Anisi, la locura con amor y anís se cura (Ebrias de amor 5)

Ava Cleyton

Fragmento

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Prólogo

De cuando Anisi conoció a las chicas, hace casi un año.

Aquí estoy, a las puertas del teatro donde acabo de hacer el ridículo más espantoso de la historia. Y es que solo a mí, a Ana Isabel Domínguez, se me ocurre presentarme a una prueba de talentos para cantar. ¡En qué hora! Vale, me chifla cantar. Me lanzo a cualquier karaoke que me proponen. Por supuesto que canto en la ducha, canto cuando me pongo crema hidratante, cuando conduzco. ¡Hasta cuando bajo al súper! Pero de ahí a creer que lo hago como una profesional va un mundo: mi madre. Aunque ya soy mayorcita para seguir haciéndole caso, no sé de qué manera consigue convencerme ¡siempre! Los próximos que cumpla ¡cuarenta! Cambio de década. Y algún que otro tonto me dirá aquello de que a los cuarenta todo entra…

En fin. Lo de hoy ha sido vergonzoso. No solo me han cortado la canción a la mitad, que ya que empiezo la podía haber terminado. ¡Digo yo! Es que encima uno de los miembros del jurado, que tiene fama de borde y va de tipo duro por la vida, insensible, una de las estrellas de la cadena, me salta: Ana Isabel te llamabas, ¿verdad? Verás. Creo que has venido aquí a tomarnos el pelo. No tenías otra cosa mejor que hacer. ¿Me equivoco? Y has pensado: Pues si hoy canta hasta el tato. ¿Por qué yo no?

—¡Uy, para nada! —le contesté yo más nerviosa que cuando me saqué el carnet de conducir. Tan fuerte cogí el volante durante el examen que tuve los brazos agarrotados casi una semana—. Amo la música. Lo juro. Quizás me haya puesto un pelín histérica…

—¿Un pelín solo? Vaya, al menos eres optimista —intervino otro miembro del jurado, una humorista que a mí, personalmente, no me hace ninguna gracia.

—Anda. Mejor será que te dediques a hacer cualquier cosa menos esta. En serio. No pierdas el tiempo porque te aseguramos que no tienes talento.

La verdad es que me he escuchado y tampoco lo hago tan mal… ¡A ver! No me lanzo con Mónica Naranjo o algo de eso. Soy consciente de mis limitaciones. De las que se escucha siempre que puede. No solamente cuando canto. También cuando mando una nota de voz. Eso es de chulas, como dice Penwoman, mi influencer favorita. Eso y muchas otras cosas que me alegran la vida. Paqui —no le gusta que la llame mamá, y mucho menos madre—, opina que ya se me ha pasado el arroz para esas tontás y que parezco una adolescente con la agenda que llevo: la Penagenda poderosa. Una monada de tapas luminosas en tonos rosas con purpurina. Pero es que, cómo decirte, necesito algo en mi vida que la ilumine. Que abra mi bolso y me la encuentre ahí, esperándome, con sus pegatinas cuquis y sus mensajitos happies. Que bastante jodido es mi día a día como para apuntarlo todo, pachasco no iba a ser despistada, en una libreta gris, de tapas negras o granates. El rollo serio no me va. Por mucho que mi madre insista en que debería comprarme una agenda de piel, como Dios manda. Y ya de paso aprender a cocinar. Según ella, que parece de Tolosa, (to-lo-sabe, hija mía), el motivo por el que sigo soltera —y entera, le contesto yo mientras le guiño un ojo— es porque no sé ni freír un huevo. Pues sí. Tan avanzada con el empeño de llamarla por su nombre y tan tradicional para otras cuestiones. Ni canto bien, ni cocino. Nadie es perfecto. No sé hacer estas cosas ni muchas otras. Pero hablo por los codos. Y eso es una virtud, ¿o tampoco?

