Una pasión inadecuada (Minstrel Valley 18)

Christine Cross

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1809

El silencio absoluto que reinaba en la mansión resultaba aplastante en comparación con los gritos que se elevaban desde la habitación de los condes, situada en el ala este del piso superior.

—¡Te odio! ¡Te odio!

—¡Basta ya, Rachel! —le espetó con dureza contenida—. No eres más que una niña mimada y consentida. Empieza a comportarte como una mujer.

—No te parecí una niña cuando me pediste en matrimonio —repuso la dama con la voz cargada de desprecio.

El conde apretó los puños para contener la rabia que lo asaltó. Había conocido a Rachel en una de tantas fiestas a las que acudía, y su belleza de cabello negro y ojos oscuros lo había fascinado, a pesar de ser mucho mayor que ella. Comenzó enseguida a cortejarla, como hacían otros muchos caballeros. Para todos ellos tenía sonrisas coquetas, pero él estaba decidido a convertirse en el único dueño de su corazón. Cuando pidió su mano, su padre, el vizconde, aseguró que Rachel estaría feliz de convertirse en su condesa.

—¡Te odio! —volvió a repetir ella.

Clavó su mirada en los profundos ojos negros de la dama, tan negros como su alma, y suspiró con tristeza.

—Lo sé —respondió en un susurro amargo.

Lo descubrió poco tiempo después de contraer matrimonio. Ella no lo quería, no quería a nadie más que a sí misma. Primero habían comenzado las quejas, luego habían seguido los silencios, las burlas y, finalmente, los gritos.

—Creíste que podía enamorarme de ti —continuó ella con sorna, como si no hubiese oído su respuesta—. ¡Qué estúpido eres! Me casé contigo por tu riqueza, sí, por tu riqueza. Era lo único que me interesaba de ti.

A pesar de que ya lo sabía, no pudo evitar que el dolor traspasase una vez más su corazón. Se había dejado seducir por la belleza de una víbora y ahora tenía que soportar su mordedura.

—Esta noche es la cena en casa de los Dawson —le dijo, retornando al origen de la discusión—, y tú estarás presente.

Rachel se volvió hacia él. Su rostro de alabastro resaltaba enmarcado en la larga cabellera negra que caía hasta su cintura. Sus facciones eran de una perfección casi irreal, y su cuerpo conservaba la belleza y lozanía de la juventud, pero sus ojos... sus ojos, velados por el odio, parecían dos pozos profundos donde solo había vacío.

—Te he dicho que no iré. Jamás permitiré que nadie me vea así —gritó, señalando su abultado vientre.

Sus palabras eran una copa rebosante de amargura, y el conde se preguntó si aquel sentimiento y el odio que rezumaba afectarían a su hijo no nacido. Pensar en la criatura actuó como un bálsamo para su corazón. Cuidaría de él, volcaría en él todo el amor que su madre había rechazado darle, lo educaría y le enseñaría todo lo que su padre le había enseñado a él. Su corazón se llenó de orgullo, pero también de temor.

Se había enterado del embarazo de su esposa gracias a una de las doncellas de la condesa. Por ella había sabido también que Rachel había intentado deshacerse de la criatura, y por eso había designado a algunos sirvientes para que la vigilasen siempre que él no estuviese con ella. Aunque le costase reconocerlo, tenía que admitir que su esposa se comportaba de una forma cada vez más violenta, y tenía miedo de lo que pudiera hacer si la dejaba sola.

—Y yo te digo que irás, Rachel —repitió en tono paciente, como si le hablase a una niña—. Son amigos de tus padres y te conocen desde que eras una niña, no les importará verte así —razonó con ella.

—¡Pero a mí sí! —chilló—. ¿No te das cuenta? Estoy deforme...

—Estás hermosa —la interrumpió él, y era verdad. Presentaba una belleza delicada, etérea, pero que poseía también un aura trágica.

Como perlas de cristal, las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

—No es verdad. —Arremetió contra el conde, golpeando con sus puños sobre el duro pecho de él—. No es verdad.

—Shhh —la tranquilizó, abrazándola con fuerza—. Todo está bien.

En ese momento, la criatura que crecía en el vientre de ella dio una fuerte patada que sintió contra su estómago. Un poderoso sentimiento de amor y de fiera protección se apoderó de él y se juró a sí mismo que su hijo crecería feliz.

Rachel se quedó quieta entre sus brazos. Su cuerpo dejó de temblar. Entonces, se alejó de él y lo miró con fijeza. El conde se estremeció cuando vio en sus ojos el brillo de la locura.

—No nacerá —declaró, como si hubiese sido consciente de los pensamientos de él. Su tono afilado y frío cortaba como la hoja de un cuchillo—. ¡Juro por lo más sagrado que tu hijo no nacerá!

El conde abandonó el dormitorio de su esposa en silencio, y una doncella se apresuró a ocupar su lugar. Los sirvientes lo vieron bajar las escaleras y dirigirse hacia su despacho. Cualquiera de ellos habría jurado que no era el mismo hombre que había salido poco antes de aquella misma habitación; tenía los hombros vencidos y la mirada ausente, y su rostro estaba marcado por un profundo dolor.

Entró en su despacho, cerró la puerta con llave y se derrumbó sobre una de las butacas. Entonces, en la soledad de la callada estancia, se cubrió el rostro con las manos y lloró en silencio.

Unas horas después, lo despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Tras desahogar la tristeza que lo atenazaba, había bebido demasiado, y el sopor se había abatido sobre él.

—¡Milord, milord!

El tono era apremiante. Se puso en pie y se acercó con paso vacilante a la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó con tono cansado al criado que se encontraba en la puerta. Su gesto preocupado hizo que el estómago le diera un vuelco. «Mi hijo», pensó.

—La condesa, milord... ha escapado.

Sus peores temores se hicieron realidad en aquel instante, pero no era momento de echarse a temblar.

—¿Qué ha pasado?

—Cuando John fue a relevar a Mirna, la encontró tirada en el suelo, inconsciente. La condesa no se encontraba en la habitación —le explicó, nervioso.

El conde corrió hacia las escaleras y las subió de dos en dos. Llegó al dormitorio de su esposa casi sin aliento. Su ama de llaves y otra doncella se ocupaban de curar la herida que Mirna tenía en la cabeza y que todavía sangraba. Se hallaba sentada en una butaca y su rostro se veía pálido. En su boca había un rictus de dolor.

—Se pondrá bien —aseguró la señora Evans al ver la mirada de preocupación en los ojos azules del conde.

Este asintió, agradecido. Se internó en la estancia y recogió del suelo la hermosa bata de seda de su esposa, que él había mandado traer expresamente para ella desde la lejana China. La apretó contra su pecho, donde el dolor lacerante se había vuelto insoportable, y observó la estancia.

—Ha salido por la puerta del jardín, milord —lo informó el mismo criado que le había advertido de la desaparición de la condesa.

El gran ventanal se hallaba abierto de par en par, y se acercó hasta él. Un estremecimiento lo recorrió cuando comprendió que su esposa debía haber descendido por allí. Embarazada de ocho meses, se había deslizado por la gruesa enredadera que abrazaba la fachada poste

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