Nunca nadie me ha amado más

Cristina Cuesta

Fragmento

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Capítulo 2

Una vez finalizado el semestre lectivo, aproveché los días que me quedaban libres para disfrutar de la playa. Russo había salido de mi radar por un tiempo y con un poco de suerte no lo cruzaría hasta mi regreso a Buenos Aires.

El sol de la Florida en pleno junio me hizo renacer. Sabía que al llegar a Argentina debería retomar la clínica y mi vida cotidiana, que por cierto era bastante monótona. Desde que mi padre de crianza —Tata o don Vito De Lucca— quedó viudo, se había encerrado en sí mismo, por lo cual regresé a la casa para poder acompañarlo. De alguna manera sentía que se lo debía.

Nuestra relación había tenido sus bemoles y se acentuó desde la muerte de mi madre. A pesar de no llevar su misma sangre, el hecho de ser tan reservada como él hacía parecer que era más hija suya que el propio Max. Mi medio hermano era simpático y verborrágico como había sido nuestra madre. No solo heredó de ella sus hermosos ojos verdes, sino un pelo lacio y rubio que me hacía envidiarlo.

Grandote y siempre de buen humor, lo demostraba en el trato con los caballos, su pasión, como veterinario especialista en cirugías de grandes animales. Yo lo llamaba «Perro» y él me decía «Vaquita», sobrenombres que solo estaban permitidos entre nosotros y que habíamos adoptado desde la niñez.

Tirada en la arena, leyendo la novela Otra noche para soñar, de Mariano Rodríguez, noté que algo me obstaculizaba el sol. De inmediato abrí los ojos y lo vi. Me paré de repente tratando de sujetar el corpiño de la bikini, desabrochado para lograr un bronceado sin marcas.

—Buenas tardes, doctor Russo. —Con dificultad me incorporé tratando de darle la mano.

—Hola, Abril, me crucé con algunos de sus compañeros y me informaron que podía ubicarla en esta playa. Quería despedirme, ya que mañana parto para su país. Además, el doctor Casabe me informó que usted me secundará en el nuevo proyecto y que necesita que acuda el lunes sin falta. Por lo visto trabajaremos cuerpo a cuerpo. Nos veremos pronto colega —se despidió apoyando su mano sobre mi hombro, erizándome la piel.

—Sí, por supuesto —respondí con una sonrisa.

Después de unos breves minutos, su silueta se diluyó entre la multitud. El tono de WhatsApp de mi celular me obligó a salir del trance. Al leerlo una mueca se asomó en mi boca. Solicitaban mi presencia a la brevedad, ya que habría un nuevo nombramiento y todo el personal debía estar presente. Aun sabiendo el resultado, esa misma tarde decidí cambiar el pasaje y regresar antes de lo programado.

Al llegar a Ezeiza estaban esperándome Tata y Max. Por suerte había hecho tiempo de comprar unos presentes para ellos y para la gente de la fundación.

—¿Cómo te fue, Vaquita? Te extrañamos con el viejo —dijo Max abrazándome mientras Tata se encargaba de mis valijas.

—Todo bien, Perro, los extrañé mucho. No estoy acostumbrada a irme tanto tiempo lejos de ustedes, hasta la comida ya me resultaba tediosa. —Pasé mis brazos por el cuello de ambos en señal de cariño.

—No parece —dijo riendo mientras me observaba el trasero, siendo este mi talón de Aquiles.

Mi viejo se apresuró en llevar las valijas al auto, y entonces aproveché para consultarle a mi hermano:

—¿Cómo está? —pregunté ávida de noticias.

—Igual, apenas habla. Estos meses que no estuviste parecía un alma en pena. Me alegra que hayas regresado, le hacés mucha falta —respondió visiblemente preocupado.

—Contame, ¿cómo va lo tuyo con Gloria? —Ese era el nombre de su última amigovia.

—Estoy solo otra vez. Parece que la maldición De Lucca nos persigue. —Sonrió con un dejo de amargura.

—¿Y vos te quejás? No soy una De Lucca, pero como Peres Rueca no me fue mucho mejor. Al menos tu padre no te abandonó como el mío. —Y en medio de la conversación que podría resultar hasta cómica, todavía me dolía el saberme abandonada por quien más debería haberme amado.

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Capítulo 3

El lunes llegó y debía presentarme en la fundación. El frío de Buenos Aires me obligaba a tapar el bronceado que había conseguido. Una camisa blanca, stilettos rojos y pantalón negro me pareció lo más apropiado. Me bañe rápido para despabilarme. Con un maquillaje suave, acentuando mis largas pestañas negras y mis ojos marrones, arrancaba la mañana. Tratando de apaciguar mis rulos, los até en un rodete e hice un brushing en mi flequillo intentando dominarlos. Abrí el perfume que había comprado en el free shop y, sin querer, prácticamente me bañé en él. Lamenté mi torpeza, ya que enseguida vino a mi memoria lo caro que me había costado. Por suerte iba a reencontrarme con mis amigos, colegas y compañeros como los doctores Claudio Sánchez, Mariel Moreno y las enfermeras del establecimiento. Antes de salir de casa preparé unos mates y le llevé a mi viejo.

