Prólogo
Ciudad de Buenos Aires. Fines de la década de los ochenta
Jorge salió de la oficina maldiciendo por lo bajo. ¿Y ahora qué quería Laura? Miró el reloj y se apuró para pasar por el apartamento de su ex asistente y volver temprano a su casa, de manera que su esposa Liliana no sospechara nada. En realidad, Laura significó para él una aventura pasajera, tuvieron sexo durante varias horas de almuerzo y algunas tardes-noches en el piso de ella, pero nada más. Para verse con ella, le decía a Liliana que jugaba al tenis con su amigo Raimundo Vettore, enterado de su affaire con Laura, o un partidito de golf con su socio, también al tanto de aquella aventura extramatrimonial. Ellos fueron sus tapaderas durante aquel intenso mes de pasión y trampa.
La culpa era suya por dejarse seducir por Laura. ¡Todo por esa sensualidad que ella emanaba! Laura fue su asistente suplente a la que le habían resarcido el contrato porque Graciela, su asistente titular, había vuelto a ocupar el puesto después de dar a luz a su hijo. Todo coincidió para desgracia de Jorge: él le comunicó a Laura que lo que hubo entre ellos solo fue pasajero y a la vez Laura fue notificada por el sector de Recursos Humanos de la empresa que Graciela retomaría sus tareas como secretaria titular. Laura pensó que todo había sido obra de Jorge, que él se encargó de precipitar las cosas para deshacerse de ella; eso la llenó de furia. Lo llamó para decirle que era un aprovechado hijo de puta, que se había dado el gusto con ella para después echarla de su vida y de la empresa porque ya no le servía más. «¡Loca fabuladora!», pensó Jorge. Laura siempre supo que estaba casado, que tenía una hermosa esposa embarazada y punto. Jorge se lo explicó con franqueza y suavidad, como quien le habla a un nene de cinco años; ella igual se puso histérica, y apenas pareció calmarse cuando le prometió ir a verla a su apartamento. Pero era hora de poner las cartas sobre la mesa, Jorge le diría que dejara de molestarlo o llevaría esa pelea por medios legales.
Abrió la puerta del edificio con el juego de llaves que en su momento Laura le había dado, y mientras hacía esa simple acción, pensó en lo estúpido que había sido. ¿Cómo se le había ocurrido aceptar las putas llaves si ellos dos nunca tuvieron más que unos calientes encuentros?
Llegó hasta el segundo piso y tocó la puerta del apartamento con los nudillos. Se le apareció Laura en baby doll y, agarrándolo de la corbata, lo atrajo hacia ella luego de cerrar la puerta.
Quiso besarlo, pero él le esquivó la boca.
—Lau, ya te dije cómo son las cosas.
Ella bajó la mirada y comenzó a llorar. Jorge la tomó de la mano y la llevó al sofá.
—Vení, vamos a sentarnos a hablar tranquilos.
La abrazó y le secó las lágrimas con su propio pañuelo. Se sintió el peor de los maridos y el más egoísta de los amantes, todo al mismo tiempo. En resumen: una completa porquería.
—Dale, Lau. Calmate, no es la muerte de nadie —le dijo cuando ya comenzaba a perder la paciencia. Jorge no era demasiado compasivo y ya quería solucionar el tema de manera definitiva—. Vine para que hablemos, vos sabés bien que estoy casado, siempre lo supiste.
Laura dejó de llorar y lo miró con dureza. Jorge tragó saliva y continuó con su explicación:
—No te hice echar de la empresa para deshacerme de vos, sino que Graciela retomó su función de asistente y no había otro puesto donde ubicarte. Sos una persona muy capaz y pronto conseguirás un buen trabajo.
—Pero a mí me importás más vos que el trabajo. Jorge, entendé que te amo.
—Lau, sos una hermosa mujer, y en un futuro podrás formar una linda relación con alguien libre. Esa persona no soy yo, y cargo con la culpa de haberme dejado llevar. Pero lo nuestro no puede ser, yo estoy casado y amo a mi mujer. Si te hice pensar algo que no fue, te pido perdón.
—¡Hijo de puta, ahora te hacés el desentendido! Me las vas a pagar.
—Tratá de mantener la calma. Estoy explicándote cómo son las cosas...
—¡Tus explicaciones me valen cinco hectáreas de verga! ¿Y sabés dónde te las podés meter? Y ahora andate de mi casa, pero antes quiero que sepas algo: me las vas a pagar.
