Suspiros (Excusas de un amor 1)

Sebastián Tognocchi

Fragmento

suspiros-3

Capítulo 1

Wiederhold

Estimada Melisa:

No son más que simples excusas estas palabras mal afortunadas. Hoy me encuentro ante el agónico e incontrolable deber de confesarle... que la amo. Que lo que ha conseguido germinar en mí, jamás lo he sentido y es hoy, mi amor, más sincero del que jamás le han profesado. Y es hoy, usted, mi necesidad, aun prohibiéndome sentimientos que deberían de morir por dicha de este corazón. Soy honesto al decirle que elijo prescindir del mismo, a deber abandonar este cariño. Y puede, usted, estar tranquila y segura de que, si me lo permite, obedeceré a cada exigencia suya, a cada deseo, a cada anhelo. A cada excusa, estimada mía. A cada excusa.

Por siempre suyo... su servidor.

El lago Nahuel Huapi se extendía majestuoso frente a sus incrédulos ojos. Las mañanas en que el mismo se encontraba dormido en su gigantesca quietud, con aguas tan calmas como el más perfecto de los cristales, podían verse las montañas reflejadas sobre su superficie como un espejo perdido en el tiempo. En aquel pequeño poblado, cada estación traía consigo hermosas características únicas y, al mismo tiempo, muy distantes entre sí. Las primaveras florecían encantando los terrenos con los más variados colores y la flora resplandecía radiante entre rosas mosquetas nacientes y frutales doblándose de su peso, y los veranos eran calurosos, con temperaturas elevadas que invitaban a los pocos lugareños a bañarse en las costas del lago y en las largas y hermosas cascadas escondidas en los bosques. Los inviernos eran realmente crudos y la nieve bañaba el pueblo por completo, y los otoños... los otoños eran simplemente mágicos. Cubrían de tristeza el paisaje y enmarcaban en el clásico cielo gris la vida de todos por igual, pero cuando el sol asomaba sus rayos altos entre las nubes heladas se producía un espectáculo sin igual. Las montañas coloreaban sus bosques milenarios de coníferas, coihues, arrayanes y alerces con hojas marchitas anaranjadas, amarillentas y violáceas, y rosas mosqueta y retamas bañaban las costas de piedra y pasto delgado. Magnífico, como un cuadro pintado en óleo por el más virtuoso de los artistas. Hacia el año 1919, más de diez años habían transcurrido desde la fundación de San Carlos. Contaba, entonces, con mil trescientos habitantes y un incipiente caserío que salpicaba un arbolado natural y autóctono, entremezclando portales de piedra y madera bien trabajada con rezagos de cultura arquitectónica importada desde el viejo continente, que revelaba la habilidad de los artesanos y el espíritu alpino y europeo de los lugareños. Las viviendas, pensadas para ser duraderas, eran realizadas con tablas de madera y techos de tejuelas de alerces, fabricadas con importantes pendientes para impedir la acumulación de nieve sobre su superficie.

La noche había cerrado oscura tras un largo día de trabajo y el centro del pueblo, en su pasividad reinante entre las extensas montañas, brillaba tímidamente a la luz de la única taberna, ubicada a un costado del aserradero y sobre la orilla del lago Nahuel Huapi. A paso apresurado, Ángel cruzó la calle de tierra seca intentando descifrar las voces y risas ahogadas en copas que se escabullían desde su interior, sin quitar las manos de sus bolsillos para evitar el entumecimiento por la helada. Al llegar a la puerta y habiendo sacudido sus pies, la empujó y esta crujió, lo que le permitió el paso, para terminar por cerrarse a sus espaldas. Parecía estar el pueblo entero allí dentro y, saludando, se acercó hasta su habitual mesa.

—Hola, Salvador.

—¡Ángel! —Se sorprendió observándolo ingresar con alegría y, frente a sus ojos, dobló una carta de prolija caligrafía y la guardó con apuro en su bolsillo—. Creí que ya no vendría.

—¿Otra vez escondiendo a su amada? —reprochó Ángel entre risas, al tiempo que corrió una vieja silla de madera para sentarse—. Bien sabe que no lo dejaría solo. Disculpe mi demora.

Aquella taberna era manejada, desde sus inicios, por el señor Antonio, uno de los más queridos personajes del poblado. De construcción precaria y decorada con objetos de antiguos moradores, era el centro de reunión de los pueblerinos. El señor Antonio era un viejo amable, delgado y de larga y ondulada barba blanca, que trataba a todos como a su propia familia. Cuidaba y aconsejaba a cada poblador, ofreciéndoles caricias tras largos días de agotadoras tareas. La pared que se erguía detrás del mostrador se encontraba cubierta de cientos de botellas, en su gran mayoría vacías, de los más puros y caseros alcoholes que calentaban las entrañas de los trabajadores en los crudos inviernos. Allí, también, entregaba la correspondencia el correo proveniente de la ciudad de Neuquén por la nueva carretera que sorteaba aquel viaje de 500 kilómetros de distancia en apenas cuarenta horas de travesía, gracias a la moderna aparición del automóvil. Ángel era un sujeto de estatura media y ligera robustez, de veintisiete años de edad. De barba tupida y mirada franca, solitario vivía su vida en aquel recodo árido por las heladas del sur, y depositaba sus noches en una pequeña cabaña bien provista sobre una quebrada apenas alejada del centro de la ciudad, rodeada de bosques y prados extensos desde donde se sentaba por las tardes a observar las aguas del lago. Salvador Conti era su amigo más íntimo, su confesor y su compañero. De igual estatura, aunque un poco más fornido y unos años más joven, sus cabellos rubios encantaban a las mujeres del pueblo y alrededores. Ambos trabajaban en la Sociedad Comercial y Ganadera La Chile-Argentina, desarrollada a orillas del lago, en lo que solía ser el pequeño aserradero de Carlos Wiederhold. Este último, vecino y propietario del almacén San Carlos, había tenido la virtud y el ingenio de canalizar un arroyo e instalar en él una rueda de paletas que, en movimiento por la fuerza hidráulica que le proporcionaba el agua constante proveniente de las altas cumbres, accionaba una sierra que le facilitaba elaborar los tirantes y tablas para sus construcciones. Al comentarse en el pueblo su invento, pronto comenzó a recibir pedidos de los lugareños y, sin siquiera percatarse ni buscarlo, su pequeño taller personal terminó por constituirse como el primer aserradero de la región. En aquellos tiempos, San Carlos crecía de manera exponencial y ofrecía oportunidades para todos los que deseaban instalarse en él.

—Sabe que debo conocerla, Salvador —lo incitó Ángel al tiempo que la mesera le acercó un tarro limpio y una botella de vino abierta, sonriéndole. Este agradeció y acomodó su espalda en el asiento.

—Bueno, no estoy de acuerdo. Sé que no debe conocerla, sino que quiere conocerla. Eso no es exactamente lo mismo. —Ángel rio sirviendo su copa.

—Aun así, no debería esconderla por tanto tiempo. Usted aquí, en este pueblo, y ella... ¿dónde es que vive, que no me ha contado? —Salvador sonrió sin responder—. ¡Vamos! Cada semana se envían correspondencia. ¡Creo que llevo años observándolo esconder las cartas en sus bolsillos!

—Dígame qué piensa hacer, Ángel —lo interrumpió cambiando el rumbo de la conversación. Al hacerlo, este borró su sonrisa y acomodó su espalda en el respaldo una vez más.

—Ya conoce mi opinión y sabe lo que deseo hacer.

—¿Está realmente convencido?

—Así es. ¿Cómo piensa llegar lejos en la vida, sin jamás a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos