Chus y vino... bálsamo divino (Ebrias de amor 4)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Chus Chupito, así me llaman mis amigas de los jueves borrosos. Yo hubiera preferido algo con más glamour. Con más estilo. ¡Pero cualquiera dice nada a mis gamberrotas! Además, mi nombre es María Jesús y tampoco es para lanzar cohetes.

Tengo treinta y ocho años. Pienso que estoy en la flor de la vida de la naturaleza humana, pero mi madre, siempre metiendo el dedo en la herida, dice que se me está pasando el arroz y que soy más vieja que las chanclas de Jesucristo. No le hago ni caso, si no muy mal iría.

Me gustaría decir que a mi edad, y viviendo en el barrio de Salamanca, llevo una vida pletórica y feliz. Pero nada más lejos de la realidad. Mi vida es una CACA. Así, con mayúsculas. Una cacota como un castillo.

Si no fuese porque trabajo en lo que me gusta, soy catequista en un colegio y canto en un coro, y bueno, por las reuniones de las noches de los jueves con mis amigas: Anisi, Verónica, Romina, Teresa y Elena, no sé qué habría sido de mi existencia. Es posible que tal vez fuese asesina —Dios me perdone—. Pero no una asesina de ir matando gente y esas cosas, que yo no soy nada violenta. Solo una asesina de madres.

En realidad de una sola madre.

De la mía. No es broma, no. Bueno, un poco sí. Jamás la haría daño. Creo.

Nadie puede saber hasta qué punto me siento atada a ella. Me tiene más vigilada que el bombo de la lotería un 22 de diciembre. No me extrañaría que al nacer me hubiese implantado un chip y por eso siempre sabe dónde me encuentro a cada momento.

Mi hermana me dice que no entiende cómo la soporto. ¡Yo me pregunto lo mismo! ¡Necesito libertad!

Anais, o lo que viene siendo lo mismo, Ana Isabel —la llamamos Anisi— dice que me pasa todo esto porque aún no he conocido a nadie que me haga tilín. ¡Y pongo a Dios por testigo, que soy capaz de hacer cualquier cosa! —bueno, cualquier cosa no, pero lo intentaría— para encontrar a mi hombre ideal. Se ve que ese hombre no es el mismo que quiere mi madre para mí. Cada vez que conozco a alguien comienza a decirme: «¡Este no quiere una mujer, quiere una criada!» o «¡Ándate con ojo que tiene pinta de pervertido!».

Conozco más que de sobra a mi madre, y ella sería feliz si yo me enamorase de un hombre que vistiese uniforme. Un bombero, un policía, un soldado, un marine —esto último me lo he sacado de la manga, pero vi de refilón un capítulo de los Seal, y uno de los actores se grabó en mi memoria—.

El caso es que como acto de rebeldía contra ella —poco más puedo hacer— jamás me fijaría en un hombre así. Me niego a dejar que crea que ella lleva la razón. Es tan… acaparadora, que hay veces que me dan unas ganas de tirarla por la ventana que «pa qué». Admito que la idea se me ha pasado un montón de veces por la cabeza y me doy miedo a mí misma.

Tampoco vayamos a pensar mal, ¿vale? Quiero mucho a mi madre. Es verdad que me pone muy nerviosa. Estar con ella es como entrar en un baño público para hacer pis, sin pestillo. Pero yo sé que ella se preocupa mucho por mí. Sobre todo desde que me independicé y me fui a vivir yo sola a mi ático. De hecho siempre hace que Ramona, la mujer que la cuida y le cocina, me prepare tupperware con comida. Bueno, también lo hace porque de ese modo paso a verla a su casa casi todos los días. La verdad es que apenas nos separan un par de calles de distancia.

Eso dice Teresa —Tere para los amigos—, que ya que me he ido de mi casa, tenía que haberme marchado un poco más lejos. En realidad me lo dijo con sus palabras: «Tira millas, ábrete de aquí, Chus. ¿No te das cuenta de que te va a tener “controlá”?».

Pero yo tampoco quiero irme más lejos. Mi trabajo y todo lo tengo aquí.