Al salir de la audición llamé a mi madre y le dije:

—Bueno, que sepas que los del jurado me han puesto a caer de un guindo. Tu hija no tiene oído. Espero que después de este episodio bochornoso me dejes tranquila. ¡Ay, Paqui! Si yo voy a seguir cantando. Pero no me vuelvas a pedir que me presente a ningún concurso más en la vida. Ha habido un momento en el que rezaba internamente para que apareciera Harry Potter con la capa de invisibilidad. ¡Te lo juro!

—¡Qué exagerada! ¿O sea que el hortera ese te ha dicho que no sabes cantar? No tiene ni idea. Pero tú ni caso, mi vida.

—¡Paqui!

—¿Qué? A ver si te piensas que los cuchufletas como él entienden de canto. No saben reconocer el talento. Ellos se lo pierden. Oye, escucha.

—Rapidito, porfi. Me voy pitando al coworking que tenemos fiesta de disfraces.

Coworking. Me costó un mes explicarle eso del coworking. Ella, evidentemente no lo llama así. «Cousítin», «el sitio tuyo», «trabajito» o «su despachito» si se cruza con alguna de sus vecinas que le preguntan por mí son sus maneras características de referirse al sitio que comparto con otros emprendedores, autónomos de toda la vida, en Móstoles, cerca de donde vivo. Es incapaz de asimilar el término y ni se molesta en aprenderlo. ¿Pa qué?, me pregunta.

—¿Una fiesta y de disfraces? ¡Ay, no me lo digas: has vendido un piso y lo vais a celebrar, ¿a qué sí?!

¡Qué mal rollo! Estos últimos meses, desde que acabó el verano más o menos, han sido desastrosos. No he cerrado ni una operación. Soy freelance inmobiliaria. Y estoy que me subo por las paredes. Como no venda algo este mes no sé qué narices le voy a contar a mi casera. Mi imaginación también tiene sus limitaciones. Paqui me dice que no me preocupe. Es pensionista. Papá (a él nada de llamarle por su nombre, «moderneces de tu madre ni una», me decía medio serio, medio en broma) falleció hace unos años y ella cobra un buen dinerito. Pero no me apetece sangrarla más de lo necesario. Lo único que tiene que hacer ahora es disfrutar de su vejez. Lleva unos años que no para de viajar. También se ha apuntado a baile. Vamos, que tiene más vida social que yo.

—No precisamente. A este paso me veo echando currículums hasta para repartidora en motocicleta de comida a domicilio.

—Pues es un trabajo muy digno también. Hablando de comida, he preparado tuppers y pensaba llevártelos ahora. Que mañana, viernes, me voy a pasar el fin de semana fuera.

—Cómo no.

—Claro, cariño. A Valladolid. Si quieres me acerco a tu despachito. Te he hecho croquetas de mejillones, empanada de bonito y pollo en salsa.

Como para aprender a cocinar. ¿Pa qué?

—Una cosa: ni se te ocurra decir que llevas croquetas. O empanada o pollo en la bolsa, ¡que desaparece! Hoy la comida casera cotiza más que las acciones del Zara. Y lo del disfraz es por Halloween.

—Ah, jalogüin. Es verdad. Que he visto a los chiquillos vestidos de vampirillos al salir de casa. No me acordaba. Pero, entonces, ¿tú también te disfrazas? Ana, hija…

—¡Mamá, por Dios! No empieces otra vez con lo de que soy mayor para ciertas cosas. ¡Hoy no es el día, te lo aseguro!

—¡Que no me llames mamá, leñes!

Vale. No me la merezco. Lo sé. Seguro que piensas: «¡Qué cabrona, cómo trata a la pobre Paqui!». Pero os prometo que, como todas las madres, sabe sacarme de quicio cuando menos debe hacerlo. Que nunca es buen momento, también. Pero es que ese era uno de esos días en los que piensas: «¿qué más me puede pasar?».

Así fue como me dirigí al coworking y nada más entrar me encontré con mi madre y su codiciada bolsa con mi mercancía. La invité a que se uniera a la fiesta pero al parecer había quedado para irse al bingo. Me había llevado el disfraz en una mochila y así no tendría que pasar por casa. Porque de hacerlo me hubiera tirado al sofá, hubiera abi

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