Amor en tiempos de APPs

María José Avendaño

Fragmento

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Capítulo 1

Sabía lo que se me venía encima.

Decidí quedarme tranquila, prepararme un café y dirigirme a mi escritorio a esperar el fatal desenlace: era muy probable que me despidieran.

No era poca cosa pelearse o enfrentar al hijo del dueño de la empresa donde trabajás. Tampoco digamos «enfrentar», más bien dejarle en claro que no estás disponible día y noche para él, tanto en el campo laboral como el personal. Yo, que no me considero conflictiva, lo dejé pasar al principio, pero cuando decidió llevar nuestra relación profesional a otro aspecto que no me interesaba, se lo hice saber de manera contundente, y no le gustó. ¿Qué pasó? Delante de Recursos Humanos, argumentó que «le había faltado el respeto» y que mi conducta fue «totalmente inadecuada». ¿Inadecuado fue no aceptar su acoso, sus ansias de meterse en mi cama utilizando su jerarquía de jefe además de su parentesco con el dueño?

Sorbí mi café y reflexioné; que me despidan de un diario tan reconocido como ese, con un renombre a nivel internacional, se transformaría en una gran mancha negra en mi currículum, pero lo sobrellevaría. Todo tenía solución.

Dejé la taza de café al costado del teclado y seguí trabajando como si nada, las cartas estaban echadas, pero reconozco que jamás imaginé cómo se darían las cosas.

—Selene, necesito que hablemos —dijo Clarita, una de las chicas de Recursos Humanos.

Me alisé el vestido y la seguí en dirección a su oficina. Miré mi reloj, ¿qué hora era? Las tres de la tarde. «Si me echan, puedo ir al parque y caminar un rato para disfrutar del sol o dormirme una siesta en casa», pensé con ironía. El humor negro me salvaba hasta en las peores crisis.

Me senté frente a Clarita, dándole a entender que les estaba ofreciendo mi cabeza en bandeja de plata. Ok, lo haría, pero antes pediría una suma razonable por mi despido. Mientras especulaba a cuánto ascendería dicha suma, Clarita dijo:

—Sele, vos sabés que es súper feo hablarte de esto porque me caés rebien. Te juro.

Me miró con expresión compungida y reprimí el deseo de reírme a carcajadas. «¡Dale! ¿Me echás y la que se pone mal sos vos?».

—La gerencia general tomó una decisión debido a las diferencias irreconciliables con Ricky…

Ricardito alias Ricky Pasternak era el sujeto hijo del dueño, seguro que ese pediría, además de mi cabeza, una dulce y exquisita tortura psicológica previa, pero no le daría el gusto. Ni a él ni a esa piba que se hacía la copada para darme una noticia nefasta. Me iría con mucha dignidad, pero antes saborearía cada instante previo a mi discurso de despedida, que sería como para alquilar balcones. Aunque eso quedaría para después, como anticipo a mis palabras contundentes vendría lo que Clarita se le atravesaba en la garganta y tenía que decir. La pobre sudaba como testigo falso.

—… La gerencia de Recursos Humanos decidió que a partir de mañana vas a trabajar en la nueva sección web del diario, encargada de la columna especial Amor en las redes.

No fue muy apropiado de mi parte, pero me salió. Así era yo:

—Clarita, ¿esto es una broma?

Era evidente que Ricky Pasternak encontró la mejor (me temo que la peor) manera de humillarme: por supuesto que había peores cosas que dejarme en la calle, era aún más lastimoso denigrarme a un puesto ridículo y olvidado de la web donde nadie se dignaría a leerme, ergo, significaría trabajar con dos pasantes a mi cargo que no tendrían ni la más puta idea de cómo ayudarme a mantener a flote el barquito llamado «Columna web sobre el amor en las redes» en medio de la tormenta de noticias sensacionalistas sobre muertes, robos, corrupción y el inminente cambio de gobierno. Me encontraría manejando el timón de aquel barquito, pero antes de dejar la costa, Ricky Pasternak me tiraría un ancla que me dejaría en el fondo del mar, cual discípulo del desventurado Titanic, nomás para hacérmela un poquito más difícil. En un micro segundo, pensé en decirle a Clarita que le dijera de mi parte al grupo Pasternak y Asociados que se metieran el puesto donde no les llegaba el sol, pero decidí hacer lo contrario.

—Sele, sé que tenías un cargo de mayor importancia, pero quedate tranquila que vas a seguir percibiendo el mismo sueldo.

Traté de cerrar mis oídos a las irritantes frases culposas de Clarita porque me crispaban los nervios. Me limité a responder:

—De acuerdo, acepto.

Clarita se puso lívida, casi tuve miedo que palmara ahí mismo, sobre su macizo escritorio de roble.

—¿Estás segura?

—Acepto.

Cómo me las arreglaría para hacer de esa columna un rotundo éxito aún no lo sabía. Pero tenía un as en la manga: las redes. Ellos tal vez ni lo sospechaban, pero mi jugada sería maestra. Aunque también era realista, era hora de ir buscando otro trabajo por si mi altruismo no daba el resultado esperado. Aquel arranque quijotesco podría encumbrarme o llevar mi carrera, por añadidura del ancla de Ricky Pasternak, al precipicio. Pero daría pelea hasta el último momento.

Ese mismo día busqué una caja y guardé las cosas de mi ex escritorio: un cactus enano (recuerdo de Tina, mi mejor amiga, porque, según ella: «sos incapaz de acordarte de regarla y es lo único que puede sobrevivir a tu olvido»), mis artículos de librería, algunos dibujos de mi sobrina de cuatro años y un Buda dorado, recuerdo de mi etapa zen, que tuve el impulso de arrojar por la ventana porque no me dio la suerte que tanto anunciaba en internet, pero como era regalo de mi mamá, zafó del destierro y se ganó un lugar en la caja. «Budita, ahora pórtate bien conmigo, carajo», le dije acariciándole la calva dorada.

No dormí bien esa noche porque me desperté a cada rato. Cada vez que cerraba los ojos me imaginaba mi nueva oficina llena de mugre, engalanada con telarañas… Silencio, pensamientos feos.

Llegué con un humor de perros y saludé a todos con indiferencia, sin detenerme a mirar las expresiones de lástima de mis excompañeros de sector. Sentí la mirada de ellos clavadas como dagas sobre mi espalda. Para demostrarles (mentira) que me importaba poco y nada sus opiniones y sus comentarios agradables a la fuerza felicitándome por la nueva oportunidad que me brindaron, les dediqué una sonrisa de costado y, con la frente en alto, me encaminé a mi nueva oficina llevando en mis manos la caja con los artículos de librería, los dibujos de mi sobrina y el Buda dorado salvado del destierro.

Al entrar a mi oficina me di cuenta de dos cosas: una, que no sería para mí sola, y dos, que los contratados para la nueva columna que dirigiría no los elegiría yo porque ya estaban ahí. Al verlos, me quedé conmocionada. ¿Cuántos años tenían? En aquel diario del diablo ni siquiera se preocuparon por buscarme estudiantes de facultad, sino que más bien parecían reclutados del secundario. Y al mirarlos con detenimiento, pese a que eran chico y chica, sus rasgos me parecieron muy similares. Los dos eran rubios: pelo largo con mechones violetas en la piba y lentes; pelo rapado en la sien para el varón y un mechón rebelde sobre la ceja. Los dos con piercing en la nariz y comisuras de los labios, y los mismos ojos claros. No llegaban a los veinte años.

—Buen día, soy Selene Tatsis —hablé con tono profesional para que es

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