Quiero un montón a mis amigas. Nos conocimos hace tiempo de un modo muy peculiar. Era Halloween. Esa fiesta no me gusta nada porque creo que no tiene nada que ver con los Santos. Además, que esos disfraces de momias, vampiros y monstruos me dan más miedo que a Pinocho una hoguera.

El caso es que ese día yo estaba en el colegio, cantando en el coro y, para no ser diferente de mis compis de curro, me había disfrazado de angelito. Mi madre me hubiese hecho un par de fotos de haberme visto con mi corona plateada y mis alas de purpurina. Estaba tan mona yo…

Justo cuando estábamos cantando:

Señor, me has mirado a los ojos,

Sonriendo has dicho mi nombre…

Me sonó el teléfono.

Quise resistirme con todas mis fuerzas a contestar. Sabía quién era. Tenía el móvil guardado en el bolsillo en modo vibrador y me vibraban hasta las pestañas.

—Vaya por Dios —tuve que decir al final cuando mis compis empezaron a mirarme raro.

Me aparté del grupo.

—Mamá, me has pillado muy mal ahora, estaba en lo más interesante de la canción. ¿Te pasa algo, corazón?

—Necesito que vengas a verme pronto, María Jesús. Me he caído y tengo un esguince en el pie. Eso dice el médico, pero yo creo que me lo he roto.

—Claro, mamá, porque tú sabes mejor que los médicos qué es lo que tienes, ¿verdad?

—¡Conozco mi cuerpo perfectamente!

Yo también lo conocía. Y su voz cuando mentía.

—¿Y cómo que has ido al médico? ¿Quién te ha llevado?

—Tu hermana, que estaba aquí con las niñas para pedir la tontería del truco o trato, pero ya se han ido.

Y como se habían ido me llamaba a mí. Esa era mi cruz.

Recogí mis cosas, me despedí de mis compañeros y cogí mi coche. Tengo un Volkswagen Touran de siete plazas, blanco, porque siempre me han gustado los coches grandes. O como dice el anuncio, «porque yo lo valgo».

Puedo prometer y prometo que iba hacia la casa de mi madre, pero no sé qué me pasó. Puse la música a tope —yo siempre escucho canciones cristianas, o casi siempre, que últimamente me está dando por otras cosas—, pisé el acelerador, y cuando me quise dar cuenta... me había perdido.

Me detuve al ver el letrero de una tienda. Sus luces rojas y amarillas parpadeaban como si me estuvieran haciendo una señal. Eché el freno de mano y durante unos minutos estuve allí quieta, parada. Mirando a través del parabrisas sin ver nada. Entonces sentí que algo tiraba de mí hacia la tienda. Solo cuando estuve cerca de la puerta fue que me di cuenta de que era un establecimiento regentado por un señor chino. Antes todo Madrid estaba lleno de ultramarinos, pero las tendencias han cambiado mucho estos últimos años.

Creo que en ese momento me despejé y algo extraño cruzó por mi mente.

Quería emborracharme. Lo necesitaba. ¡Yo, que me ponía tonta pisando una chapa de cerveza!

De repente me volvió a llamar mi madre al móvil:

—María Jesús, hija, ¿vas a tardar mucho?

Me enfadó su tono, de modo que sin pensar, fui impetuosa y respondí:

—¡Mamá, no! Esta noche te quedas sola. Ya no aguanto más… —Seguí hablando mientras saludaba con la cabeza al dependiente. Un hombre chino de aspecto agradable.

Colgué y de la rabia me eché a llorar.

—Buenas noches, ¿está abierto todavía? —pregunté.

—Sí, claro. Chino Juan siempre abre —contestó con simpatía.

Me limpié las lágrimas con la manga. Se me había corrido el rímel.

Al fondo vi una botella que, para ser honesta, no había visto en mi vida, y hacia allí fue que me dirigí. Cuando quise agarrarla, una loca disfrazada de Anabelle la sujetaba con fuerza. Y antes de darme cuenta llegó otra vestida de bombera —que, por cierto, enseñaba más que tapaba, la muy osada.

Las tres discutimos. Yo no mucho porque no soy tan ordinaria. Pero en conclusión, terminamos compartiendo la botella en el parque que había frente al local, junto con un unicornio llamado Romina, y Verónica, una repartidora de pizzas vestida de bruja.

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Capítulo 1

Conducir los viernes por Madrid para mí no solo era un reto, sino que era una aventura. Incluso una temeridad desde el mismo momento en que arrancaba el coche y debía esquivar la multitud de columnas del parking. Que digo yo… ¿para qué ponen tantas?

Además, era poco entendible que los arquitectos diseñaran plazas de aparcamientos tan pequeñas. Menos mal que poco a poco las columnas las habían ido forrando, o medio forrando, con un material parecido a la gomaespuma, de lo contrario, al seguro del automóvil de toda la comunidad de vecinos le habrían añadido una nueva clausula dejando exentos los raspones por columnas. Y aun así todos íbamos marcados como reses, ¡parecíamos una banda! Ibas conduciendo y cuando te cruzabas con otro coche, decías:

—¡Mira, si es el vecino!

Siempre hay alguien que preguntaba:

—¿Cómo lo sabes?

—Por el raspón de la puerta trasera.

Y lo saludabas y el vecino te saludaba a su vez.

Pero lo peor de conducir un viernes no era solo eso, sino que cuando al final lograbas salir del parking, te metías derecha dentro de un señor atasco.

Recuerdo que una vez que venía del hospital con mi madre, que, por cierto, se llama Diana, dijeron por la radio que la DGT —Dirección General de Tráfico— advertía que para ir a Valencia había más de trescientos kilómetros de caravana. O séase, que salías parada desde el parking. Que además me dijo mi madre:

—María Jesús, ¿por qué no vamos a Valencia?

Justo el día que más tráfico había, pensé.

—¿Por qué quieres ir a Valencia? ¿Qué se nos ha perdido allí?

—Nada. Es para saber si es verdad lo del atasco.

Que todavía me sigo preguntando: ¿y qué más da?

Pero si hay algo más que me molesta que conducir un viernes por Madrid es coger el transporte público. Me ha tocado hacerlo alguna vez y puedo asegurar que no es plato de buen gusto, sobre todo cuando el vagón del metro está a reventar, que no cabe ni un alfiler a martillazos, y no sabes si la mano que tienes en el trasero es tuya o del señor de al lado. —Quiero pensar que era mía—.

Ese viernes no había tenido más remedio que coger el coche porque don Antonio, el párroco de la iglesia, necesitaba que le hiciera un favor importante.

He de decir que ese hombre era digno de admiración. Siempre pensaba en los niños y en las personas necesitadas más que en sí mismo. Su corazón era enorme. Tanto que el pobre ya había sufrido dos infartos debido a los disgustos. El último había sido porque unos vándalos habían entrado en la parroquia y le habían robado un altavoz de la sacristía.

Es cierto que altavoces había muchos, pero este era muy bonito. Tenía forma de micrófono; admitía pen drive, wifi y distorsionaba la voz como en las películas de secuestros. ¡Anda que no nos lo habíamos pasado bien en los Santos Inocentes haciendo bromas!

—¿De verdad que no te importa hacerlo, María Jesús?

—No, don Antonio, de verdad, no es molestia.

—Yo te acompañaría…

Sacudí la cabeza.

—No hace falta. Me pongo el GPS y llego en menos que canta un gallo.

—De acuerdo —asintió él—. Recuerda coger dos. Uno que sea plateado y otro dorado.

—¿Y si no hay de ese color?

La cara de don Antonio fue un poema cuando se encogió de hombros indeciso. ¡Para poner penitencias no lo pensaba tanto! Te mandaba una ristra de padrenuestros con sus consecutivos avemarías, sin una pizca de remordimiento.

—Pues no sé… —titubeó.

¡No era tan difícil! La otra opción era el color negro. No existían más tonos y él lo sabía.

—Bueno, yo lo traigo igual —le dije. Veía que le estaba poniendo en un brete.

Me subí en el coche sin esperar a que él dijese nada más y hasta que no salí a la autovía no me atreví a poner la música. Jesucristo Superstar a todo volumen. ¡Lo que me relajaba a mí ir cantando! Era como si la música me envolviera y me protegiese de cualquier cosa. Algo así como un escudo.

