Perdiendo el control

Estela Pomares

Fragmento

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Capítulo 1. Adiós a lo viejo y hola a lo nuevo

Cuando mamá me dijo que nos mudaríamos a Carolina del Norte, jamás pensé que, en realidad, nos estábamos mudando con el nuevo esposo de mi madre. Y es que no le bastó con alejarme de mis amigos, cambiarme de escuela justo en mi último año, comunicarme sus decisiones un día antes de la mudanza y obligarme a dejar la mayoría de mi ropa en mi antigua casa.

Nada de eso fue suficiente y, para que entiendan mejor, voy a hacerles un resumen de cómo fue que llegamos a este día, en el que oficialmente han arruinado mi vida por completo.

Mi padre falleció hace varios años en un accidente de coche. Fueron días difíciles aquellos, sobre todo porque mi padre no era mi padre, si no un buen hombre que conoció a mamá en su antiguo trabajo y se enamoró de su dulce sonrisa y también de mis ocurrencias. Yo tenía cuatro años entonces.

El hombre que ayudó a mamá a crearme desapareció cuando se enteró de la noticia de mi llegada, así que solo éramos mamá y yo hasta que papá se tomó en serio la relación y me dio su apellido: McCoy. No era un apellido importante, al menos no en nuestro pasado, pues papá era un simple profesor de música en una de las tantas escuelas de nuestra ciudad. Nada fuera de lo común. Éramos personas normales. Una familia feliz. Hasta que él se fue cuando yo ya tenía quince.

Un día, de la nada, un hombre que jamás habíamos visto en nuestras vidas apareció en la puerta de nuestra casa alegando ser hermano de mi padre, pero nada tenía que ver con mi papá. Este hombre era rubio y de ojos azules; vestía de traje y corbata y todo en él era educación, clase, elegancia. Papá era un hombre sencillo, aunque sí compartían algo: el azul de sus ojos y, por supuesto, el mismo apellido. Gran susto nos llevamos al darnos cuenta de que el apellido McCoy en Carolina del Norte sí era importante y, no solo eso, los McCoy eran una familia de políticos muy reconocidos en el país.

Esa vida nunca le había gustado a mi padre, así que se había mudado y estudiado música y no ciencias políticas como pretendía obligarlo mi falso abuelo. Se había enamorado de mamá, una mujer que ya tenía una hija, o sea yo, y no habían sabido más de él. Nunca. Hasta meses antes de su accidental muerte. El hombre que nos visitaba por primera vez nos puso al tanto de que mi padre se había comunicado con él y habían estado reunidos sus últimos meses de vida.

Papá quería heredar; reivindicarse para darnos una mejor vida. No sabía en ese momento de qué herencia hablábamos o de cuánto dinero se trataba, ni siquiera entendía cómo eso podría involucrarnos en ese momento en que él ya no estaba; yo no era su hija en realidad. Yo no era una McCoy. Pero, aparentemente, para mi padre era su hija en toda la extensión de la palabra y ese hombre también lo veía de esa manera.

No importó cuántas veces repetí que en realidad no éramos familia, ni cuántas veces mi madre se negó a aceptar un solo centavo de parte de la misteriosa herencia hasta que los meses empezaron a pasar y el hermano de papá llegaba con más frecuencia a casa. Mamá me convenció de que, si la última voluntad de mi padre era heredarme como si por nuestras venas corriera la misma sangre, yo debía respetar su voluntad.

Y, para no aburrirlos más, mi madre y el hermano de papá terminaron involucrados sentimentalmente y se han casado. ¡Qué pasada! ¿Cómo me han podido hacer esto? La pregunta correcta es: ¿Cómo han podido ocultarme esto y traerme con engaños a Carolina del Norte? Y, lo que es peor aún, ¿cómo han osado de decírmelo después de bajarme de un vuelo de casi siete horas? He estado a punto de vomitar. ¡Ridículo!

¿Cuándo se casaron? ¿Dónde? ¿Me habrán drogado y habré quedado casi muerta en mi cuarto mientras ellos celebraban su boda? No puedo con esto, simplemente, no puedo. Es demasiado.

César, como normalmente lo llamo en vez de «tío César» es un buen tipo; no voy a negarlo. Se ha ganado mi cariño, tampoco voy a negarlo, pero pensaba que él y mi madre solo son amigos. Además, estamos hablando de que son hermanos y a mamá le ha importado un pepino. Así que prácticamente me he tragado todo ese cuento de que César desea enseñarme cómo funciona su familia, su mundo, su hogar, para que yo forme parte de este y acepte el dinero que por derecho le corresponde a mi padre y que, al estar ausente, me dejó legalmente como si fuese su hija real. Bueno, me lo tragué hasta hace minutos.

Entonces aquí estamos, iniciando una nueva aventura en una de las zonas más prestigiosas de Charlotte. He guardado silencio todo el camino hacia la nueva casa. En mi interior estoy gritando furiosa por haber venido con engaños, que nada les costaba decirme la verdad. Me han visto la cara de tonta.

Mi furia es aplacada solo un poco cuando entramos a la residencia. No soy una chica que se impresione por los lujos. La mejor lección que me dio papá fue que las personas no valemos por lo que tenemos, sino por lo que somos. Es algo con lo que he vivido siempre, ideales con los que moriré y todo este mundo de políticos y la alta sociedad no son de mi interés. Pero el lugar está impresionante.

Estas no son casas, son mansiones. Me parece increíble que vayamos a vivir aquí. Lo primero que veo son unos enormes muros que cubren el área de color cobrizo, los jardines más grandes y verdes que alguna vez imaginé están frente a mí y luego hay un camino que parece no tener fin. Hay un hombre vestido con un uniforme impecable de color azul marino y en el pequeño bolsillo que tiene su camisa al lado derecho dice «SEGURIDAD». Inmediatamente volteo hacia mi madre, que trata de disimular su asombro.

Sigo muy callada, a pesar de que ahora se me ocurren muchas preguntas. Sé que los que hacen vida política tienen buena paga, aunque hay una diferencia entre tener buena paga y ser millonario. Y esta casa, al igual que el resto de la residencia, debe costar millones. Es enorme. César y yo nos hemos llevado tan bien hasta hace media hora que me muero por hacer una broma imprudente, mas no la hago porque no es lo adecuado.

Las puertas se abren sin que nadie se acerque a ellas. Creo que son eléctricas o automáticas, no lo sé. Finalmente, tenemos la imponente mansión McCoy. Es tan extensa que no sé ni dónde mirar, el frente de la casa puede formar bien un óvalo en las puntas. Los ventanales extendidos y cristalinos le dan un toque de construcción antigua igual que los pilares y la enorme puerta de madera en el medio me provoca preguntar si en realidad no viviremos en una especie de castillo. Es blanca y rodeamos una fuente privada, circular y con un ángel gigante en medio que tira agua por la boca, para llegar a los primeros escalones. Eso me da mucha risa.

César aparca el coche. De verdad que estoy impresionada. Mamá me había enseñado fotos de la casa, pero la fuente es, de verdad, una barbaridad. Dos uniformados salen prácticamente corriendo a abrirnos las puertas. Tampoco voy a negar esto: me siento como una jodida princesa y, para ser honesta, la idea no me agrada tanto.

—César, puedes entrar; Abby y yo necesitamos hablar —dice mi madre un tanto nerviosa. Giro hacia César una vez que salgo del auto y él también está nervioso.

Tienen motivos para estar nerviosos, ¡me han mentido descaradamente!

—Por supuesto, Julie

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