El jardín de las delicias

E. M. Cubas

Fragmento

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Capítulo 1

Carlos se arregló la pajarita con las manos temblorosas mientras en su mente daba vueltas la misma pregunta que llevaba en su cabeza desde que salió de su casa: ¿qué hago aquí? La sensación de estar totalmente fuera de lugar lo embargaba desde ese mismo momento, pero debía ser fuerte. Si quería cambiar su vida y continuar adelante, esa era la única solución viable que tenía; días de reflexiones y autocompasión lo habían llevado hasta allí. Sin embargo, sintió miedo a lo que iba a encontrar, algo opuesto a lo que siempre había querido en su vida, a sus principios, sintió miedo de lo que iba a pedir o a suplicar si fuera el caso. Respiró hondo, se giró y dio un paso atrás observando la calle a su espalda, el caminar cansino de los transeúntes que disfrutaban de la noche con calma, volvió a dudar y cerró los ojos para mentalizarse otra vez, extrajo del bolsillo de la chaqueta de su traje la tarjeta que su distinguido cliente le había dado con su nombre, la manoseó con nerviosismo y, por fin, girando de nuevo, se dirigió hacia el local que tenía enfrente. El taxi en el que llegó se había marchado hacía ya rato y él seguía parado, pronto la gente lo miraría con curiosidad y eso era lo último que deseaba. Estaba hecho, sus decisiones siempre eran acertadas y rotundas, sin sitio para la duda, así era él, por lo menos hasta ese fatídico momento que lo cambió todo.

Solo debía cruzar la calle, avanzar unos metros.

El edificio de su destino en cuestión era del siglo XIX, uno de los pocos que quedaban sin restaurar en ese céntrico barrio, pero la fachada apenas dejaba hueco para el arte, ya que las luces que la decoraban atraían todas las miradas; Carlos pensó que era de todo menos discreto y que decía a gritos cuáles eran sus intenciones, un hotel de lujo para clientes de lujo y con un enorme ego aferrado a sus paredes que brillaban en la noche de la ciudad: EL JARDÍN DE LAS DELICIAS; ¿esos lugares no tenían por ley o algo pasar desapercibidos? Él bufó ante el cartel y ante el plagio del cuadro de El Bosco en vinilo luminoso, se pasó las manos por el pelo engominado demasiado repeinado para su gusto y caminó deprisa a través de la calle que lo separaba del edificio.

Carlos mantuvo su escrutinio. La puerta, en la misma línea que el edificio, era dorada y decorada como si fueran las Puertas de Paraíso de Ghiberti y, como si de un club americano de los años 50 se tratara, estaba parapetada por dos gorilas con gafas oscuras que ni se molestaron en mirarlo, pero sí en detenerlo cuando se disponía a entrar. Carlos paró en seco contra el robusto brazo de hierro del hombre sin entender su reacción; venía perfectamente vestido, con un traje de gala, como le había dicho su cliente, ¿qué problema había entonces?

—Disculpe, desearía entrar —afirmó Carlos con el ceño ligeramente fruncido.

—Por supuesto que desearía entrar, caballero, pero me temo que no está usted invitado.

—¿Invitado? ¿Tenéis una lista de asistentes o algo así?

—Es un lugar exclusivo. —El portero lo miró de arriba abajo—. Y no creo haberlo visto antes.

—Nunca había estado aquí, pero...

—Entonces le rogaría que se marchara.

—Ya, pero... —insistió Carlos.

—Estoy siendo amable.

El otro portero por fin se movió y fue para juntar los puños y apretarlos en señal de amenaza hacia su persona, pero él no se dejó amedrentar, tenía un propósito y no iba a irse de allí sin intentarlo y dos hombres tan grandes y musculosos como esos no lo iban a detener. Tragó saliva mientras se le ocurría una solución.

—¿Qué necesitaría entonces?

—Una tarjeta de socio o una muy buena recomendación.

«Perfecto», pensó Carlos, solo le pedían eso.

—¿Esto serviría?

Carlos le entregó, al que parecía ser el jefe de los dos, el que había hablado primero, la tarjeta de su cliente y observó al hombre leer lo que en ella decía. Sin embargo, el portero no dijo nada, le devolvió la tarjeta, retiró el brazo y le indicó que pasara, ni disculpas ni más comentarios, los dos hombres armario regresaron a su posición de brazos cruzados sobre el pecho como si fueran unos robots entrenados y no hubieran estado a punto de echarlo a patadas.

Por fin atravesó la puerta, no había marcha atrás.

Lo primero que notó fue un aroma dulzón que embotaba los sentidos, un olor que invitaba al placer, que prometía horas de deseos satisfechos y de fantasías sexuales cumplidas, su cerebro así lo registró, sabía dónde estaba. Retiró la pesada cortina de terciopelo morado que lo separaba del interior y accedió al gran salón del hotel. Lo que vio allí lo dejó sin aliento, nunca había contemplado algo así, nunca había visto tanta claridad en un lugar de esas características; no era que hubiera ido a muchos, solo recordaba unas copas con unos amigos una noche de verano que perdió una apuesta, el cubata más caro de su vida. Los espaciosos suelos estaban repletos de alfombras y de almohadones de todos los tamaños y colores; la decoración, más propia de una domus romana, alternaba también con pequeñas piscinas de aguas poco profundas donde algunos daban rienda suelta a sus instintos más húmedos sin prestar atención a lo que los rodeaba; las bandejas repletas de frescas y variadas frutas que los clientes degustaban y daban a probar de forma seductora a sus parejas; las guirnaldas, las cintas y los tules se cruzaban de columna en columna creando una floresta paradisíaca. Se quedó paralizado mientras veía cómo muchos eran los que paseaban, comían, charlaban en ese jardín y todos vestidos para la ocasión con togas, túnicas y laureles. Nunca había estado en un lugar así, él pensaba que iba a una especie de club de lujo, pero eso era otro nivel, otro mundo, como si hubiera atravesado un umbral a otra dimensión, a otra época, una de simposios griegos; le gustó al instante. Cuando le hablaron de El Jardín de las Delicias, de su moral relajada, de sus mujeres y hombres, de su discreción y su belleza, de su edén del placer fuera cual fuera tu fantasía, no se imaginaba que sería así: tan claro, tan inocente en su aspecto, tan sosegado, tan clásico.

Seguía embelesado cuando un joven se acercó a él y le ofreció una copa de vino.

—¿Encuentra algo de su agrado? —le dijo el chico rubio con una ligera reverencia. Carlos solo carraspeó—. ¿Puedo ofrecerle algo más íntimo o quizás solo quiere mirar?

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Carlos, ¿había sitio para la intimidad en aquel lugar? Posiblemente habría un rincón para cada necesidad, el edificio era suficientemente grande para ello. Por fin salió de su letargo.

—Busco a La Dama.

Esa vez le tocó al joven y rubio querubín sorprenderse, ¿cómo sabía ese desconocido...?

—Perdone, señor, creo que se equivoca, nadie puede verla si no es ella quien lo decide y no tengo constancia de ninguna cita.

—Entrégale esto... —Carlos le dio la tarjeta de visita que le habían cedido exclusivamente para esa noche—... y que ella lo decida.

Carlos se dio cuenta de que había sido demasiado directo y de que rozó la grosería, pero era necesario llegar ya hasta ella. Él contaba con que su cliente hubiera hablado con la mujer, la hubiera informado de su visita y, si no era así, contaba co

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