—Tata, ¿se puede? Te traje un mate. —Encendí la luz y me acerqué, termo en mano.

—Pasá, nena, ¿ya te vas? ¿Qué hora es? —preguntó medio dormido sujetando la infusión.

—Son las seis y media, tengo que entrar a las ocho. —Mientras me daba el mate observé la foto que conservaba en su mesita de luz, donde aparecíamos con mi madre cuando yo era pequeña.

—¿Qué querés que te haga de cenar? —consultó animado, mientras me acercaba el termo para que le cebara otro.

—Lo que te parezca. No creo que hoy esté de ánimo. La oportunidad que esperaba desde hace tiempo se la darán a otro. No tengo mucho que festejar —contesté cabizbaja, sintiendo que mi vida estaba incompleta.

—Tenés un techo sobre tu cabeza, estás bien de salud, trabajás en lo que amás, un hermano que te adora... ¿Te parecen pocos motivos para celebrar? —Quedé callada meditando lo que me decía ese hombre casi sin estudios, fijando la vista en los palitos de la yerba que al cuarto mate ya flotaban en la superficie—. ¡Mujer! ¿Tantas noches en vela estudiando y tomando mate y todavía no aprendiste a cebarlo? —Sonreí para mis adentros.

—No, Tata, porque te tenía a vos para hacerlo por mí. —Me besó en la frente apretando con fuerza su mano contra la mía, y en ese simple gesto estaba el amor que sentía por aquella chiquilla que con solo cuatro años había cobijado bajo su ala.

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Capítulo 4

Ingresé a la clínica en horario. Ubicada en plena avenida Belgrano, era un referente para toda la comunidad médica. En esta sede funcionaban las áreas de quirófano, procedimientos invasivos e internación, además de consultorios externos, diagnóstico por imágenes y laboratorio.

A lo lejos divisé al doctor Russo. Impecable con un traje marrón claro y zapatos color chocolate, estaba de gran coloquio con la plana mayor. Intentando pasar desapercibida, el doctor Gabriel Conti me interceptó el paso con un fuerte abrazo de bienvenida.

Él había sido mi mentor en épocas de estudiante en la Facultad de Medicina. Años atrás me había traído a trabajar a la fundación y era artífice de que yo siguiera como cirujana cardiotorácica. La minireunión improvisada que se había gestado a un costado del salón de entrada era para recibir con bombos y platillos «al nuevo».

—Bienvenida, Aby querida —dijo de forma sincera, pues ese hombre de cabeza plateada me había moldeado en lo profesional a su imagen y semejanza.

—Buenos días, doctor Conti. —Y tratando de disimular le entregué una bolsa que contenía los chocolates favoritos de su esposa, la doctora Gala, y una botella de whisky de su preferencia.

—¡Pero, hija... gastaste una fortuna! —dijo sonrojado mientras relojeaba el botín.

—Doc... No es nada comparado con todo lo que usted ha hecho por mí en estos años. —No podía ignorar que siempre me había ayudado mucho para avanzar en la carrera.

—¡Charles! Aquí está la doctora Abril Peres Rueca. Vení, Aby, este buen hombre es mi ahijado, por eso me había empecinado en que hicieras tu perfeccionamiento con él. —Ahora me cerraban muchas cosas.

—Buenos días, doctora, tuvimos el placer de conocernos en Florida —aseveró Russo dándome la mano.

—Encantada nuevamente, doctor —contesté retirándome y dejé que los hombres continuaran con su plática.

Al girar sobre mis pasos noté que el bueno del visitante no podía apartar la vista de mi espalda, bueno... en realidad debajo de ella, y sin querer me ruboricé al imaginar sus pensamientos.

Pasé por la sala de enfermeras y dejé sobre la mesa, para su deleite, unos turrones bañados en chocolate junto con el café que me habían encargado. Enseguida vinieron a agradecerme y saludarme. Trataban de averiguar si seguía sola o había pescado algún yanqui durante el viaje.

—Nada, chicas, se los juro —afirmé mientras insistían en saber más—. Les prometo que el viernes a la salida nos juntamos como siempre a tomar algo y paso el «parte» de estos meses.

—Perfecto, doctora, le tomamos la palabra —dijeron casi al unísono.

Llegando a la sala de médicos había un cartel hecho en papel afiche que decía «Bienvenida, doctora Aby». El aplauso y reconocimiento de mis pares fue la constatación que necesitaba para darme cuenta de que estaba en el camino correcto.