Jorge se retiró, y Laura sintió que explotaría de la rabia. Como le faltaba el aire de tanto odio, decidió salir a caminar un poco. Se sentó a tomar un café en una mesa de un bar cercano y lo resolvió: le pediría a su mejor amiga que se encargara de arruinarle la vida a Jorge. En un momento levantó la vista en dirección al ventanal del bar que daba a la calle y divisó a Raimundo, el mejor amigo de su ex amante. No perdió el tiempo y fue a hablarle:
—Raimundo, necesito que me ayudes —le suplicó sin más.
—Hola, Laura. ¿Cómo estás?
Vettore la reconoció como la secretaria de su amigo. Y estaba al tanto de la relación clandestina de Jorge con ella. Actitud que siempre le desagradó, pero que no censuró porque no era el niñero de Jorge para prohibírselo. Laura lucía despeinada y con una mirada de loca que lo perturbó bastante.
—Mal estoy. Necesito que hagas entrar en razón a tu amigo. Él te escuchará y volverá conmigo.
—Laura, la relación que él y vos tuvieron siempre me pareció censurable, y así se lo dije a Jorge. Pero él es un adulto y no pude influenciarlo. Si en este caso terminaron con lo suyo, tampoco es algo en lo que yo pueda intervenir.
—¡Vos sí que podés hacer algo! Jorge es tu mejor amigo, te escuchará en todo.
—Le dije a Jorge que lo que le hacía a Liliana no tenía nombre. No me puse en contra tuyo porque vos sos una mujer libre, la culpa fue toda de él.
—Sos tan basura como tu amigo, y lo estás cubriendo. También me las vas a pagar.
—Estás muy mal, Laura. Hacete ver, y dejanos en paz.
—Vas a lamentar toda tu vida lo que me dijiste. Ya vas a ver.
Raimundo dejó de prestarle atención porque de un edificio salió una mujer despampanante, era evidente que la estaba esperando. Laura la reconoció. Era Ginette, la gran vedette, la actriz. Laura los vio acercarse, darse un beso apasionado y abrazarse. Odió percibir el sentimiento que los unía, y el amor de aquellos dos le cayó como un cachetazo en plena cara. Justo a ella, que la despreciaban, que la ocultaban como a un secreto sucio. Apretó los puños, y los ojos se le llenaron de lágrimas repletas de sal y resentimiento contra Raimundo, contra aquella mujer rubia tan hermosa y, sobre todo, contra Jorge. Todos se la pagarían.
***
Jorge se fue entre preocupado y humillado de la casa de Laura, porque hasta último momento conservó la esperanza de que su ex asistente entendiera de una buena vez cómo eran las cosas. Ahora venía lo difícil; enterar a su mujer de la verdad.
Liliana reaccionó con tristeza y lágrimas. Se esperaba una crisis de insultos, rabia e incluso que le arrojara cosas por la cabeza, pero Liliana se apretó el vientre abultado por el embarazo y le dijo que estaba muy decepcionada de él.
—Ella podrá ser una obsesiva, pero vos tenés gran parte de la culpa, porque sos mi marido. Y ahora dejame sola.
Esa noche, él durmió en el living. Se apareció cada tanto por el cuarto para observar dormir a su esposa. Tan hermosa, llena de amor hacia él, y con el que sería el hijo de ambos en el vientre.
Reconquistarla fue toda una proeza, pero Jorge fue insistente; le regaló flores, chocolates, la invitó a cenar, a caminar de la mano y le preparaba ricas cenas para agasajarla. Liliana sonreía apenas al principio, y él no la presionaba, solo se limitaba a hacerla sentir como una reina.
Una noche en que ella ya lucía su panza de ocho meses y se movía con dificultad por el tamaño de la barriga, Jorge le entregó una pulserita de plata.
—Está grabada con una fecha, mi amor.
Ella se fijó en el detalle y sonrió entre lágrimas. Jorge se preocupó.
—Hermosa, no quería que te alteres. Sabés que no es conveniente en tu estado.
Liliana le acarició una mejilla y el mentón áspero por la barba incipiente.
—Me emociona que te acuerdes de la fecha de nuestra primera cita.
Jorge bajó la mirada, avergonzado.
