A un tiempo

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Prólogo

Segundos, minutos, horas...

La más impresionante máquina de precisión nunca antes vista. Una maquinaria de colosal grandor para medir el tiempo.

Un inmenso muelle motor era impulsado por una extraordinaria cinta de acero templado, que generaba una descomunal fuerza de torsión al enroscarse para poner en funcionamiento el complejo y enorme mecanismo. Cinco engranajes disminuían la fuerza y aumentaban la velocidad con asombrosa exactitud para hacer que el sistema de escape girara e impulsara la manecilla que mostraba el horario. Un gigantesco eje sobresalía para conectarse a la aguja que indicaba los minutos y un pequeño tren de engranajes alterno giraba cada sesenta ciclos para establecer una puntual y precisa relación entre el minutero y el horario.

Los colosales rugidos solo podían traducirse en... un tictac grandilocuente nunca antes escuchado.

Un diminuto hombre vestido de frac observaba desde las alturas el esplendoroso mecanismo. Una canastilla grúa lo sostenía, entre sus manos llevaba una tableta electrónica. Números y más números desbordaban de aquellas anotaciones. De pronto, un inusual temblor provocó que la maquinaria se cimbrara como un movimiento telúrico de nueve grados en escala de Richter. El pequeño hombre apenas logró mantenerse en pie. Sofocó un suspiro y se alisó el frac. Con un ademán le indicó al operador que lo hiciera descender.

Una vez que estuvo en tierra firme, suspiró aliviado. Dobló el tablero hasta convertirlo en una práctica calculadora de bolsillo y lo guardó en el interior de su chaqueta. Luego se acicaló el cabello con las manos y se cercioró de que sus zapatos de charol estuvieran lo suficientemente brillosos, y enseguida su metro con treinta se desplazó ágilmente por un pasadizo de cristal hasta perderse de vista. Los fluorescentes del techo se iban encendiendo a su paso. Energía pura carente de masa flanqueaba el corredor. Una imponente puerta de cristal bruñido se alzó ante sus pies. Se aclaró la garganta y se acercó al mecanismo de la pared. Miró con su ojo derecho por una lente que sobresalía como un microscopio. Después, apretó un botón. Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló de un lado a otro y exploró el ojo como un escáner. La puerta se abrió.

El silencio en el interior de la prístina habitación era sobrecogedor. Un escalofrío recorrió la piel del hombrecillo. Sus ojos se pasearon inquietos a su alrededor. Algo en su fuero interno le advirtió que debía anunciarse.

—¿Maestro? —musitó, mientras el espacio vacío que lo rodeaba lo hacía sentirse aún más empequeñecido. Respiró profundo y volvió a intentarlo—. ¿Maestro? —Esa vez, su voz resonó en toda la habitación. Se sintió contento y orgulloso de su aplomo, pero el efecto no duró mucho. Una voz masculina, suave y sonora, reverberó en la habitación.

—¿Qué sucede, Minut?

El hombrecillo se sintió estremecer.

—Disculpe la molestia, maestro... Tenemos una situación.

El dueño de la voz materializó su impresionante silueta de dos metros con treinta frente a él. Eso lo intimidó aún más.

—Tienes mi atención, habla.

Minut sintió que las palabras no le salían. Un solo error de cálculo y el maestro no se lo perdonaría. Tragó saliva y se encomendó a los dioses del tiempo.

—Universos bolsillo, maestro.

Dos ojos grandes y oscuros se posaron sobre él.

—¿Estás seguro?

—Desde luego, maestro. Las últimas sacudidas nos han provocado otros treinta segundos de retraso.

Con la ayuda de la leontina, el hombre sustrajo su reluciente reloj de faltriquera del chaleco del frac. Una auténtica joya bañada en oro de forma ovoidea. Lo abrió, consultó la hora y exhaló un profundo suspiro.

—¿Cálculos?

Con una eficiencia nunca antes vista, Minut consiguió su inseparable artilugio electrónico. Apretó una tecla y sonrió.

—Ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, maestro. Aunque... dadas las últimas sacudidas...

El hombre lo interrumpió con un ademán.

—¿Tienes las coordenadas?

—Por supuesto que sí. Aunque debo advertirle que el objetivo se mueve. Eso nos daría una variación de...

—¡Minut! —lo cortó impaciente.

El rostro del hombrecillo se puso de mil colores. Apretó otra tecla y se apresuró a dar respuesta.