El GPS me advirtió que debía desviarme a la derecha para alcanzar a doscientos metros una rotonda. No me quedaba mucho para llegar al polígono de Cobo Calleja. Allí vendían de todo.

Me detuve detrás de un vehículo que estaba cediendo el paso a los que en la glorieta le salían por la izquierda.

Canté con potencia: Mi templo es para rezar…

El vehículo de delante hizo algo extraño. Se abrió un poco como dejándome paso. Fruncí el ceño, sin dejar de cantar. Aquella parte de la canción me gustaba mucho.

Por el rabillo del ojo vi que el coche que tenía a la derecha hacía lo mismo y entre los dos me formaban un pasillo.

Me sentí halagada y agradecida. Lástima que no pudiese pasar todavía. En la rotonda seguían cruzando muchos coches, pero era un detallazo que pensasen en mí.

Un Ford negro se puso a mi lado. El conductor, muy amable, me saludó con la mano. Le devolví el saludo acompañado de una sonrisa. ¡Qué gente tan agradable los de aquella zona! Tenía que decírselo a mis amigas del JB. Sobre todo a Anisi, que vivía muy cerca, en Móstoles. Seguro que ella ya lo conocía.

Suspiré. Esas pequeñas cosas de la vida me hacían muy feliz. No soportaba ver a la gente malhumorada y enfadada gritando por cualquier cosa.

Alcé la mirada al retrovisor. Como si fuese un milagro observé por el espejo una hermosa cruz que lanzaba destellos azules muy brillantes. Era tan bonita que me dejó sobrecogida y obnubilada. Me sentí especialmente bendecida por la gracia de Dios.

Qué pena que por culpa de unas estrepitosas sirenas no pudiese oír la siguiente canción en la lista, La última cena.

Golpearon con fuerza el cristal de mi ventana y me sobresalté. Era un tipo moreno, uniformado. En el lado izquierdo del pecho llevaba una placa pequeña que ponía «Jesucristo». Apagué la música. ¡Ese tipo se llamaba Jesucristo! Ahora sí que sí. No podía ser otra cosa que un milagro del Señor. Todas las señales me llevaban a él.

Abrí la puerta intentando no parecer ansiosa por presentarme y bajé del coche.

—¿Se puede saber que está haciendo, señora? —me preguntó de muy malos modos—. ¿No se da cuenta de que está interrumpiendo una persecución policial?

No entendí.

—¿Cómo dice?

El maleducado volvió a gritarme:

—¿Quiere apartarse de una vez?

Miré a mi alrededor. El señor del Ford no me saludaba, me indicaba con el brazo que me echase a un lado. Detrás de mi coche, varias patrullas de policía, con las sirenas y las luces a todo trapo, esperaban con impaciencia a que yo maniobrase. Deseé que la tierra me tragase. Todo el mundo me miraba. Y eso fue lo peor que me podía pasar, me puse nerviosa. Me quedé completamente inmóvil con los ojos pegados a la chapita del policía llamado Jesucristo.

Por arte de magia —aún no sé cómo lo hicieron— los coches de patrulla consiguieron pasar y pronto desaparecieron todos menos el del maleducado que estaba detrás del mío.

—Deme la documentación —me exigió de lo más serio.

Saqué mi carnet del bolso y se lo entregué. Él lo cogió y caminó hasta su coche.

Pensé que tal vez me tenía que registrar y agradecí en ese momento los consejos de mi madre. El primero era llevar siempre las bragas limpias, y el segundo hacer la señal de la santa cruz antes de emprender algún viaje. Seguro que Teresa me hubiese dado el tercero de su propia cosecha: ¡Tira millas!

¿Y si huía y me daba a la fuga?

Estuve muy tentada pero el policía regresó sin dejar de mirarme. Él tenía unos ojos azules muy bonitos, aunque en ese momento su brillo acerado me asustaba un poco. Por no decir que me aterraba bastante.

—Tenga —me devolvió el carnet—. ¿Ha bebido o ha tomado usted algo?

—No, don Jesucristo. A veces los jueves…

—Se le va a efectuar la prueba de alcoholemia en cuanto venga un compañero —me interrumpió el muy sádico.