—Sos el amor de mi vida, quiero que me perdones. Te amo con el alma, Lili. Fui un estúpido, siento mucho haberte hecho sufrir a vos y a nuestro hijo que nacerá pronto.
—Ya está, mi amor —respondió ella sin dejar de acariciarle la cara—. Seguiremos con nuestro matrimonio; y esta nena que viene en camino, porque sé que es una nena, es un milagro que nos unió.
Jorge se quedó pensativo mientras besaba la mano de su esposa.
—Milagro, eso es. Quiero que nuestra hija se llame Milagros.
—Me gustaría que le digamos Millie. Ella será nuestra hijita Millie, la que protegió nuestro amor.
Jorge estaba nervioso porque Liliana estaba en la fecha de parto y Millie no parecía interesada en salir de aquel calorcito humano que significaba la panza de Liliana. Él iba a la oficina nada más que por inercia. No le gustaba en absoluto dejar sola a su mujer.
—Llamame en cuanto tengas alguna contracción.
—Mi amor, pero vos estás tan ocupado.
—¡Largo todo y que se ocupe mi socio! Se trata de mi esposa y de mi hija, cómo no me voy a preocupar.
Se estaba acordando de esa charla que habían tenido cuando sonó el teléfono de su escritorio.
—Grace, te dije que no me pasen llamadas, nada más que las de mi mujer.
—Es Laura. Le dije que estaba en una reunión, pero no quiere entender razones. ¿Le vuelvo a repetir lo mismo?
Ya se había olvidado por completo de Laura. Con el peso de una empresa a sus espaldas y el incipiente parto de Liliana, justo en ese momento venía aquella loca a perturbarle la vida. Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar.
—Pasame la llamada que yo me haré cargo.
El instante que esperó hasta que lo comunicaran con Laura lo dejó intranquilo. Tuvo un mal presentimiento.
—¡Jorge!
La exclamación de ella le pareció de una euforia preocupante e hizo que se le acelerasen las pulsaciones. Nada parecía estar bien.
—Laura, tanto tiempo. ¿Qué necesitás?
—De vos, nada. Al contrario: el que vas a necesitar mucho amor y apoyo para darle a tu mujercita, y sobre todo a la cría que van a tener, vas a ser vos, desgraciado.
—Laura, no estoy para juegos. O terminás con esto o de lo contrario voy a manejarme de manera legal.
Del otro lado de la línea escuchó una carcajada siniestra.
—Te maldije, mi querido Jorgito. Vas a perderlo todo: la empresa, la casa, los autos que tenés. ¡Todo! Y tu hijita adorada no va a encontrar jamás el amor. De paso, comunicale a tu amigo Raimundo que tampoco se va a salvar de mi odio, que para él también hay.
—¡Loca! Andá e internate, parece que no te escuchás las boludeces que decís. Dejanos de joder o me vas a conocer de verdad, Laura. —Jorge ya estaba muy enojado y le importaba un pepino si Graciela o la empresa entera escuchaban sus gritos.
Laura se rio a las carcajadas.
—Esta es mi última llamada, es para desearte suerte porque la vas a necesitar. Y antes de meterte con una loca, la próxima pensalo dos veces. Te recomiendo mucha paciencia en tu nuevo camino de pobre y arruinado, además con una hija infeliz. ¡Chau!
Escuchó que Laura cortó la comunicación. No debía hacer caso de aquella amenaza ridícula de una loca de remate. Lo importante era mantener la calma. Él era un empresario, un hombre de negocios. Todo lo referido a hechizos, conjuros y toda esa sarta de tonterías incoherentes no existía. Pensó en comentarle algo a Raimundo, su amigo, pero se dio cuenta de que era aún más escéptico que él. No le diría nada. Laura era una psiquiátrica, y no había que creer en nada de todas las incoherencias que había dicho.
La voz de Graciela lo hizo volver a la realidad.
—¡Ya nacerá su hija! La señora Liliana dijo que le avise que se pidió un taxi y va en camino a la clínica.
Qué cabeza dura era su mujer, reflexionó Jorge bastante molesto. Y eso que le pidió miles de veces que le avisara con tiempo así él se ocupaba de llevarla a la clínica. Se olvidó por completo de Laura, se puso el saco y condujo como un loco hasta llegar a la clínica. Una vez allí, el obstetra le comunicó que su hija ya había nacido.
Encontró a Liliana en la habitación, con una sonrisa misteriosa. Él le besó las manos; y cuando la enfermera llegó con su hija, no pudo evitar las lágrimas de la felicidad.
—Felicidades, papá. ¿Quiere cargarla?
Jorge no pudo articular palabra por la emoción cuando recibió en brazos a esa cosita tan chiquitita de puñitos apretados y expresión enojona.
—Millie, hija. Te adoro —dijo con suavidad, y la nena pareció sonreírle. En su corazón tuvo la certeza de que ella entendió sus palabras.
Pero de pronto, la amenaza de Laura le resonó en la cabeza: «Te maldije, mi querido Jorgito. Vas a perderlo todo: la empresa, la casa, los autos que tenés. ¡Todo! Y tu hijita adorada no va a encontrar jamás el amor».
Y tuvo miedo por su hija, por su esposa y por la mala suerte que se cernía sobre ellos como un oscuro presagio. Pero no debía creer en las palabras de una desquiciada. ¿O sí?
***
Mercado Central, provincia de Buenos Aires. Finales de la primera década del 2000
—Che, gracias por venir a buscarme al laburo —dijo Leandro mientras subía al auto.
—De nada, cabeza —respondió su amigo Ramiro—. Ponete el cinturón de seguridad, porque si te pasa algo, tu vieja después me mata.
—Ahí, ya está. Ya me puse el cinturón. Así no chillás, mujercita. —Y le dio una palmada afectuosa en el hombro.
Ramiro hizo arrancar el auto y enfiló de nuevo para la Capital Federal.
—¿De dónde venís tan elegante? —preguntó Leandro.
Ramiro vestía traje y corbata.
—De una entrevista, me recomendó un amigo de mi viejo. Buscan cadetes.
—¿Dónde?
—Allá por el centro. Es la ortopedia más importante del país, se llama Vétex.
—Qué bueno. Seguro que te toman, porque vos sos un señorito inglés. Mirame a mí, más croto no hay —dijo señalándose. La ropa que tenía puesta lucía en un estado lamentable.
Los dos rieron.
Leandro tenía puesta una remera vieja y unos pantalones de jean que habían conocido tiempos mejores. Se vestía así porque no hacía falta elegancia para cargar y descargar camiones de frutas y verduras en el Mercado Central. Fue el primer trabajo que había conseguido, y de urgencia, porque necesitaba ayudar a la economía familiar de sus padres.
—Lean, si me toman en este lugar como cadete, en cuanto pueda te hago entrar a vos.
—Gracias, cabeza. Igual pude ahorrar unos pesos para mí.
—Y los gastás en un tatuaje. ¡Si serás boludo!
Leandro estaba entusiasmadísimo por el dibujo que planeaba tatuarse. Era la imagen de un dragón que le abarcaría casi toda la espalda. Lo raro fue que soñó con ese dibujo, le parecía perfecto, y quedaría muy bien. Pintado en sombras verdes y negras, con la figura del ser mitológico de perfil. Buscó dicho dibujo en internet y lo encontró. Al investigar acerca de su origen, lo describía con cuernos de ciervo, ojos de langosta, escamas de pez, bigotes de bagre, nariz de perro, melena de león, cola de serpiente, garras de águila y morros de buey. Se trataba de un dragón chino compuesto por diferentes partes de nueve animales. El nueve se consideraba número de la suerte en China. ¡Y lo bien que le vendría un poco de suerte a él! Su padre iba por la tercera operación de columna, e impedido de poder trabajar para siempre.
—A ver cuándo te hacés un tatuaje vos —bromeó Leandro revolviéndole la cabellera rubia a su amigo.
—Ni loco. Además, con los colores y el tamaño de ese tatuaje, tenés para varias sesiones. Después no llores ni me digas que te duele.
Y dolió. Ramiro tenía razón. Además, le ardía la piel, que la mamá de Leandro (mientras protestaba por la ocurrencia de su hijo de «querer arruinarse la piel de esa manera») combatía con cremas que el tatuador había recomendado para tales molestias. Una vez terminado el dibujo por completo, Leandro llegó a su casa y se sacó la remera. Se puso de espaldas frente al espejo y observó el diseño. Había quedado espectacular. Tal cual su sueño.
***
Ciudad de Buenos Aires. Finales de la primera década del 2000
Rosa estaba desesperada. En todos sus años de bruja, jamás las cartas del tarot se habían mostrado tan desconcertantes. Eran confusas, y ella necesitaba más claridad.
