La candidata perfecta

Andrea Muñoz Majarrez

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1837

El salón de lord Ferrars estaba abarrotado. La alta sociedad disfrutaba de una entretenida velada con música, baile y conversación. Era la Temporada y, en aquel salón, se estaban planeando numerosas uniones matrimoniales sumamente beneficiosas. Algunas debutantes se presentaban esa noche, a la espera de conocer a un pretendiente adecuado para poder contraer un matrimonio ventajoso.

Entre ellas estaba la joven de dieciséis años Audrey Morgan, una muchacha alta, con una figura curvilínea, cara redonda, ojos azules, y cabello de un tono negro azabache que brillaba a la luz de las velas. No destacaba por su belleza, pero sí por su simpatía e inteligencia.

Aquella noche, Audrey no estaba atrayendo la atención de los jóvenes casaderos que allí se encontraban, a pesar de que se había puesto sus mejores galas. Llevaba un vestido de muselina de color rosa, con escote en forma de uve, encajes en los bordes, y el pelo recogido en un moño alto, con tirabuzones.

Audrey Morgan tenía el estatus social perfecto para encontrar un buen partido. Nacida en Ellis Hall, Sussex, era hija de los marqueses de Clayton. Tenía un hermano mayor, Clive, que se había casado el año pasado, y una hermana menor, Julia, que aún no había debutado. Su familia era respetada y admirada por toda la alta sociedad. Eran ejemplo de virtud y saber estar.

Además de tener una buena posición social, Audrey tenía una habilidad única, que solo conocían sus más allegados. Era una excelente celestina. De hecho, en su corta existencia, ya había sido la precursora de tres uniones. La de su hermano Clive con lady Annabella Hawke, la de su tía Melissa con su tío Arthur, y la de su prima Clare con lord Clivedon.

Ella siempre era la intermediaria. Primero, hacía posible que la futura pareja se conociera, y después hacía de las suyas para que saltara la chispa, ya fuera a través de notas románticas u organizando encuentros fortuitos. Con solo mirar a una persona y a otra, era capaz de saber si estaban hechos el uno para el otro. Por desgracia, todavía no había conseguido encontrar a su alma gemela, y temía que esa noche tampoco iba a lograrlo.

Estaba Audrey sentada en un rincón del salón, junto a su madre y su tía Melissa, rodeada de un grupo variado de mujeres solteras, casadas y viudas. Se dedicaban a conversar sobre las últimas novedades y deslizaban algún que otro rumor sobre alguno de los asistentes. Audrey se estaba aburriendo terriblemente, pero tampoco tenía otra cosa que hacer. Su carné de baile estaba completamente vacío, ningún joven quería bailar con ella, y no porque le faltaran ganas. Le encantaba bailar.

Estaba observando con cierta envidia a las parejas que daban vueltas en la pista de baile, cuando, de repente, el grupo empezó a murmurar. Entonces, vio al fondo de la sala a dos jóvenes caballeros con muy buena planta.

Se quedó hechizada, al igual que el resto de las damas allí presentes. Ambos eran altos, muy apuestos, y rubios, aunque uno de ellos tenía el cabello más oscuro. Estaban charlando con dos jóvenes muy hermosas que no dejaban de sonreírles.

—¿Quiénes son? —preguntó una mujer del grupo.

—Lord Michael Davenport y lord Henry Crawford. El primero, que tiene el pelo más oscuro, es nieto de lord Davenport, duque de Branston, y el segundo es hijo de lord Crawford, marqués de Guildford —contestó lady Greystoke.

Las damas miraron a ambos caballeros con curiosidad.

—Según tengo entendido, a pesar de su buena posición, su vida es una sucesión de escándalos. Digamos que llevan una vida un tanto licenciosa. Muchos padres temen por la virtud de sus hijas cada vez que esos dos aparecen —explicó lady Greystoke.

—Bueno, es natural que dos caballeros jóvenes quieran divertirse un poco antes de casarse. Aunque es preferible que ese tipo de asuntos se lleven con discreción. Sin embargo, en el caso de las jóvenes casaderas, ese comportamiento es intolerable. Ahora casi todas prefieren quedarse solteras para poder hacer lo que les plazca, en vez de cumplir con su deber, que es casarse y traer hijos al mundo. Esto es lo que trae el progreso. Aquí cada uno hace lo que se le antoja. ¡Un auténtico disparate! Ya no se respetan las tradiciones. Por eso, estoy firmemente en contra de la modernidad. La tradición es lo más importante. El progreso no ha traído nada bueno —afirmó lady Burton, indignada.

«¡Dios mío, lo que hay que oír!», pensó Audrey, poniendo los ojos en blanco.

Harta de escuchar aburridas conversaciones de señoras que se escandalizaban por cualquier cosa, decidió levantarse e ir a buscar algo de comer. Pensó que, dadas las circunstancias, tampoco tenía otra cosa mejor que hacer.

—Vuelvo enseguida, si me disculpan —dijo mientras se levantaba.

Al instante, su madre la miró con suspicacia. Ignorando ese gesto, Audrey se dio media vuelta y se fue directa a la mesa alargada situada allí cerca, que estaba repleta de suculentos manjares. Pasteles de merengue y hojaldre, tartaletas de mermelada de frambuesas, caviar y mucho más.

Cogió un plato y lo llenó con un surtido variado de pastelitos de merengue y crema. En ese momento, notó la mirada inquisidora de su madre, que no aprobaba que comiera a horas intempestivas, debido a su tendencia a engordar con facilidad.

Decidió escabullirse y esconderse detrás de una columna, que tenía una cortina de terciopelo. Allí se quedó de pie, apoyada en la pared. Empezó a comer y sintió enseguida el delicioso sabor del merengue en su paladar. En esos momentos, era la persona más feliz del mundo. Le encantaban los dulces, su gran perdición.

De repente, comprobó que sus dedos estaban manchados de merengue y, cuando quiso limpiarse, se dio cuenta de que había olvidado coger un pañuelo. «¡Maldita sea! ¿Y ahora qué hago?», pensó, angustiada. No le quedaba más remedio que salir de su escondite. Iría a la mesa, cogería lo que necesitaba y regresaría rápidamente adonde estaba.

Pero no iba a ser tan sencillo. Empezó a caminar con el plato en la mano, buscando con la mirada a su madre que, en ese instante, estaba hablando con lady Greystoke. De repente, al levantar el pie de nuevo y posarlo en el suelo, se tropezó con el bajo de su falda, que era demasiado largo.

Pudo evitar caerse gracias a unas manos que la agarraron por los hombros. No obstante, los pasteles aterrizaron en su falda, con tan mala suerte que se manchó. Se miró el vestido, horrorizada, y lo supo entonces. Su madre iba a matarla.

—¡Oh, dios mío! —exclamó, apurada.

—No se preocupe, ahora mismo la ayudo a limpiar este desastre —dijo la persona que estaba frente a ella.

Audrey alzó la vista y se quedó totalmente sorprendida. Lord Henry Crawford la estaba mirando con una amable sonrisa dibujada en su rostro. Enseguida, el caballero desapareció para volver al instante con un paño mojado. Se agachó y empezó a retirar el merengue que había esparcido sobre la falda de su vestido. Audrey estaba muerta de vergüenza, aunque agradecía su generoso gesto. Se quedó quieta, mientras él intentaba ayudarla, y empezó a notar cómo su pulso se aceleraba. Él terminó su tarea, se levantó y la miró.

—Ya está. Creo que no se notará.

Audrey se mordió el labio inferior, nerviosa, mientras se frotaba las manos.

—Muchas

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