Sangre y chocolate (Aquelarre 1)

Leona de Rodrigues

Fragmento

sangre_de_chocolate-4

1

Verano de 1998.

Villa Escarpia, en las afueras de Oviedo.

Había luna llena. Aelén se sentó en el escalón de madera y, rodeando las piernas con los brazos, apoyó la barbilla en el hueco de las rodillas mientras se dedicaba a escuchar el canto que los grillos iban difuminando en la distancia. Hacía calor. Otros insectos sonaban a su alrededor, también el golpeteo de las polillas, que no cesaba contra los farolillos del porche.

La brisa acercaba el aroma de la manzanilla y mecía el castaño haciendo que las hojas murmurasen entre sí.

«Pof»

Lo que debía ser una cáscara seca de otra estación rebotó en el tronco. Con el sonido de la caída acabó desapareciendo entre las zarzamoras. En la distancia crecían formando arbustos redondeados sobre la hierbabuena y la verbena; eran sus extremos los que se retorcían llenos de púas como lo haría una mano de ultratumba. Una muy delgada y sin carne.

La joven contemplaba aquel lugar sumido en sombras valorando la posibilidad de que se hubiese tratado en realidad de un escarabajo o un ciervo volador, a aquellas horas tendían a estrellarse contra casi cualquier cosa. Movió la cabeza y, bostezando, estiró los brazos para desperezarse. Echó a caminar con los pies descalzos segura de que aquella noche no sucedería nada que mereciese la pena recordar.

Se dirigió al columpio de las ramas. Al hacerlo notó contra la piel el roce fresco de la hierba, también los restos de humedad que aún se mantenían en aquel suelo viejo de sueños y esperanzas sepultadas a diez metros bajo tierra; puede que allí abajo hubiese algún cadáver, pero tía Dimitra decía que eso no era ni sería asunto de ella ni de sus hermanas; a fin de cuenta aquellos terrenos, que contaban con una vivienda principal de torres negras y la casa de invitados en la que residían, no les pertenecía del todo.

Años atrás, cuando Aelén era demasiado pequeña para poder recordarlo, Dimitra se había instalado con las muchachas; desde entonces los tejados y las paredes habían empezado a deteriorarse. La mayoría eran de madera. Hacía ya un tiempo que amenazaban con venirse abajo, tal vez con la próxima nevada o en medio de una tormenta.

La joven se sentó en el tablón cubierto de líquenes que conformaba el columpio y, al tiempo que estiraba sus empeines, notó que solo la punta de los dedos llegaba a rozar las briznas de césped. Pensó en el castaño; había oído que ya había soportado cómo impactaba un rayo, también los disparos de la guerra. Por el diámetro del tronco seguramente había más que contar, pero el resto de las historias ya no las recordaba nadie.

Apretó más fuerte las cuerdas y, separando los pies del suelo, se impulsó notando cómo la tela del camisón se le movía sobre los muslos, en donde la piel era tan clara que parecía destacar en la penumbra.

En alguna parte de la casa sonó una campanilla. Más allá ladró el perro de alguien.

Es difícil calcular el tiempo que pasó allí, sin más tarea que mecerse entre el vaivén de sus pensamientos. Cuando la forma redonda de la luna ya coronaba el cielo se dio cuenta de que lo que llevaba un rato antojándosele el reflejo de su luz plateada contra el cristal del ático no lo era en absoluto.

Alguien había dejado la luz encendida.

Allí solo podían utilizarse velas; aterrizó en el suelo de un salto y, a la carrera, alcanzó los escalones de la entrada. Junto a ellos crecían varias tomateras en macetas recortadas. Algunas de ellas habían sido antes garrafas de aceite. Otras latas de gasolina con la pintura comida por el sol y las heladas.

Nunca habían llegado a utilizar la casa principal porque Dimitra decía que era complicado mantener caldeadas estancias tan grandes. Además, la puerta principal estaba atascada. También la que quedaba en la parte trasera entre el invernadero y las primeras lápidas, aunque aquello, con algo de intención, no habría constituido un problema.

En cierta ocasión Jessica, una de las gemelas, se había colado por el hueco de una contraventana rota, pero salió poco después temiendo que fuesen ratas las que hacían tanto ruido. No había vuelto a intentarlo.

Aelén no dejó de correr. Un gato negro con calcetines blancos, también la panza, la siguió maullando como si el diablo le hubiese pisado la cola. Al llegar al pequeño vestíbulo forrado con papel de flores estampadas subió las escaleras sin perder el ritmo. El último tramo lo recorrió más despacio notando el cambio de temperatura contra su piel; avanzaba sin apartar la mano de la balaustrada, la deslizaba por el listón de madera que a lo largo de los años había ganado varias capas de pintura brillante y barniz.

Cruzó una puerta verde para llegar al ático.

Allí una vela ardía entre espejos acumulados contra muebles viejos. Algunos estaban cubiertos con sábanas, otros tenían encima cajas apiladas y sombras que el fuego alargaba haciendo temblar.

La llama parpadeó dos, tres veces, antes de que el humo se empezase a condensar. Observó en silencio cómo tomaba la forma de un hombre, aún oscuro y difuminado contra las telarañas y el polvo.

Se plantó ante la joven mirándola con ojos grises y ella, sin saber por qué, se puso de puntillas para besarle la nariz ancha, en aquel rostro mulato. No sentía necesidad de huir aún a sabiendas de que lo mejor sería dar media vuelta; si volvía a cerrar la puerta y hacía como que no había pasado nada tal vez aquello se arreglase solo.

A fin de cuentas, ninguno de los dos debería estar allí.

No pudo retirarse porque la sombra, que ya no lo era del todo, la tomó en brazos. Aelén no temió mientras la alzaba con cuidado. Tal vez se habían conocido en otra vida; quizás a él lo habían condenado y a ella se le había olvidado todo aquello. O puede que fuese más inconsciente de lo que sus hermanas daban por hecho.

Él solo debía estar allí para morderle el cuello. Se alimentaría con el tuétano de sus huesos y con su sangre mundana, después arrojaría el cuerpo al bosque o lo enterraría en la parte de atrás, porque eso es lo que tía Dimitra les decía siempre de los demonios, que las engañarían hasta hacerlas arder en fuego eterno. Por esa razón debían evitarlos.

Pero Aelén dudaba que él fuese a tomarse tantas molestias. Dejaría el cadáver allí mismo antes de desaparecer y eso, sin lugar a dudas, haría que la mujer se enojase por las manchas del suelo.

En el intento de separarse apoyó las manos contra la firmeza del pecho de él. Lo hizo sin ningún resultado pues, tratando de empujarlo hacia atrás, solo consiguió que sus palmas abiertas siguieran apoyadas en aquella superficie marmórea sin apreciar rastro alguno de calor humano.

Cambió de opinión cuando la sentó con cuidado sobre la mesa; la joven jadeó al notar cómo le separaba las piernas para colocarse entre ellas.

Cerró los ojos notando el roce del aliento en el cuello, se estremeció después al sentir aquella boca caliente en la base de su garganta; desde aquel punto el desconocido ascendió al pequeño lóbulo. Lo chupó y tiró de él. Después, soplando la humedad, consiguió arrancarle un grito de placer.

Aelén volvió el rostro en un intento de hallar sus labios. Él bajó la cabeza, entreteniéndose en los de l

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