Durante varios años, desde que había tomado la responsabilidad de subsanar la maldición que desató la ruina económica de la familia López Hernández, lo que más le angustió fue el karma que amenazaba la vida de la hija del matrimonio, Milagros. A medida que esa beba de pocos meses, que en ese momento era ya una adolescente, había ido creciendo, Rosa leyó con más atención su destino en las cartas del tarot. Durante la niñez de Millie (apodo cariñoso que le habían puesto sus padres), las imágenes del hombre que la salvaría de su mala suerte en el amor comenzaron a aparecer. Lo que no entendía era por qué la carta de El Emperador era la que lo representaba. Esa imagen no convencía a Rosa; El Emperador hablaba de un hombre con una influencia poderosa. Solía ser la carta de un jefe, gerente, o alguien que participaba de la comisión directiva de alguna gran empresa. Además, solía ser un hombre mayor. No, el hombre que salvaría a Millie de su horrible destino de infelicidad y soledad en el amor era joven, de la misma edad que ella. La bruja decidió buscar, entonces, más información. Quizá se trataría de alguna figura mítica, un rasgo que aquel muchacho tenía. Indagó en la cultura celta, en la mitología griega y romana. Cuando estuvo a punto de perder las esperanzas, recordó un libro de la Antigua China. Lo primero que le apareció fue un dibujo de un dragón. Era el símbolo, en muchas dinastías chinas, del emperador. Se quedó asombrada ante su descubrimiento: ¡el chico debía llevar algún tatuaje con el dibujo del dragón! Fue de nuevo hasta la biblioteca de su cuarto de trabajo y encontró otro libro. Este era sobre el horóscopo chino. Leyó las características del dragón: excelente amigo y confidente, le gusta trabajar duro. Leal como pocos, con una personalidad avasallante y luminosa, pero no despótica.
—¡Lo tengo! —exclamó Rosa.
Fue en busca del teléfono para avisarles a Jorge y Liliana López Hernández acerca de su descubrimiento. El futuro de su hija estaba a salvo. Esperaba que Milagros pudiera identificarlo y se sintiera lo suficientemente atraída por él para que ese hombre no pasara de largo por su vida.
A continuación, Rosa buscó una revista y encontró la imagen de un importante empresario, Raimundo Vettore. Laura le había hablado pestes sobre él. Y pese a que Vettore, al parecer, no le había hecho ningún mal, quiso también hacerle la vida imposible. Al contrario de Jorge, que el karma del trabajo mágico lo alcanzó por el lado económico y, en el aspecto personal, de lleno a su hija Millie, a Raimundo lo perjudicó en el plano personal. Hubo muchas pérdidas en su familia, personas mayores y también una mujer de su misma edad. Al tocar la figura que representaba a esa muchacha en una carta de tarot, no encontró energía alguna; ya había fallecido. Cuando investigó, se dio cuenta de que había estado casada con Vettore y después había muerto de una enfermedad terminal. Siguió hojeando la revista y se encontró con la figura de Ginette, actriz y vedette. Siempre se la vinculó de manera afectiva con Raimundo. Al poner la carta que representaba al empresario al lado de la que correspondía a la vedette, vio que el amor y la pasión que los había unido en un momento seguían latentes. Fue tan fuerte el sentimiento que los vinculó, que ni el odio de Laura por destruirlo todo a su paso ni el transcurrir de los años pudieron arrasar con lo que Raimundo y Ginette sentían uno por el otro. Pese a las idas y venidas, volverían a estar juntos.
Capítulo 1
Buenos Aires. En la actualidad
Millie pensó que no podía tener peor suerte: la galería de arte donde trabajaba se iba del país. ¿Y ahora qué haría?
Parecía que todo lo que había logrado hasta el momento se le iba al traste: el novio, que de un día para el otro anunció muy sonriente que ya no la amaba, tras seis años de relación y tres de convivencia; y lo de la galería de arte, que la dejaba también sin trabajo. Todo el mundo le decía que con sus conocimientos podía trabajar en Europa, pero ella se había negado; por el momento no pensaba dejar su país ni a sus seres queridos. Pero sucedió al revés, la galería la dejó a ella.