Me acerqué para saludar y conversar con Mariel. Me había pedido que le consiguiera el libro Secreto compartido, de Sabrina Mercado. Lo habían traducido al inglés y quería tenerlo. Se escuchó por el altoparlante el llamado a la sala de reuniones para la presentación formal.

A las nueve en punto tomó la palabra el doctor Horacio Casabe, hablando del centro como una gran familia y, como tal, nos comprometía a continuar dando lo mejor de nosotros. Un nuevo integrante de renombre internacional se nos unía y convocaba a todos a trabajar de forma mancomunada.

El doctor Russo agradeció el recibimiento y pidió que lo tratasen como a uno más. «Es bien conocida la buena acogida que suelen dar los argentinos», comentó con euforia. Mientras pronunciaba esas palabras, Claudio me susurró al oído:

—Ojo con la acogida de este, mirá que vas a trabajar en forma directa con él y tiene su fama... —Sonreí por la ocurrencia, aunque para mis adentros pensaba: «¡Ojalá!».

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Capítulo 5

El día fue tomando su cauce normal. En el recinto de las enfermeras ya se corría la voz de lo buen mozo que era el nuevo doctor. Tomé las historias clínicas de los enfermos que debía revisar y me dispuse a hacer la recorrida. Intuí que lo haría sola, pues a mi colega lo mantenían ocupado.

Una vez que finalicé la ronda matutina, me dispuse a descansar en la sala de médicos, aprovechando para completar el historial de cada paciente. Inmersa en mi tarea, no reparé en que alguien había ingresado.

—Buenas tardes, Abril, disculpe que la haya dejado sola esta mañana, pero me han tenido de aquí para allá. —Su voz varonil logró sacarme de entre los papeles.

—No hay problema, doctor, cuando guste lo voy poniendo al tanto —respondí de forma cortés.

—Creo que ahora sería un buen momento. —En ese instante se sentó junto a mí, dispuesto a escuchar las novedades que se había perdido.

Tenía una camisa color natural que hacía resaltar sus ojos, que hoy parecían más verdes que celestes. Su perfume cautivador se interponía en mi concentración. Noté sus manos pulcras con dedos largos que invitaban a acariciarlas. Una vez que finalicé el relato, preguntó:

—¿Puedo pedirle un favor? —dijo casi susurrando sobre mi hombro, para ese momento un fuego ya coloreaba mis mejillas.

—Desde luego —contesté amablemente.

—¿Me acompañaría a almorzar? Por un día ya tuve suficientes halagos y lisonjas. Necesito de alguien que no tenga miedo en decirme lo que piensa y me dé un curso rápido de quién es quién en este sitio. Además, no conozco la zona y me haría bien tener compañía.

—Por supuesto —contesté. Me saqué el delantal, descolgó mi saco para ayudarme a ponérmelo, tomé mi cartera y salimos a la calle.

—¿A qué tipo de restaurante desea ir? —consulté, ya que desconocía sus gustos.

—Estoy en sus manos. Sorpréndame. —Me mordí los labios para no decir una grosería, ya que mis pensamientos eran tan fuertes que temía que llegara a escucharlos.

—Mi auto está estacionado en la otra cuadra —señalé mientras cruzábamos.

Subimos y partimos hacia Puerto Madero, ya que quería que tuviese una buena primera impresión de Buenos Aires. Le advertí que cuidara sus pertenencias cuando anduviese solo, procurando evitarle un disgusto.

Llegamos a un restaurante tradicional de carnes. Enseguida el dueño se acercó a saludarme ya que, cuando mi bolsillo lo permitía, era habitué del lugar.

—Buenas tardes, doctora. ¿Cómo está, tanto tiempo? Pensé que nos estaba engañando —comentó un tanto inquisidor alcanzándonos la carta.

—¿Cómo está, Jorge? No estuve en el país. Pero hoy le traje un nuevo comensal que es extranjero, así que hágame quedar bien.

—Su pedido es una orden para nosotros. ¿Qué van a querer degustar? —Miré a Charles y él hizo ademán para que me encargara.

—Nos trae de entrada una tabla de achuras y de plato principal asado de tira y vacío. Ensalada de rúcula y tomate cherry con aceite de oliva y aceto, una frita y de beber agua con gas. Gracias, Jorge... —Asintió con la cabeza retirando las cartas.

—Perdón, pero para acompañar me gustaría beber un buen vino. Yo no debo volver a trabajar por hoy —aclaró Russo—. ¿Qué me recomienda? —le consultó al maître.

—Si me permite, un cabernet sauvignon resultaría ideal.

—Perfecto, tráigame La Mascota, me dijeron que es un excelente vino argentino y que en 2018 recibió el premio Vinalies Internationales —contestó el buen doctor, observándome con insistencia.