—Cincuenta y un grados, treinta y un minutos, veintiséis segundos al Norte. Cero grados, siete minutos, treinta y nueve segundos al Oeste.

El gigantesco hombre se acarició la ancha barbilla y no dijo nada durante mucho rato.

—¿Londres? —preguntó al fin.

—Es correcto, maestro.

—Bien, hazte cargo de los detalles Minut.

Sus diminutos ojos se abrieron de par en par.

—¿Quiere decir que...?

Una amplia sonrisa iluminó el rostro del hombre.

—Así es, mi pequeño genio, permitiremos que el tiempo se desdoble.

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¿Valió la pena?

Londres.

Julio 24, 2014.

9:30 a.m.

El Aston Martin cupé color gris que conducía Catherine Bellafonte se detuvo a las puertas del Corporativo Terranova, en un moderno edificio de doce pisos ubicado en la City, distrito financiero de la capital inglesa.

Un corpulento hombre con facha de pocos amigos se acercó para sostenerle la puerta y recibir el auto.

Cubierta con un vestido de tubo que moldeaba su cuerpo como una segunda piel, Catherine Bellafonte descendió con elegancia y feminidad mientras sus labios apenas se curvaban en señal de agradecimiento. El enérgico paso de sus tacones de aguja resonó contra el pavimento mientras caminaba hacia la entrada. Una delicada estela con aroma a bergamota y un tono suave rosado floral impreciso ondeaba a su paso.

En el vestíbulo, una mujer detrás del mostrador la saludó.

—Buenos días, señorita Bellafonte.

Sin detener su camino hacia el ascensor le correspondió con una media sonrisa. Entró con aire ausente y apretó el botón del piso once. «¿Si pudiera retroceder el tiempo y conservar las experiencias de lo que he vivido hasta ahora?», se preguntó; al mismo tiempo sonó su teléfono móvil.

—¿Pronto? —contestó.

La voz de Vicenzo sonó junto a su oído.

—Buongiorno, principessa!

Un mohín cruzó en sus labios, aunque se alegró de que él no estuviera presente para ver su expresión.

—¿Qué quieres? Estoy en el ascensor.

—Escucho que no estás de humor. Te vendrá bien salir esta noche.

—¿Cómo dices? ¿Creí que...?

—Cambié de opinión. Vendrás conmigo.

Tal actitud no obedecía a una casualidad, a juicio de Catherine, por lo que no intentó ocultar su opinión.

—¡Maldita sea, Vicenzo! Odio que me hagas esto.

—No tienes elección. Le diré a Aiden que se ponga en contacto contigo para darte los detalles. Chiao, principessa!

Catherine oyó que colgaba mientras el peso de los recuerdos se cargaba con sus palabras. Seis años y demasiados tropiezos desde entonces. Casi habría podido jurar que los dioses del karma parecían empecinados en fastidiarle la vida.

Catherine Bellafonte y Vicenzo Terranova coincidieron una tarde de octubre de hacía seis años. Ella cursaba el último año de la carrera de Administración de negocios en la Universidad de Cambridge. Trabajaba en una agencia de publicidad como pasante. Conocía el nombre de Vicenzo Terranova, que, además, era toda una celebridad de la industria vitivinícola. Pero, hasta entonces, jamás se había cruzado con él.

Aquella tarde estaba al teléfono cuando las puertas del ascensor se abrieron y, con unas zancadas propias de un hombre determinado y enérgico, el recién llegado se acercó a su escritorio. Su apariencia la dejó boquiabierta. Y no era que ella hubiese recibido pocas atenciones por parte del otro sexo pues, a decir verdad, era una hermosa mujer que tenía el camino pavimentado por el deseo de los hombres. Pero jamás se había topado con un hombre tan perfecto; hermoso, incluso. Vestía una chaqueta de pana, jersey de cuello alto y vaqueros deslavados. Alto, fornido, elegante, distinguido y con una tez morena que reflejaba la luminiscencia de la piel mediterránea. Eso sí, con unos añitos encima –a ojo de buen cubero le calculó que rondaba la cuarentena–, que lo hacían lucir madurito y bastante tentador. Contrariada, se apresuró a colgar el auricular.

—Buonasera, signorina! —dijo él, sonriéndole franco y abierto.

Se estremeció ante la sonoridad de sus palabras. O tal vez fuera el ritmo, el hermoso acento italiano, la intensidad y la calidez. O quizá todo ocurrió al mismo tiempo.