Estaba empezando a enfadarme. Aunque a un tiempo también me sentí afortunada. Hacía tiempo que no me hacían pruebas de nada. La última había sido el ginecólogo. Una citología de rutina. Cuando les contase a las chicas mi aventura, las iba a dejar anonadadas y atónitas.

—¿Pero esto es gratis o tengo que pagarlo? —le pregunté. Por norma nunca llevaba dinero en efectivo encima. Él me miró raro. Diría que estupefacto, mezclado con mala leche—. Es mi primera vez, don Jesucristo. ¿Se nota, verdad?

El hombre se quitó la chapita del pecho y me la mostró entera, ya que puesta en su chaqueta quedaba doblada y no se apreciaba el nombre al completo.

—Mi nombre es Jesús Sánchez Cristo —me dijo con frialdad. Se metió la placa en el bolsillo. Por mí se la había podido meter en otro lado—. Mi compañero le hará la prueba.

En ese momento llegó otro hombre que abrió algo envuelto en una bolsita de plástico y lo colocó sobre una cajita con pinta de mando a distancia.

—Tenga, señora.

Lo cogí, intrigada y emocionada. Estudié el aparato con atención. No tenía ni la más mínima idea de qué hacer con ello. No sabía si guardármelo, leerle lo que ponía o devolvérselo tan cual.

—Debe poner la boca en el adaptador blanco —me dijo con tono impaciente.

¡Claro, si a mí no me explicaban, yo cómo iba a saber! Podíamos pasarnos toda la tarde allí jugando con el mando y no sacar nada en claro.

Al decirme que lo tenía que poner en la boca, fue cuando comprendí que lo que ellos querían era mi ADN. ¡Me lo podían haber dicho antes y así no perdíamos el tiempo! Lamí el adaptador blanco sin dejar ni un sitio por cubrir con mis babas. ¡Qué asco, por Dios! Aquello sabía a plástico puro.

Los dos hombres me miraron como si les hubiese dado un aire extraño. Las bocas abiertas, los ojos a punto de salir de sus órbitas…

—No, no. —Fue el maleducado quien, entre risas, me cogió el brazo para quitarme el aparato—. No debe chuparlo. Por favor, Pedro, dale otro adaptador. —Y siguió riéndose.

Para colmo, el tal Pedro explotó en carcajadas al tiempo que sacaba uno nuevo y lo volvía a colocar.

Yo empecé a enojarme mucho más. En primer lugar porque yo estaba siendo amable con ellos, pero ellos no lo estaban siendo conmigo.

—A mí, si no me explican las cosas, no vamos bien —me atreví a decirle con retintín al listillo de Jesús. ¡Ya me valía! ¡Mira que llamarle Jesucristo y pensar que era un designio del destino! Ese hombre era un grosero en toda la extensión de la palabra.

—Solo debe soplar hasta que escuche un pitido.

Me sorprendí. Me había esperado algo… diferente. Menuda caca de prueba.

Me llevé el nuevo adaptador a los labios y soplé y soplé como en el cuento de los tres cerditos. A punto estuve de perder el sentido y aquello no sonaba. O me estaba volviendo sorda o me habían dado un cacharro roto.

—Déjelo, vamos a ver —Jesús me quitó el mando—, ¿dónde va usted?

***

—¡La madre que me parió! ¡¿De dónde coño ha salido esta chiflada?!

—Tranquilo, Jesús. Tú verás otras cosas distintas, pero yo estoy acostumbrado a ver esto cada día. La rutina de los municipales.

—Pues te acompaño en el sentimiento, macho, porque lo de hoy ha sido apocalíptico. ¡Le ha faltado menos y nada para comerse el alcoholímetro!

Pedro soltó explosivas carcajadas al recordarlo. Jesús se contagió de nuevo. Era la primera vez que una mujer lo dejaba alucinado de esa manera. Y para males mayores, había despertado su deseo sexual lamiendo el aparato. Esa mujer sí que sabía mover la lengua.

—Y cuando te llamaba «don Jesucristo», ¿qué me dices? —continuó diciendo Pedro entre risas.