—Excelente elección, señor —aseveró el maître, retirándose.

La mirada de Charles era tan intimidante que me pregunté si mi camisa se habría manchado o estaría descocida.

—¿Tengo algo? —interrogué tímidamente mirando mi blusa.

—No, solo llamó mi atención el corpiño de broderie que tiene debajo. Le recomendaría que para trabajar, en lo sucesivo, lleve una camisa menos transparente. —En ese momento sirvieron el vino y quedaron esperando su aprobación, una vez finalizado el rito contesté:

—¡Quién se cree que es para decirme cómo debo vestirme! —Mi cara seria reflejaba lo que mi boca no se permitía decirle.

—Tengo una regla que trato de cumplir con quienes trabajan conmigo. No apruebo el sexo entre colegas de la misma institución, porque por experiencia personal no termina bien y afecta la capacidad laboral, y no dudo que a más de uno, al verla con esa ropa insinuante, se le haga difícil poder cumplirla. —Llenó mi copa de agua y la suya de vino esperando una respuesta.

Medité qué decirle. Su petición me resultaba retrógrada y humillante y no estaba dispuesta a que este tipo me rebajara, por más ahijado de mi mentor que fuese.

—Pues bien, doctor Russo, lamento decirle que no cuenta conmigo para respetar su tonta regla, no es mi problema lo que pueda despertar en los demás. —Y bebiendo un sorbo de su copa de vino tinto, desabroché mi blusa para que pudiese apreciar mejor el soutien que tanto lo había inquietado.

—Por lo visto no será fácil trabajar con usted —me dijo acercándose hasta quedar boca con boca.

—Ya se acostumbrará, Charles, o morirá en el intento.

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Capítulo 6

Los siguientes meses fueron movidos. Habían ingresado varios pacientes transferidos de otros nosocomios con distintas patologías que requerían atención urgente. Si bien tenía autonomía para atenderlos, al finalizar las rondas debía dejar las historias completas en el despacho de Russo para su posterior revisión.

Me cruzaba casi todas las mañanas con él, aunque pocas veces intercambiábamos opiniones. Supervisaba mi trabajo y se iba. Prácticamente me ignoraba. Salvo por unas dos o tres ocasiones en que al verme conversando con algún colega de forma amigable, interrumpía la charla con cualquier pretexto.

Por la tarde me sentía más libre, ya que me desempeñaba en el área de los consultorios externos. Un viernes, mi secretaria Evelyn me preguntó:

—Doctora, hoy cobramos y esta noche vamos a salir a ver un show y cenar, ¿le gustaría venir? —Me sedujo la idea de hacer algo distinto.

—Claro, ¿a qué hora nos encontramos? —consulté.

—A las diez nos juntamos acá con algunas enfermeras y administrativas. Vienen también técnicas de cardio, traumato y clínica médica —contestó Evelyn emocionada.

—Perfecto, nos vemos más tarde —dije contenta.

Mi horario terminaba a las ocho de la noche y eso me daría tiempo para ir hasta casa a cambiarme. Desde la fundación hasta Acoyte y Rivadavia no tardaría más de media hora.

***

Partimos en cuatro autos. La noche estaba en pleno auge y veinte mujeres de diversas edades y estados civiles habíamos decidido pasar un buen rato. Cuando pregunté adónde iríamos, las organizadoras habían dispuesto visitar «Pegasus», ya que el lugar habilitaba dar rienda suelta a la imaginación más pecaminosa. Entramos después de pasar por la mirada inquisidora de los patovicas. Me sentía como sapo de otro pozo. No sabía que iríamos a ese sitio y me había vestido con una camisa roja, pollera recta y mis zapatos fetiches, ya que supuse que asistiríamos a un espectáculo más formal.

Al ingresar pagamos la entrada, que incluía una consumición. El menú era pizza libre. Detrás de grandes cortinados rojos se encontraban las mesas dispuestas para la diversión. Con unas margaritas y tequilas empezamos la velada. El presentador arrancó diciendo a viva voz:

—¿Qué quieren las chicas? ¿Qué quieren las chicas...?

—¡Queremos show, show, show! ¡Queremos show, show, show!

Por lo visto mis compañeritas eran habitués del lugar, que desbordaba de progesterona. El escenario estaba dispuesto para que suban varias mujeres junto con algunos mini strippers (lo digo por su contextura). Pero el verdadero espectáculo se armó a partir de las 23.30 h, cuando salieron al escenario cuatro deidades vestidos de policía, bombero, enfermero y mecánico. En ese momento se inició el descontrol.

Las damas gritaban clamando que se quitaran la ropa. Algunas eran elegidas para que ayudaran a estos adonis. Cuando llegó el momento en que el mecánico comenzó a seleccionar, desde mi mesa empezaron a decir:

—¡Ella es doctora! ¡Te puede hacer respiración boca a boca! ¡Elegila que te revisa! En ese momento se instaló el peso del alcohol que había ingerido con el estómago vacío y, sin saber de dónde saqué coraje, me dejé llevar por la arenga que hacían y subí gustosa.

Al ritmo del tema musical Déjate el sombrero puesto, de Joe Cocker, no solo desnudé a mi supuesto compañero, sino que me saqué la camisa y las medias con liga que traía puestas. De las cuatro que estábamos en el escenario bailando, fui quien ganó el champagne gratis para nuestra gente. Los seis años de danza clásica que hice durante mi adolescencia habían dado sus frutos en el baile del caño.

De allí me llevaron en andas hasta mi mesa, donde seguía moviéndome al unísono con mi compañero. Al terminar la pieza, me instó a que como broche de oro le sacara el slip. En un momento de cordura agradecí el ofrecimiento y me negué. Bajé a buscar mis medias y los zapatos, que había revoleado y no tenía idea de dónde podrían estar.

No recordaba la última vez que me había divertido tanto. Pasada la una, el entretenimiento había culminado y comenzaba la entrada general al baile, permitiendo el acceso a los hombres, que hasta ese momento había estado vedado.

Una vez que ubiqué los stilettos rojos, me di cuenta de que me faltaba la camisa. Le di las gracias al bombero que la encontró, mientras trataba infructuosamente de sacarse de encima a su damisela.

Al regresar a la mesa, mis compañeras de juerga me felicitaron diciéndome que no conocían esta faceta mía. «Yo tampoco», les contesté. Me mostraron lo que habían filmado e hicimos un pacto: lo que pasa en Pegasus queda en Pegasus.

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Capítulo 7

Algunas de las chicas se quedaron con la esperanza de encontrar a su príncipe azul en el boliche. Otras pagaron por tener una noche de placer. Las más jóvenes seducían a los de seguridad intercambiando favores. Las menos, volvimos a nuestras casas solo con la satisfacción de habernos divertido.

Me retiré apenas comenzó el baile, para poder descansar. Una vez al mes, cubría la guardia de doce horas de los sábados y debía estar presentándome para el mediodía.

Llegada la una de la tarde, aún recordaba lo que había disfrutado la noche anterior. El cielo estaba precioso y el calor de noviembre estaba instalado en esta húmeda Buenos Aires. Si bien me dolían las piernas por el bailecito que me había mandado, la cara de felicidad me delataba. Al llegar a la clínica me dije: «Hoy nada ni nadie puede arruinarme el día». Cuando ingresé noté varias miradas socarronas de la gente de seguridad, la recepcionista de la mesa de entradas, camilleros, enfermeros, practicantes, técnicos, asistentes, etcétera, etcétera.

—Buenas tardes, doctora Peres, en su oficina la esperan el doctor Russo y el doctor Conti.

—Buenas tardes, Evelyn, ¿todo bien? —pregunté.

—Y... no tanto —dijo retirándose enseguida.

Me dirigí a mi consultorio para encontrarme con ellos.

—Buenos tardes, doctores —saludé con una amplia sonrisa ante la mirada de desaprobación de ambos.

—Vení, Abril, sentate —dijo el doctor Conti—, por favor mirá este video.

Puedo asegurarles que los quince minutos que duró no tenían desperdicio.

—Se imaginará que después de esto no puedo permitir que me secunde en el quirófano —dijo Russo enfurecido.

—En mi defensa tengo que decirle que no violé su regla de oro. En ningún momento tengo sexo con un colega de la institución. Lo que está filmado en ese video fue después de mi horario de trabajo y dentro de mi ámbito privado. Además, bailo bien —acoté tratando de sacarle dramatismo al tema.

—Tan privado no fue porque se viralizó —respondió Charles—. ¿Qué clase de imagen es esa, quedándose en ropa interior? ¿Esto es lo que queremos proyectar los que estamos al frente de la institución? Es totalmente reprobable. No midió las consecuencias de sus actos, y por ese motivo nunca la elegiría como jefa de piso.

—¡Ya es suficiente! —intervino Conti mirando nuevamente el video—. ¡Sí que bailás bien, Aby! ¿Estudiaste danza, nena? —preguntó el viejo asombrado y tratando que su ahijado se relajara.

—Sí, doctor. Seis años de clásica en el Conservatorio Nacional —respondí apenada.