—Buonasera, signore! —contestó, con una sonrisa algo estúpida.

—Vicenzo Terranova —se presentó—. ¿Eres nueva?

Ella apenas asimiló las palabras, solo podía concentrarse en el encanto italiano y en los profundos y vigilantes ojos negros que parecían mirar todo a su alrededor.

—Catherina Bellafonte —dijo al estrechar su cálida mano.

La atracción del momento pareció ser mutua, porque días después Vicenzo le envió un enorme ramo de rosas rojas. De algún modo, conocerla más a fondo se convirtió en una obsesión para él. Sin duda, acostumbrado a vivir entre mujeres exuberantes y bellas, Vicenzo entrevió en Catherine a su principessa. A la mujer perfecta para convertirse en la más exquisita joya de la que cualquier hombre pudiera jactarse de poseer. Por supuesto, para un hombre altamente competitivo, vanidoso y exitoso como él, los compromisos emocionales no entraban dentro de sus planes. Lo suyo eran las relaciones carnales y esporádicas.

Catherine, en cambio, se sintió turbada y alucinada por el impresionante arreglo floral que tanta envidia causó entre sus compañeras. La tarjeta que lo acompañaba era el último requisito para concluir que ese hombre podía robarle hasta los pensamientos:

Nada se compara a tu inconmensurable belleza, principessa.

Significaría mucho para mí que aceptaras cenar conmigo.

Tuyo, Vicenzo.

Así las cosas, dos días después cenaron en un restaurante del que Vicenzo era cliente habitual. El capitán lo saludó por su nombre, los condujo a un rincón y los acomodó en la mejor mesa. Les sirvió vino acompañado de pan y carpaccio de salmón. Vicenzo saboreó los alimentos con lentitud, estudiándola con la mirada. Le habló de las exigencias de su trabajo y otros temas de diverso interés.

Catherine, a su vez, le dijo que vivía con una amiga, empleada también de la agencia. Agregó que era hija única. Su madre falleció cuando tenía dieciocho. Al poco tiempo, su padre encontró consuelo en los brazos de Maggie, una viuda como él. Fue entonces cuando ella supo que debía velar por sí misma. Obtuvo una beca para concluir sus estudios en Cambridge y decidió mudarse a Londres. A Gianmarco, no lo mencionó. De su existencia se enteraría Vicenzo mucho tiempo después.

—¿Pedimos más vino o...? —Él calló, como si no le pareciera propio de un caballero manifestar segundas intenciones.

Catherine sostuvo su mirada sin desviar los ojos.

—Me tengo que ir.

—Entiendo. —Hizo una pausa e intentó elegir las palabras que quería decir—. Sé que no tengo ningún derecho a ello, pero me preguntaba si aceptarías volver a cenar conmigo.

—Me encantaría.

A pesar de su premisa inicial, Vicenzo tuvo que admitir que Catherine era el mayor reto al que se había enfrentado. Hacía muchos años que no se sentaba con una chica de su edad que, además de hermosa, pudiera conversar con él con tanta destreza. A partir de ese momento se obsesionó con ella y eso la hizo aún más deseable.

El movimiento del ascensor la sobresaltó. Antes de que pudiera poner punto final a su conmoción, las puertas se abrieron.

Mientras sus pies se deslizaban determinantes sobre el suelo cubierto de alfombra, Catherine inhaló la bocanada de aire más profunda que pudo. Su cabeza se despejó. Lo cual le pareció bastante irónico. Esa mañana ni siquiera Pietro, su instructor de Hatha Yoga, había logrado que pusiera la mente en blanco.

Una atractiva rubia salió detrás de su escritorio al verla llegar.

—Buenos días, Catherine.

—Buen día, Jackie. ¿Enviaste el contrato que te pedí? —preguntó enfilando hacia su despacho.

—Sí —le contestó al tiempo que la seguía—. También llamaron del Cavendish para confirmar la cena de esta noche.

—Perfecto. Encárgate de localizar a Aiden. Necesito los detalles sobre la llegada de Vicenzo.

—¿Algo más?

—De momento, eso es todo.