—Te prometo que es una chiflada.

—A saber qué es lo que va a hacer esta en Cobo Calleja. Lo más probable es que la estafen.

Jesús se quedó serio de repente. Pedro llevaba razón. Lo pensó durante unos segundos y terminó encogiéndose de hombros.

—No es problema mío. Suficiente que me haya jodido la intervención en el caso. Voy a ver si llego a tiempo de algo.

Según se giraba vio en el suelo el carnet de la mujer. Se agachó a recogerlo y miró la fotografía. Nadie salía agraciado en ese documento, ni siquiera ella, aunque tuvo que admitir que en persona era muy bonita. Cabello oscuro recortado sobre los hombros, ojos castaños rodeados de largas pestañas y, sobre todo, una boca preciosa diseñada para el pecado.

Pasó por su cabeza la voz de ella: «don Jesucristo». Se echó a reír al tiempo que se guardaba el carnet en el bolsillo.

—¿Qué es? —le preguntó Pedro, curioso.

—El carnet de esta mujer. Lo llevaré a comisaría para que la avisen. Me marcho ya. Gracias por venir tan pronto a mi llamada.

—Estaba por aquí cerca. ¿Nos vemos más tarde?

Ambos eran amigos y se había conocido en la universidad. Después decidieron opositar: Jesús se había hecho policía nacional, mientras que Pedro había elegido ser municipal. Aun así, se veían con mucha frecuencia y de vez en cuando salían juntos.

—Sí, luego nos vemos.

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Capítulo 2

Esa noche, después de cenar la lasaña de Ramona, me acomodé en el sofá envuelta en una manta suave y me puse una película de comedia, aunque tenía claro que se me iban a cerrar los ojos antes de terminarla.

Sonó el WhatsApp. Por el silbido se trataba del grupo que tenía con las chicas. El JB.

Ese día no habíamos hablado mucho. Romina y Elena, la llamábamos Lena y era la última incorporación al JB, habían comentado algo sobre el maquillaje para la boda de Vero, pero nada importante.

Romi era maquilladora profesional. Así era como había conocido a su novio la primavera pasada. Él era un actor famoso y ella se había puesto a trabajar para él de pura chiripa.

Teresa: Hoy estamos muy calladas. ¿O me lo parece a mí?

Anisi: Yo acabo de llegar a casa. He enseñado un chalet en el quinto pimiento y estoy cansadísima.

Yo: Hola, chicas. ¿Cómo estáis? Os tengo que contar algo que me ha ocurrido hoy. Ha sido muy fuerte. ¡Vais a quedaros a cuadros!

T: Suéltalo, tía.

Y: ¡Hoy he visto una persecución policial de cerca!

T: ¿Cómo de cerca?

Y: Los coches han pasado casi rozándome.

Lena: Hola, ¿estás bien? ¿Te han hecho algo?

Y: ¡Me han hecho la prueba de alcoholemia!

Escribí todo orgullosa. Para una vez que me pasaba algo interesante, estaba deseando contarlo.

T: ¡No jodas! ¿No te iría persiguiendo a ti la pasma?

Romi: Hola. ¿Y qué has dado en el test, Chus?

Y: No me han hecho ningún test. Solo la prueba de alcoholemia. Y por supuesto que a mí no me venían siguiendo. Ya os lo contaré con detalles cuando os vea. Por lo pronto tengo que decir que la Policía es muy brusca con el ciudadano.

T: Bienvenida a mi mundo.

Y: Creo que me han robado el carnet.

Vero: Hola. ¿Algo interesante? Acabo de salir de la ducha.

R: Te hago un resumen, Vero. A Chus, un poli le ha robado el carnet.

T: Malditos maderos.

A: ¿Cómo te va a robar el carnet, mujer?

T: ¡Qué cabrones! Siempre jodiendo a la peña.

V: ¿Habías bebido?

Y: No, pero para el caso, creo que el aparato no funcionaba. Casi me desmayo de tanto soplar.

A: Tienes que ir a denunciarlo.

Y: Ya, pensaba ir mañana mismo.

R: ¿Sabes su número de placa, Chus?

Y: Mejor que eso.

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