—Bueno, hija, sí que se notó. Esperemos que este videíto no llegue a los ojos del benemérito doctor Casabe. Doy por descontado, Charles, que, como caballero que eres, esto quedará entre nosotros. —Se levantó y antes de salir por la puerta giró diciendo—: Creo que se deben una charla sincera. Habrá que descubrir quién tuvo la malicia de subirlo a las redes. —Y poniendo la mano sobre el hombro del tano, le dijo—: Ahijado, te aseguro que conozco bien a Aby. Cuando con apenas 19 años ingresó a la UBA y me eligió para que la guiara, sé lo que luchó para poder seguir estudiando a pesar de la enfermedad y muerte de su madre. Si ella hubiese sabido que tendría esta repercusión, no dudo que lo hubiese evitado. Además, convengamos que esto fue una invasión a la privacidad. Es lo mismo que si a mí me filmaran en casa, después de un día agotador, tomando un whisky en el sillón y por eso pensaran que soy alcohólico y falto de moral. Odiaría tener que elegir entre uno de ustedes dos. La magia que se da en el quirófano cuando operan en forma conjunta nunca la he visto. Lo que tengan que resolver, ¡háganlo ya! —Al retirarse, Russo y yo quedamos unos segundos en silencio.

—¡Doctor, le voy a pedir que se retire de mi consultorio, me insultó de todas las maneras posibles! Salvo que usted en persona quiera elevar la queja a Recursos Humanos y con gusto lo acompañaré —espeté con la voz entrecortada por la furia.

—No será necesario, doctora, mi padrino la avala y para mí es suficiente —respondió en tono conciliador.

—¿Me permite hacerle una pregunta? —dije mirándolo de frente, pues quería observar su reacción.

—Por supuesto —respondió sosteniendo mi mirada.

—En estos meses que trabajamos juntos, noté que siempre trata de evitarme. Nunca un gesto de compañerismo ni una palabra amable... ¿Lo ofendí en algún momento? ¿Dije algo que no correspondía? ¿Qué le provoco para que me trate de esta manera? —Se me acercó a tal punto que pensé que me besaría, pero lejos de eso me miró y dijo:

—Doctora Abril... ¡usted no me provoca nada! —dijo y se marchó dando un portazo.

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Capítulo 8

Durante la guardia no salí del consultorio. En toda la tarde bebí solo café que me traía Evelyn, quien al igual que yo había quedado angustiada no solo por la reprimenda que recibí, sino además porque ella había sido quien filmó el video. Era inevitable pensar que alguna, a pesar de nuestro pacto, lo había compartido con alguien ajeno al círculo de compañeras de trabajo.

Al llegar a casa, pasada la medianoche, encontré a Max y Tata terminando de ver una película. No aguanté la desazón y les comenté lo sucedido con el ahijado de Gabriel Conti, el doctor Charles, mientras les mostraba el video en cuestión.

—Mirá, Vaquita, acá se te ve bailando en corpiño como si fuera una despedida de soltera. He visto cosas peores que hacen las mujeres cuando están todas juntas. ¿Cuál es el problema? Observá... esta es la mejor parte, estás moviéndote en el caño sostenida con una mano, por suerte no te pesaba tanto el trasero —comentó mi hermano descaradamente y riendo a carcajadas.

—¡Perro, te estoy hablando en serio! —respondí enojada.

—¿Era necesario que para divertirte te desvistieras? —preguntó Tata.

—No hagas un drama porque no se desnudó, viejo —contestó Max.

—A vos no te hablé. Contestame, Abril. —Mirándome serio esperaba una respuesta.

—No, Tata, no era necesario —le dije.

—Ese nuevo doctor, al cual vos hacés referencia que te habló de manera irrespetuosa... Repruebo la forma en que te lo dijo, pero no lo que pensaba. Esto no es digno de una mujer de bien. ¿Quién te va a tomar en serio después de ver esto? Me niego a creer que vos te prestaste a semejante bajeza.

—Bueno, cerremos el tema, papá. Lo que menos necesita ahora es aguantarnos a nosotros —dijo Max.

—Si tu madre viviera se sentiría muy defraudada. —De Lucca padre me tiraba con toda la artillería.

—¡Suficiente, viejo! —intercedió Max por mí como siempre, lo que dio como resultado que ellos siguieran discutiendo y yo me retirara a mi cuarto.

A la mañana siguiente escuché de lejos el timbre. El cansancio que sentía me impidió levantarme.

—Buenos días, señor. Soy el doctor Russo. ¿Podría hablar con Abril?

—¿Cómo consiguió la dirección? —preguntó el viejo, desconfiado.

—Mi padrino, el doctor Conti, me la facilitó.

—Ahhh, usted es el famoso ahijado... Entre, quiero decirle algo. —Lo condujo hasta el patio y, antes de dejarlo pasar al comedor, tomó la palabra.

—Usted ayer ofendió a mi Aby. Ella pudo haberse equivocado porque no está acostumbrada a ir a ese tipo de fiestas, nunca se le ocurrió que podría perjudicar su trabajo. Sé qué mujer criamos su madre y yo. Nunca más vuelva a faltarle el respeto a mi muchacha tratándola como a una cualquiera, porque le aseguro que se va a arrepentir, doctor. ¡Ho capito!