Se sentía desolada, sin trabajo y más sola que un perro. A la semana siguiente se mudaría del apartamento que había compartido durante tres años con su ex. Él se fue y la dejó sola con un alquiler elevadísimo, al aceptar un ofrecimiento de trabajar por dos años en Japón. El muy hijo de su mala madre, además de abandonarla, tuvo el tupé de comunicarle que no veía la hora de radicarse en Tokio junto a Masako, su nueva novia japonesa. En realidad Millie la llamaba «Mazacote», porque la oriental era más fea que Yoko Ono.
Consiguió, por medio de su amiga Karina, un monoambiente para alquilar en el corazón del barrio de Caballito.
—No es la gran cosa —le dijo Karina mientras recorrían el minúsculo lugar—, pero las expensas son baratas y lo alquilás por dueño directo.
Karina y ella eran amigas desde la infancia. Cuando Jorge, el papá de Millie, perdió su empresa además de quedarse en la calle, tuvieron que dejar la mansión que ocupaban en el barrio de Palermo, y él aceptó el puesto de encargado en un edificio de San Telmo. Por ese entonces, Millie era muy chiquita; tiempo después, su mamá le contó que su padre había estado muy deprimido durante meses, pero de igual manera aceptó el trabajo porque no permitiría que su familia se muriera de hambre. Al tiempo, Jorge se hizo amigo de Aníbal, el encargado del edificio de al lado, así como Liliana de Patricia, su mujer. Aníbal y Patricia tenían una hija de la misma edad de Millie, Karina, que se convirtió en su gran amiga de la infancia. Después fueron compañeras de la escuela primaria y de la secundaria, además de continuar con esa hermandad del alma. Karina se casó a los diecinueve años con su amor de la adolescencia, mientras que Millie se dedicó a estudiar Historia del Arte. Karina comenzó a trabajar como administrativa en una empresa llamada Vétex y le dijo varias veces que la recomendaría con su jefe para que trabajaran juntas, pero Millie, tan orgullosa como paciente, le dijo que le agradecía la preocupación, pero su sueño era trabajar en una galería de arte.
—Qué carrera decorativa que te elegiste; además, te van a pagar dos mangos —le había manifestado Karina una tarde que se juntaron a merendar.
Habían ido a tomar algo a un bar, y Gabrielito, el hijo de Karina, estaba más que inquieto.
—A mí me gusta mi carrera, y, además, mañana tendré una entrevista en una galería —había respondido Millie muy contenta.
—Ojalá tengas suerte. ¿Y cómo va tu relación con el nenito bien de San Isidro con el que salís?
Era cosa sabida que Karina no soportaba a Luciano. Le parecía un nene de mamá con los humos subidos hasta la estratósfera.
—A mi papá le cae rebien.
Karina sabía que Jorge había tenido una vida muy acomodada hasta que lo había perdido todo. Como le caía muy bien y era muy amigo de su papá, siempre respetó su opinión.
—Si tu papá lo aceptó es porque sabe más de la vida que nosotras, pero ese Luciano no me convence. Permiso, voy a cambiarle el pañal al nene. —Karina había posado a su lloroso hijo sobre el pecho y se había ido.
Millie había pedido un segundo café, y había deseado con todas las fuerzas de su corazón que su amiga Karina no hubiera estado en lo cierto.
Recordó esa charla seis años después, cuando apoyó las valijas en el piso de la caja de fósforos a la que se había mudado. Aquel monoambiente sería su nuevo hogar. Sin trabajo, sola y viviendo en un barrio desconocido.
Se movió durante días inspeccionándolo todo. Hizo buenas migas con la vecina del apartamento de al lado y le cayó muy bien el encargado del edificio, cincuentón y con aire paternal. Usó parte de la indemnización de la galería de arte para pagar el alquiler y las cuentas, además de contratar internet y cable.
Mandó currículum y fue a entrevistas, pero comenzó a desesperarse con el correr de los días. Pronto se le terminaría el dinero y no quería volver a la casa familiar que había dejado hacía un tiempo, cuando estaba convencida de que Luciano era el hombre de su vida. Él ya estaba literalmente en el culo del mundo junto a su adorada «Mazacote», su novia oriental. ¿Qué estarían haciendo en ese momento? Tal vez ensayando la ceremonia del té, o ella dedicándole una mamada vestida de geisha. ¡A la mierda con aquellos dos! «Yo podré sola», se dijo Millie. A lo largo de toda su vida, siempre había salido del fondo del pozo y sin ayuda de nadie. No necesitaba a Luciano ni a ningún hombre.
