Una vida para encontrarte (Bilogía Corazones rotos 2)

Catherine Brook

Fragmento

una_vida_para_encontrarte-2

Capítulo 1

La ruleta volvió a girar.

18.

Había vuelto a perder y Karen Carmona se dijo a sí misma que era hora de retirarse o su billetera se empezaría a resentir, pues cuatro rondas perdidas ya empezaban a ser considerables cuando ganabas un sueldo medio y aún debías terminar una carrera.

Enfurruñada por no haber nacido entre esa clase privilegiada que se podía permitir gastar millones de dólares en ese tipo de casinos de Las Vegas, se dirigió a la barra y pidió un tequila para activar un poco su cuerpo, aunque esa noche tenía claro que no se iba a exceder, pues ya con la resaca de esta mañana había tenido suficiente para una vida entera.

Se tomó la bebida de un trago y buscó con la mirada a su amiga, Alondra, a quién había perdido de vista cuando empezó a jugar, pero no la localizó y se dijo que quizás había regresado al hotel. Pensó en que era una mala amiga por haberla dejado sola, sobre todo si consideraba que había sido Karen la que casi la había arrastrado a Las Vegas para convencerla de olvidar sus penas amorosas, pero después de que el tequila empezó a hacer efecto, el remordimiento desapareció y se dijo que Alondra debía de estar bien, sabía arreglárselas sola.

Observó con curiosidad el casino, donde personas a las que les gustaba disfrutar la vida le regalaban al dueño magnánimas cantidades de dinero, y algunos pocos afortunados le arrebataban un poco del botín. Gente borracha, con copas en la mano y ojos ansiosos por saber lo que les depararía la suerte en el juego pintaban la típica imagen de lo que el público que no conocía el lugar se imaginaba que era un casino en Las Vegas. También había algunas mujeres rondando las mesas, coqueteando con algunos hombres, haciéndoles perder la concentración y dándoles promesas silenciosas de placer si solo dedicaban su mirada a ellas; promesas que, por supuesto, casi ninguno podría rechazar, pues la mente masculina poco tenía que pelear con la libido, que siempre se alzaba como ganadora cuando de faldas se trataba. Karen, incluso, suponía que muchos de esos hombres habían dejado a sus mujeres en casa y aprovechaban el ambiente de pecado para ceder a la tentación, pues tal y como decía su tormento personal, Carlo Mancini: «Dios no puede poner a la tentación en frente y planear que la ignoremos, sobre todo cuando el mismo Adán mordió la manzana por ceder a los encantos de Eva».

De pronto, amargada por los recuerdos, Karen pidió otro tequila y se lo tomó de un trago para que el calor espantara los recuerdos, aunque difícilmente podía sacar de su mente a ese maldito mujeriego cuando ya lo había traído a colación, y es que el desgraciado tenía algo que lo mantenía ahí, a pesar de odiarlo, a pesar de haber provocado que se sintiera como toda una mujerzuela por haber cedido a sus encantos sabiéndolo casado. El hombre seguía en sus pensamientos y, aunque lo negara, aparecía con frecuencia a amargarle momentos de dicha, pues la herida que le había dejado era más profunda de lo que todos, incluida Alondra, pudieron pensar.

Olvidándose de las posibles consecuencias de beber como una alcohólica, Karen pidió al barman que le sirviera el trago más fuerte que tuviera, e ignoró los quejidos de su tarjeta de crédito que protestaba más que ella por el abuso. Una vez que tuvo una copa con un licor desconocido en la mano, lo removió y observó un poco ausente, luego dio un sorbo y arrugó el ceño cuando el fuerte calor le quemó la garganta y provocó un estremecimiento en cada parte de su cuerpo. Por supuesto, eso no sirvió para borrar la odiosa imagen de su cerebro, y desesperada por no recaer en la depresión que casi la manda al psiquiatra, pidió otro más. Al menos, ir a la cárcel por morosa mantendría a su cerebro ocupado y este no estaría de masoquista pensando en lo que no debía.

El tercer trago tampoco funcionó, y estaba a punto de pedir el cuarto cuando una voz masculina la interrumpió:

—Siempre me pregunté si las mujeres, al igual que los hombres, solo beben por penas de amor o simplemente les gusta el placer de tomar un buen licor.

Karen se giró hacia el desconocido no invitado, y su mente algo nublada tardó un poco en cuadrar la imagen. Cuando lo hizo, una pequeña sonrisa se formó en sus labios. Dios bendijera a la madre que había traído a ese hombre al mundo, pues sin duda un dios griego debía sentir envidia del espécimen que ella tenía en frente. Era como los modelos que aparecían en las portadas de las revistas, solo que él no necesitaba Photoshop para que su piel blanca luciera sin imperfecciones, para que sus ojos marrones tuvieran un brillo cautivador, y para que ese cabello castaño aparentara la suavidad y tentara a enredar sus dedos en este. Ella no era de ese tipo de personas que solían liarse con desconocidos, pero siempre había una primera vez cuando se estaba en Las Vegas, ¿no?

—¿Los hombres solo beben por penas de amor? —Se burló haciéndole señas al barman para que le trajera otra copa—. Entonces toda la población masculina debe vivir en constante desasosiego, y yo que pensaba que aún había parejas felices.

Él hombre sonrió, dejando ver unos dientes que debieron pasar hace poco por un blanqueamiento.

—Admito que no es el único motivo, pero si el principal. No me has respondido la pregunta, ¿beben las mujeres, también, por penas de amor?

—Puede ser, pero no jures que ese es el motivo por el que quiero acabarme la botella de licor. Quizás simplemente soy de las que disfrutan de su sabor.

—Si lo hicieras, posiblemente lo tomarías con calma y no con el apuro de alguien que solo desea que haga efecto rápido para olvidar.

Punto para él, admitió Karen, dándose cuenta de lo fácil que eso la delataba. Ella apenas pensó en eso, y era la que había estudiado tres años de Psicología...

—No te aflijas, querida, que nadie se libra de esas penas, y no juzgo a los que recurren al alcohol para olvidar porque yo tampoco conozco otro remedio —dicho eso, pidió al barman una copa para él también.

Karen soltó una risita boba, de esas que demuestran que no estás completamente sobria.

—El día que alguien invente la pastilla para el olvido, será la persona más rica del mundo. Mientras, brindemos por el mal de amores, amigo.

Alzó su copa y él la chocó. Después, ambos tomaron un sorbo.

—A veces me cuesta creer que alguien se atreva a romperle el corazón a personas tan bonitas como tú. Habría que ser ciego para perder una joya.

Vaya, así que el tipo había resultado de esos a los que les gustaba lanzar cumplidos poco originales, al menos, a él se le escuchaban bien. Tenía esa voz ronca y sensual que le daba a todo lo que decía cierto encanto. No era como cuando ibas por la calle y un desubicado te piropeaba.

—Y habría que ser tonta para dejar a un hombre como tú cuando tan guapos ya no se consiguen, y si lo hacen, batean para el otro lado o... son curas —dijo recordando al hermano de Alondra. Qué desperdicio.

Él sonrió.

—Qué directa.

—¿No puede una mujer decirle guapo a un hombre?

—Puede, pero no es común. Me gustan las mujeres así de atrevidas.

Ella se encogió de hombros.

—Tampoco me hagas mucho caso, que ando medio borracha.

—¿O sea que puede que mañana te arrepienta

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