la web Speeddating@Selectas.com y el local de citas a ciegas que ocupaba el primer piso, Ricardo Ríos no podía concentrarse en los documentos que tenía delante. Al fin se levantó y fue hacia el gran ventanal que daba a la plaza Velarde —en esos momentos miró el reloj, era casi mediodía—, que estaba llena de gente apresurada bajo sus paraguas. La visión era un lienzo multicolor en movimiento.

Su humor era tan gris como las nubes que cubrían la ciudad. Nunca habría pensado que su padre, con lo que había amado a su madre, estuviese haciendo planes de boda. 

Era bien sabido, en todo Santander, que Matías Ríos era un muy buen partido. Poseía la cadena Mar Cantábrico Televisión. Además, era un hombre muy atractivo, sociable, divertido... Ricardo sabía de buena tinta que no era ningún santo, solía frecuentar su local de citas a ciegas, y a pesar de las normas y el funcionamiento estricto, que su padre se saltaba a la torera, solía irse siempre acompañado. 

Él, que era el hijo mayor, había vivido muy de cerca la angustia, el dolor y la desesperación cuando su madre enfermó de cáncer y murió después de una larga lucha contra la enfermedad. Todos quedaron devastados, y parecía que su padre no iba a levantar cabeza; pero gracias a su trabajo y al apoyo de su hijos y compañeros en la cadena, al fin decidió seguir viviendo, al comprender que a su esposa no le hubiese gustado verlo sumido en la pena.

Ricardo pensaba en los años pasados, su padre pensaba a menudo en su madre, la nombraba en las conversaciones con sus hijos, no quería que nunca se olvidaran del amor que

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