El teléfono la arrancó de su autocompasión y atendió con la voz entrecortada.
—¿Sí?
—¿Qué hacés, amiga?
—Todo bien. Acá, acomodando mis bártulos.
Era Karina.
—Millie, sé que estás preocupada porque no conseguís trabajo.
—No pasa nada, Kari. Estoy rebien.
—Siempre me decís lo mismo, si te conoceré. Escuchame y guardate el orgullo en el bolsillo: hablé con el gerente general de la empresa donde trabajo. Me contó que necesitan una chica para administración, porque la que estaba era una inútil y la echaron a la mierda.
Millie sonrió. Su amiga era tan malhablada como concisa a la hora de decir las cosas.
—Yo no sé nada de administración. Lo mío es el arte.
—Una carrera hermosa.
—Sí —respondió Millie con una sonrisa. Amaba su profesión.
—Pero que no te dio experiencia para hacer otra cosa. ¡Te lo dije!
—Kari, escuchame...
—No discutas conmigo, carajo. El gerente general te llamará en estos días porque le hablé rebien de vos, así que se mostró muy interesado. El pago no es la gran cosa, pero te servirá para mantenerte.
Se oyeron voces del otro lado del teléfono. Karina respondió exasperada que estaba ocupada con un llamado y después retomó la conversación con Millie.
—Amiga, ahora te tengo que cortar porque me están rompiendo los ovarios con un pago que no se efectivizó. Todo por culpa de estos de Compras que no saben hacer una sola cosa bien. Acordate de que te llamarán en breve. Beso.
Clic. Millie se quedó con el móvil en la mano y asumió la realidad: la mudanza la había dejado sin un centavo, y Karina le estaba tendiendo una mano. ¿Tenía otras opciones? No. Y si la llamaba el tal gerente general, aceptaría el puesto.
Capítulo 2
Se sentía bien vestida y a la vez, no. Y eso que Kari le había dicho que no debía preocuparse por la ropa, porque eran muy informales, no se fijaban en eso. «Tampoco te aparezcas vestida con ropa de deporte», le aconsejó la noche anterior.
El misterioso gerente general la había llamado hacía unos días y le había dicho, sin vueltas, que necesitaba a alguien urgente para «cubrir un puesto junior y realizar tareas sencillas de oficina», y la había citado para entrevistarla al día siguiente.
Millie no estaba acostumbrada a la gente nerviosa, y Juan, el gerente general, le pareció que estaba al borde del infarto de lo nervioso e hiperactivo que era. Le había explicado en detalle cuáles eran sus tareas, todo a una velocidad inaudita. Se sintió contenta porque pensó que el trabajo ya era suyo, hasta que Juan agregó:
—Te estaremos llamando, gracias por tu interés. Adiós.
La despidió con una sonrisa nerviosa. Cuando ella extendió la mano para saludarlo, Juan ni lo notó, estaba atendiendo una llamada desde el móvil, girándose en su sillón, dándole la espalda.
—¡Hola! ¡Ya voy, estaba entrevistando para un nuevo puesto! ¿Cómo que nos cayeron los de AFIP y nos retuvieron la mercadería en la aduana? ¡No me digas, ahora sí que cagamos! Bueh, ya me ocupo. ¡Calmate, Raimundo! Chau, chau.
¡Después se levantó y pasó por al lado de ella como si no existiera! Juan tenía dos móviles en la mano. Guardó en el bolsillo el teléfono con el que había estado hablando y usó el segundo para hacer otra llamada. Se volvió hacia Millie con una sonrisa.
—Qué tal, buenas tardes, señorita —la saludó.
Era evidente que no sabía quién era. Se había olvidado de ella por completo.
Millie esbozó una sonrisa forzada y se preguntó dónde demonios se estaba metiendo. Era una empresa con gente muy particular en la que trabajaba su amiga Karina.
Se retiró del lugar entre confusa y amargada. No habían pasado ni cinco horas cuando la llamaron para tener otra entrevista. En esa ocasión sería con Recursos Humanos y eso le cambió el humor. En ese momento, demoró en responder la llamada porque estaba en el súper haciendo unas compras. Un rato después, estaba con las bolsas de compras en la mano camino a su casa, cuando el móvil volvió a sonar. Era Kari.
