El rescate

Olga Hermon

Fragmento

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Capítulo 1

El mensaje de Robert, ese que hubiera querido que nunca llegara, lo agarró en medio de un embotellamiento del pesado tránsito vespertino de la avenida Kennedy, de Chicago, su ciudad de residencia. Sin pensárselo dos veces, James Callahan cogió un atajo, con buen cuidado de que no lo siguieran, y se dirigió a un estacionamiento privado donde aguardaba por él otro medio de transporte.

Hacía tiempo que unos hombres lo acechaban, sabía de dónde venían y por qué, y aunque era gente peligrosa, siempre que estaba aburrido encontraba la manera de perderlos de vista. Se decía fácil, pero gracias a sus años de entrenamiento, en ese momento podía hacerles frente. Quién le iba a decir que sus «conocimientos especiales» le iban a servir para ese día.

Con un chirrido de llantas estacionó el auto en su sitio asignado; junto a él aguardaba la Honda y, en el maletero, la indumentaria que debía usar para la ocasión. En pocos segundos, James consiguió convertirse de exitoso periodista, vestido con ropa casual de marca, a un modesto fontanero cubierto con un grasiento mono gris.

No había tiempo que perder, echó a andar el motociclo y se enfiló hacia el distrito de Prairie Avenue, todo lo rápido que daba el pequeño motor. Hacía tiempo que estaba anunciado el S.O.S. de su mejor amigo y mentor, sin embargo, no se podía tomar como una preparación mental para dejar con entusiasmo su equilibrado mundo e ir en pos de la «damisela en apuros» —la hija adolescente—, como el héroe de las tiras cómicas que solía leer de niño. Su estilo, en definitiva, no era ese. James era más bien de trabajar duro y hacerle caso al cuerpo tanto en ejercitarlo como en satisfacerlo, sin compromisos. Gracias a ese estilo de vida se había ganado el mote de «El hombre de hielo» en el medio periodístico y social. A su favor había que agregar que hacía fuertes donaciones a asociaciones benéficas, de forma anónima, y que era deportista destacado en las artes marciales, los deportes extremos y el tiro con arco.

Al dirigirse al penthouse de su amigo, James ya estaba advertido de que se enfrentaba a una situación de inminente riesgo y, a pesar de su «entrenamiento», podía asegurar que su pronta respuesta se debía más a la adrenalina del momento que a su historia de gratitud hacia la única persona que le había tendido una mano cuando más lo necesitó.

Apenas se acercó a las inmediaciones, pudo constatar que «alguien» se le había adelantado, lo que confirmó que su cuenta de correo electrónico había sido hackeada. La policía tenía cercado el edificio como en los grandes operativos; otra señal de que el departamento de Rob había sido allanado con violencia. James tendría que esperar a que los oficiales se retiraran del sitio para intentar ingresar. Solo esperaba que el seguro de vida de su amigo siguiera ahí.

Esperó traspuesto en un callejón lo que le pareció una eternidad. Atardecía cuando al final se despejó el área y se pudo acercar escudado en su disfraz. Para entonces había advertido al guardia de los departamentos, con quien existía un acuerdo de meses remunerados con una sustanciosa paga, de que había llegado el día D. El trato era que cortaría el servicio de agua del vecino de abajo de Robert, mismo que con su inusual impaciencia y mal humor ya debía de haberle exigido la presencia de un profesional para reparar el daño, o sea él.

Por supuesto que en la entrada lo recibió un oficial de la policía que dejaron a cargo; este lo interrogó y revisó como si se tratara del mismísimo criminal que buscaban.

Atender al vecino sin agua y escabullirse de él para entrar al departamento de su amigo no fue cosa fácil. James tuvo que dar varias vueltas a la azotea para no parecer sospechoso. La buena noticia fue que lo único que le impidió acceder al lugar fue una cinta atravesada en la puerta, que había sido abierta a hachazos. Él hubiera hecho lo mismo de no conocer la clave de la cerradura digital, la cual obvio no iba a necesitar. Con justa razón el circo de la mañana; con tremendo escándalo, quién no iba a denunciar el atraco. El mensajero o mensajeros enviados debían de estar muy desesperados para alertar a la caballería que acudió al edificio.

Al entrar a la sala, James observó que su imaginación se había quedado corta. La habitación era un revoltijo, como si estuviera viendo un rompecabezas gigante. Muebles, objetos decorativos, cuadros y papeles destrozados dispersos por el piso. Lo mismo se podía decir de la que fuera una elegante cocina y el rincón predilecto de Rob. Nada parecía rescatable, se dijo con pena el hombre que buscaba espacios libres de obstáculos donde pisar mientras se internaba en el área.

Cuando avanzaba por el ancho corredor pegado al muro, aplastado a su sombra, James detuvo su marcha de forma abrupta. Sosteniendo el aire en los pulmones, afinó el oído. Había alguien más. Tal vez los mismos sujetos de antes u otros expertos en escalar paredes de siete pisos. Eso indicaba que no habían dado con el dispositivo incriminatorio y/o lo esperaban a él.

«Bond, a Nemo se le terminó la comida». Ese había sido el corto mensaje de su amigo. Lo recordó como si fuera factible rebobinar el tiempo al momento en que aún podía cambiar su destino. Aunque le fuera la vida en ello, jamás se permitiría regresar sobre sus pasos. Lo que sí hizo fue sujetar con mayor fuerza la enorme llave stilson, a la altura de su hombro izquierdo. Estaba decidido a hacer home run con la primera cabeza que se le atravesara.

Le quedaba claro que las cosas para Rob se habían salido de control. ¡Cretino, insensato! Debió de detenerse cuando aún era posible y dejar a los peces gordos de la industria farmacéutica para los profesionales. Ellos solo eran reporteros, muy buenos, pero solo eso.

Un frío sudor perló su frente, se escurrió por el puente de la nariz y saltó las delineadas cejas hasta su espesa barba. Algunas gotas lograron entrar en sus ojos y nublarle la visión, pero no podía darse el lujo de soltar su única arma de defensa para despejarse la cara. Maldita gorra de Los Yankees; él no era de usarlas, como tampoco era de huir de las broncas cuando ya estaban encima.

James avanzaba con pisadas de gato cuando se detuvo de nuevo. Ahí estaba ese murmullo, acechaba entre los rincones cada vez más cerca. El cabello de la nuca se le erizó cuando un sonido agudo, como de uña contra un vidrio, llegó hasta sus oídos. La piel de todo el cuerpo se le puso de gallina y los vellos le hicieron cosquillas que no dan risa. El sujeto en cuestión estaba en la estancia, solo dos pasos lo separaban de él o, tal vez, de ellos.

Armándose de valor, asomó un ojo por el arco de la entrada, luego le siguió el otro. Soltó el aire de forma ruidosa cuando se percató de que la persiana era la causante del susto que casi lo mata. La ventana de la habitación tenía un gran hueco y por ella se colaban lenguas de viento frío que hacían bailar las hojas sueltas de vinil contra el cristal. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. La noche se anunciaba helada como un mal presagio.

Por desgracia no era lo único roto en el cuarto. Los pies de James chapoteaban en el agua de la pecera del Nemo número quién sabe cuánto, que se encontraba hecha añicos en el piso del callejón. Otra confirmación de que el mensaje había sido captado por el enemigo e interpretado lit

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