Algo más que nuestras promesas

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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1. Cinema Zenith

—Has heredado una ruina —Donna hizo un mohín de desagrado—. Y encima estás contenta. ¿Debo darte la enhorabuena?

Lionetta se mordió el labio inferior y alzó la cara, tratando de abarcar con la vista la fachada de su nueva propiedad. Algo que resultaba casi imposible, porque ocupaba cuatro alturas y se extendía más de treinta metros a lo largo. Al fin y al cabo, durante años, fue el primer cine que abrió dentro de las murallas defensivas de Perugia.

Lo que su abuelo Carlo le había dejado, junto con una promesa y un secreto.

Un pequeño mundo que honrar.

—Soy emprendedora. Como Chiara Ferragni.

—¡Claro! —Donna puso los ojos en blanco—. Salvo por los modelitos, Instagram, el glamour y...

—Seguro que ella tiene mejores amigas que yo —refunfuñó Lionetta.

—Todas esas famosas tienen un «squad». Tú nos tienes a Marco y a mí. Considérate afortunada—. Donna acompañó la frase con un gesto despectivo de la mano.

A pesar de los nervios y de las palabras de su amiga, Lionetta sonrió. Los tenía a ellos, era cierto. Dos amigos inseparables que la habían acompañado desde su niñez, sin importar lo dura que se había vuelto la vida. ¡Y cómo de cruel y despiadada había sido los últimos meses! Respiró hondo y tragó saliva, como si así pudiera engullir también los recuerdos que tanto daño le hacían y que la habían llevado a aquel lugar.

El edificio se alzaba, majestuoso e imponente, en el corazón del casco antiguo. Con las grandes piedras que formaban la fachada, todas irregulares, una muestra de cómo se hacían las cosas en el pasado, ese que Perugia exhibía en sus monumentos centenarios, en sus calles estrechas y empinadas, repletas de escaleras debajo de los arcos que conectaban las casonas y los palacios que se erigían en tonos parduzcos o grises.

El Cinema Zenith pasaba desapercibido ante los turistas que llenaban de vida la ciudad, porque estaba integrado en la arquitectura antigua. Un tesoro escondido en la ciudad cuyo oro era el chocolate.

—Venga, entremos de una vez.

El portón de madera maciza también había acusado el paso de los años y se había cuarteado en algunas zonas. El dintel era circular y tenía una pequeña ventana cuyos cristales estaban rotos.

Lionetta deseó que eso no fuera la tónica general de lo que se iba a encontrar en el interior. Siempre había tenido esperanza. Afrontar con ella la vida era mejor que ver el lado negativo. E incluso cuando las cosas malas sucedían (siempre lo hacían) quedaba la posibilidad de aferrarse a la esperanza hasta que se extinguía. Al igual que durante esos segundos en los que una vela tardaba en apagarse. «Una fracción de esperanza», como la llamaba su abuelo, y que era su momento preferido de los cumpleaños. Más que los regalos, la gente, las fiestas. Prefería esos instantes en los que pedía un deseo, porque siempre mantenía la esperanza de que, pidiera lo que pidiera, podría cumplirse.

Y Lionetta no podía evitar preguntarse qué era lo que su abuelo había deseado tanto durante tantos años y que no había podido llegar a ver cumplido. Cuando la enfermedad empeoró y la mente de su abuelo regresó al pasado narrando una y otra vez anécdotas en aquel cine con su «alguien especial» como él le llamaba, Lionetta tuvo la certeza de que el sueño de su abuelo era haber podido rehabilitar aquel lugar y el pequeño restaurante del interior.

Ella estaba dispuesta a cumplirlo. Aunque su abuelo ya no pudiera apagar más velas. Aunque se hubiera llevado con él gran parte de la esperanza.

Sin darse cuenta, suspiró y Donna notó la tristeza en ella. Se había empeñado en ocultarla, pero a veces se le escapaba.

—No nos lo perderíamos por nada del mundo —Marco la sorprendió. No sabía cuánto rato llevaba detrás de ella. Giró el rostro y lo vio. Con el pelo rizado muy oscuro y los ojos negros—. Porque somos tus amigos y no hay locura lo bastante grande para apartarnos de ti.

—Sabes que eso es así, ¿verdad, Lionetta? —Su amiga, que sonreía con ternura y un ligero toque de compasión, rodeó sus hombros y la estrechó contra ella—. Juntos incluso al interior de un cine encantado.

—¿Quién dice que esté encantado?

—Tengo la firme teoría de que todo lo que tiene más de cincuenta años está encantado.

Lionetta rio y sacó la pesada llave de hierro que abría el candado, tan cubierto por el óxido que las yemas de los dedos se tiñeron de rojizo al tocarlo. Cuando la introdujo y la giró, tenía el corazón acelerado dentro del pecho.

Abrió el candado y entre los tres empujaron la puerta, que se quejó con un crujido de su edad y desuso. Enseguida percibieron el olor a humedad, a polvo acumulado, a moho, en una mezcla rancia que necesitaría de lejía, sol y mucho desinfectante para desaparecer del todo.

—No hay luz, así que encendemos las linternas de los móviles y vamos iluminando, ¿de acuerdo?

Sus amigos asintieron, aunque no parecían demasiado convencidos al apreciar tanta incuria. Lionetta, sin embargo, se fijó en el pasillo que se extendía ante ella. Levantó el móvil y la linterna iluminó sus pasos. Recorrió unos veinte metros. Al fondo distinguió la taquilla, donde se vendían las entradas. Se asomó. Todo parecía congelado en el tiempo: la mesa, la silla, la caja registradora, los carteles de películas del último año que aquel lugar había estado abierto.

Giró a la derecha. Localizó unas pesadas cortinas de terciopelo que estaban tan cubiertas de polvo que, al moverlas a un lado, notó cómo una capa espesa cayó sobre ella. Estornudó.

—Vamos a salir con alergia de aquí —Escuchó a Donna a sus espaldas, pero ella no hizo caso. Cuando levantó de nuevo la linterna y vio lo que había ante ella, sintió que la emoción llenaba su pecho.

Habían llegado al alma de aquel lugar: a la sala de cine.

Las filas de asientos estaban colocadas haciendo una ligera pendiente hacia un escenario cubierto por unas cortinas oscuras. Lionetta recorrió el pasillo mientras con la mano tocaba el respaldo de los asientos sin importarle que los dedos se le llenaran de suciedad y polvo.

¿Cuántas historias escondía aquel lugar? ¿Cuántas citas de amantes? ¿Cuántas lágrimas al ver una película? ¿Cuántas caricias furtivas? ¿Cuántos secretos?

Al avanzar más, descubrió que había un pasillo que partía la sala en dos y que conducía hacia la izquierda.

—Eso debe ser el pequeño restaurante del que hablaba mi abuelo —dijo, dirigiéndose hacia allí.

Pero para su sorpresa, estaba prácticamente vacío. Solo quedaba la barra. Aun así, pudo imaginar la disposición de las mesas. Después de todo, su abuelo se lo había detallado, como si no hubieran pasado más de cuarenta años desde que había estado allí. Vio dos puertas más. Una daba a la pequeña cocina, con una ventana enorme desde la que podía verse el patio interior. La otra puerta daba a unas escaleras. Lionetta alzó el móvil y localizó un cartel en el que podía leerle «SCATOLA».

—¡Oh, el palco! ¿Vamos a subir?

—Espera, Lionetta —habló Marco—. A lo mejor las escaleras no están en condiciones.

—¿Qué quieres decir?

—Que huele mucho a humedad. Y a lo mejor

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