—¡Qué bien, bolu! Sabía que Juan te daría el trabajo. Yo lo conozco bastante, es hincha pelotas, pero también un buen tipo. Además estoy segura de que vas a hacer las cosas bien.
—Una consulta: ¿por qué el sector de Administración no tiene un gerente de área? —Millie no podía quedarse con la intriga.
—¿Cómo te lo cuento? A ver: resulta que al señor gerente de área le encantaba ver porno en su oficina y no tuvo mejor idea que «invitar» a las chicas de su sector para mostrarles las escenas más pintorescas y atractivas, todo desde su humilde punto de vista, hasta que lo denunciaron y lo rajaron en medio de un gran escándalo. Un perverso el tipejo ese.
—¡Me estás jodiendo! —exclamó Millie horrorizada. «¿En dónde carajo me estoy metiendo a trabajar?», volvió a pensar.
—Ojalá fuera una broma, pero el tipo siempre me pareció muy desagradable. Por suerte, cuando lo echaron, Juan se hizo cargo de todo. Ya lo irás conociendo bien a medida que aprendas tu trabajo.
—¿Y si no aprendo? Si llego a fallar, te haré quedar muy mal.
Sintió la exasperación de su amiga aun sin verla.
—Milagros, no seas cagona. Además es supersencillo. El mismo Juan te lo va a explicar todo. Yo empecé en la empresa haciendo el mismo trabajo. Lo que sí, prestá mucha atención, porque odia a la gente lenta.
Millie puso la llave en la cerradura y abrió la puerta de su apartamento. La recibió Jim, su gatito regalado por la misma Karina. Jim, con todo su aplomo y gracia británica, tan propia de su raza, recibió las caricias de su madre humana.
—¿Qué me contás de Darío Monterrosa, el responsable de Recursos Humanos que me entrevistará? —preguntó Millie.
Mientras, seguida de cerca por Jim, acomodaba en la heladera las cosas compradas, al tiempo que continuaba conversando por teléfono con su amiga.
—Se cree mil. Pero no le prestes atención. Vos firmá el contrato y decile a todo que sí. «La Doña», como le dicen en la empresa, es un pesado.
—¿La Doña?
Karina le explicó que Monterrosa era un fanático confeso de esa conocida telenovela mexicana. Por dicha razón, hasta le complacía que en toda la empresa se refirieran a él como a la protagonista de aquel culebrón.
—Olvidate ahora de Vétex y descansá. Porque cuando entres a trabajar, no te quedará un minuto libre, amiga.
Un par de días después, concurrió a un hospital a hacerse los análisis médicos preocupacionales que le había solicitado la empresa. Volvió a su apartamento, se preparó una ensalada de almuerzo y se tumbó a dormir una siesta. Hacía calor y estaba nerviosa. Jim se apersonó para dejarse caer a un costado de su cama, y juntos dormitaron durante un buen rato. El sonido del móvil la despertó. Era una de las chicas de Recursos Humanos.
—Milagros, ya nos llegaron los resultados de tus exámenes. Todo salió perfecto. El viernes a las tres de la tarde te esperamos para que vengas a firmar contrato.
El viernes llegó puntual a su cita. Esperó y esperó. Una hora. Hora y cuarto. Hora y media. ¡Dos horas! Ya estaba medio enojada. Le pareció una falta de respeto que la hicieran esperar tanto. ¿Acaso se habían olvidado de ella?
Cuando iba a preguntar en recepción, vio aparecer a un hombre hermoso y con el cabello entrecano peinado de manera juvenil. Vestía de elegante sport y usaba unos lentes al estilo John Lennon.
—¿Milagros López Hernández?
Millie le extendió la mano. Monterrosa no respondió a su gesto de saludo. Más bien la observó de pies a cabeza.
—OK —dijo Monterrosa de manera distante después del escrutinio—. Yo soy Darío Monterrosa. Acompañame a mi oficina, por favor.
Sin preocuparse por si lo seguía o no, el tal Darío Monterrosa le dio la espalda y comenzó a caminar. Se detuvo en recepción y le habló a una chica que tenía el logo de la empresa en la pechera de la camisa blanca.
—Hoy no estoy para nadie —le indicó en tono confidencial. Millie igual pudo escucharlo—. Anotá todo, que devolveré las llamadas el lunes. Las chicas y yo nos vamos ya. Debemos at