—Capito, señor. He venido a disculparme en persona. ¿Me permitiría hablar con ella? —Era la primera vez que reaccionaba con algo de humildad.

—Pase, le haré un ristretto mientras la despierto. —Entre paisanos se entendían.

—Gracias. —Y aceptando el ademán de Tata, tomó asiento.

—Abril, te buscan... —dijo mi viejo mientras abría la puerta del dormitorio.

Me levanté y me lavé la cara y los dientes. Mis ojos estaban enrojecidos. Me hice un rodete, me puse una musculosa y short, pero al salir me di cuenta de que no estaba calzada.

—¿Qué pasa, Tata? ¿Llegó Max? —pregunté aún dormida.

—Buenos días, doctora Abril. —Se puso de pie y su voz me dejó inerte. Vestido con una camisa celeste de mangas cortas, pantalones claros y zapatos náuticos, se veía terriblemente sexy.

—Buen día, doctor Charles... no lo esperaba aquí. —Tata, al ver mi cara de sorpresa, me extendió un mate, diciendo:

—Mientras conversan saldré a hacer unas compras. Seguramente cuando regrese usted no va a estar, por lo que me despido, doctor.

—Encantado de conocerlo, señor De Lucca. —Le extendió la mano, a lo que mi viejo respondió al saludo de la misma forma.

—¿Le hago otro café? —pregunté para iniciar la conversación.

—No, gracias, he venido a decirle algo y me marcho enseguida. No quiero robarle su tiempo libre. Sé que me comporté como un patán, no solo por lo de ayer, sino que desde que llegué me resulta difícil congeniar con usted. En lo sucesivo trataré de ser más contemplativo y empático. No soy de los que disfrutan haciendo sufrir a una mujer y menos a una buena colega. —Se lo veía nervioso, parecía que no estaba acostumbrado a disculparse.

—Le agradezco la deferencia de haber venido hasta mi casa, doctor.

—Bueno, ahora que lo aclaramos... ¿compañeros? —preguntó poniéndose de pie junto a mí y extendiéndome el saludo.

—¡Compañeros, claro! —dije mientras me acercaba en señal de reconciliación, al hacerlo percibí el aroma inconfundible de su perfume. Tomó mi mano y me acercó contra su pecho, haciéndome poner en puntas de pie. Mi excitación fue tal que se dejó ver a través de la remera. Un temblor inusual sacudió mi cuerpo.

—¡Aby, tranquila! —dijo sobre mi boca, y la saboreó como fruta fresca en verano.

Al separar sus labios de los míos, dejó que tomara aire y volvió a embestirme de forma apasionada. Rozó sus dedos sobre mis pechos, acariciándolos. Cuando me tenía vencida, a su merced, me soltó.

—Nos vemos mañana, doctora Abril. Que tenga un buen domingo.

Sentí un hacha cercenando mi corazón. Ese hombre me había reducido a la nada misma. Tuve que sentarme para poder reponerme y tratar de entender. ¿Qué podía decirme la razón que mi corazón ya no supiera? Estaba completamente perdida por él, e intuía que esto recién comenzaba.

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Capítulo 9

Las siguientes semanas, nuestro trato fue más cordial. Seguía convocándome para operar con él. Solicitaba la música de Toni Braxton. Le encantaba el tema Unbreak My Heart, muy apropiado para este tipo de operaciones. Aunque evitaba quedarse a solas conmigo, era evidente que ponía todo de su parte para poder congeniar. Hacíamos las rondas en forma conjunta e intercambiábamos distintos puntos de vista para la aplicación de diversos tratamientos.

Habíamos recibido por correo electrónico la invitación para celebrar la fiesta de fin de año, que se llevaría a cabo en el Faena Art Center, lugar de lujo ubicado en Puerto Madero. El espacioso centro, hecho con arcos de medio punto y techos altos, emulaba la arquitectura industrial de principios del siglo XX.

Sabíamos que ese día se rompían las barreras jerárquicas. Era el único momento donde se permitía el trato de igual a igual desde el personal de maestranza hasta la cúpula directiva. Cada uno podía llevar a un acompañante sin necesidad de decir qué vínculo los unía. La fiesta comenzaba a las nueve de la noche y finalizaba al amanecer.

Al faltar apenas unas semanas para dicho acontecimiento, las mujeres parecíamos endemoniadas. Dilucidábamos entre lo que nos pondríamos contra lo que verdaderamente nos entraría. Mariel y yo no éramos la excepción. En uno de los recesos que teníamos, café de por medio programamos nuestras compras.

—Desde que me enteré de la fecha dejé las harinas por completo —comentó mi amiga apenada, viendo pasar por al lado suyo unas medialunas.

—Yo las harinas y los dulces —respondí tratando de consolarla, llevábamos una dieta sana pues era de nuestro conocimiento los estragos que le produce al organismo no hacerlo.

—El sábado iré a comprarme el vestido, ¿me acompañás? —preguntó deseosa de obtener un sí.

—Por supuesto, de paso veré algo para mí aunque me faltan bajar dos kilos... Tal vez con un poco de suerte me entre el vestido que me trajo para probarme la nueva novia de Max.

—¿Tu hermano está de novio? —consultó Mariel en tono melancólico.

—Sí. Te invité un montón de veces a cenar para que pudiesen estar juntos y ver si él se anima, pero siempre estás en otra —respondí molesta.

—¡No me retes, amiga! Con lo lindo que es tu hermano, jamás se fijaría en mí... Hablando de eso, ¿cómo viene el tema con tu doctorcito?

—Como siempre. Después de lo que pasó en casa no tuve ninguna otra novedad.

—¿Pensás ir con alguien a la fiesta? Digo, para darle celos —interpeló Mariel.

—¿Con quién querés que vaya? Salvo que me tope con la lámpara de Aladino y pueda pedir tres deseos... —aseveré entre risas.

—¿Y cuáles serían? —Maru, intrigada, esperaba la respuesta.

—El primero es que quepa en el vestido azul noche que está colgado en el dormitorio de Max, el segundo es que en vez de llegar en mi Peugeot pudiese hacerlo en un convertible rojo. —Me detuve imaginando la escena.

—¿Y el tercero? ¡Vamos, decilo! —me apuró impaciente.

—Ese dejo que te lo imagines...

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Capítulo 10

El sábado en cuestión al fin llegó, por suerte no me tocaba hacer guardia y me levanté cerca del mediodía. Tata me cebaba unos mates mientras preparaba el almuerzo.

—Decime, nena, ¿hoy vas a comer ensalada con pollo otra vez? —preguntó harto de mi reiterativo menú.

—Sí, viejo, y un caldo —respondí segura de no querer sumar ni media caloría de más a mi organismo. Necesitaba probarme el tan ansiado vestido y rogar que me quedara bien, de lo contrario tendría que ponerme el que me había comprado con Mariel.

Pasó a buscarme y fuimos juntas a un spa y peluquería. Sabía que este gustito me saldría una fortuna, pero mi ánimo lo necesitaba. Empezamos con una ducha finlandesa, luego pasamos al sauna y por último nos dimos un baño con sales aromáticas coronando el relax con un masaje tailandés.

Al terminar estaba más para irme a dormir una siesta que para peinarme. Enseguida nos trajeron un té de hierbas con miel y jengibre acompañado por unas minitarteletas. Me debatía entre morder la que contenía frutos rojos o la de limón glaseado. Al final bebí el té con una de cada una.

Un regimiento de asistentes se apostaron en la habitación que el spa nos había proporcionado. Dieron manos a la obra a su trabajo. Mi amiga, de belleza natural, no necesitaba milagros; en cambio lo mío requería de un poco de ayuda. Contaba con mi sonrisa, que según decía mi madre, podía paralizar a cualquier hombre.

Al cabo de tres horas estábamos listas. Mariel, con un corte carré destacaba la delicadeza de sus expresiones. El color negro del cabello resaltaba sus ojos verdes, y maquillada en tonos pastel acorde al vestido dorado de seda que luciría por la noche.

Mi peinado fue un semirecogido. Con mis rulos se hacía casi imposible dejarlo lacio. Unos cuantos reflejos hechos a último momento me aportaron luminosidad. Tenía la piel todavía bronceada por el sol de Florida, que se destacaba gracias a los aceites que nos habían aplicado en el masaje. Mis pestañas tupidas y arqueadas resaltaban con un toque de rímel. Una sombra tenue y delineado en negro enmarcaron mis ojos marrones. Para culminar, el rouge de rojo carmesí invitaba a ser besada.

Llegué a casa pasadas las seis de la tarde. En un rato comenzaría a vestirme ya que a las 20.30 partiría para el salón. Justo llegó Max con Sandra, y después de beber un café que preparó mi hermano, empezaron las preguntas.

—¿Y, ya te lo probaste? —preguntó Sandra, ansiosa.

—Aún no. Pero ya lo hago —respondí yendo a la habitación de Max a buscar el vestido.

Tardé unos cuantos minutos en ponérmelo, no podía creer que me quedara perfecto. Era sencillo, de raso con corte strapless en forma de corazón, recto y largo hasta el piso. Por la espalda formaba un godet desde la cintura hacia abajo remarcando las curvas y... ¡vaya si lo hacía!

Salí de mi aposento para ver la cara de los presen

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