Catherine esperó a que Jackie cerrara la puerta para contemplar el enorme ventanal con vista al centro de Londres. Ese día el sol no brillaba y, por lo tanto, no podía extender su calor por la tapicería de los muebles ni animar el despacho. El viento seguía ululando como una resaca de gritos, que le hablaban con la misma fuerza y seguridad que cada noche, cuando brotaban todas sus inquietudes y recordaba los versos escritos por Dryden: «Adondequiera que vaya, mi alma estará contigo. Es solo mi sombra lo que puedo llevar lejos de ti».

Frente a ella se hallaba el Puente de la Torre, uno de los símbolos emblemáticos de la ciudad. Al mirarlo pensó en Gianmarco. Todo había sucedido en menos de lo que tardaba el minutero en recorrer la esfera del reloj, o así se lo parecía a ella. «Qué curioso es el tiempo. Se repliega y ataca. Y un suceso puede ocurrir en un instante. Estaba tan deslumbrada con el fascinante mundo de Vicenzo que los acontecimientos que sucedían a mi alrededor me envolvieron de manera inevitable».

A sus veintiocho años, Catherine Bellafonte era presidenta ejecutiva de Bodegas Terranova. «Encajarás a la perfección, principessa», había dicho Vicenzo. «En mi ausencia, serás mis ojos». Catherine recordó que había pronunciado aquellas palabras en referencia a su sorpresivo nombramiento. Ahora, sin embargo, entendía que las deslumbrantes cosas que habían venido ocurriendo habían sido cuidadosamente planeadas por Vicenzo. No lo había hecho por ella, sino por él. Para complacer su ego. Para darle gusto al cuerpo.

Oyó la voz de Jackie por el altavoz. Se apartó del ventanal y se acercó al escritorio para tomar el auricular.

—¿Sí?

—Catherine, Aiden en la línea uno.

El corazón le latía como si le fuera a reventar. Había cambiado de humor y tenía la cara descompuesta por la rabia. Apenas escuchó en el auricular la voz de Aiden decir «Hola, hermosa», hizo todo lo que pudo para tranquilizarse.

Aiden Lombardi era algo más que solo el asistente personal de Vicenzo. Era un amigo, un buen amigo, con el que compartía dudas y pesares. Él siempre parecía tener la respuesta para todo o, al menos, veía el lado amable de las cosas.

—Te echo de menos —le contestó.

—Y yo a ti. ¿Te sientes mejor?

Se sentó de un tirón, deseando insultar a Vicenzo. Hacía menos de diez minutos había hablado con él. ¿Cómo podía saber Aiden cómo se sentía? No le había contado nada sobre sí misma, ni una cosa salvo saludarlo.

Pero mientras ella permanecía en silencio, anonadada, iracunda, Aiden respondió:

—Digamos que no es muy difícil adivinarlo... Solo tú tienes el poder de exasperarlo de ese modo.

—No sé qué me pasa, Aiden.

—No te presiones tanto.

Suspiró antes de contestar, decidida a mantener una conversación.

—¿Alguna vez te has preguntado qué pasaría si pudieras echar el tiempo atrás?

—No sé qué decirte, preciosa. ¿Sigues atada al pasado? No tiene sentido.

—He cometido muchos errores.

—Más bien eres una mujer que se deja llevar por sus pasiones. No es tan malo.

—Aiden... no supe amar como se debía.

—La única que puede resolver ese problema eres tú. Las decisiones se toman.

Tenía razón. No era una buena idea perder la cabeza por el pasado, además, anhelar a Gianmarco, del que poco sabía, al que hacía tiempo que no veía y cuyo estilo de vida ni siquiera reconocería, era, sencillamente, una estupidez. Vicenzo era su trabajo, su rebelión... su vida.

—Perdóname, por favor. Estoy muy confundida.

—¡Esa es mi chica! Escucha, el Rolls estará esperando por ti a las siete. ¿De acuerdo?

—Descuida, estaré lista.

—¿Cath?

—¿Sí?

—Todo irá bien.

—Seguro. Gracias, Aiden.

Catherine colgó, pensando en cuán precipitadamente había tomado las decisiones en su vida. Pero, en ese momento, renunciaría a todo con tal de estar con Gianmarco. Claro que Aiden tenía razón, había ciertas cosas que jamás podrían remediarse una vez arruinadas. Harta, dolida, ofendida, desilusionada. Estuvo un buen rato con la mente en blanco, sintiéndose una estúpida; repitiéndose, como un mantra: «Es tu culpa, Catherine. ¿De qué te quejas, de qué te lamentas? Deberías estar feliz y decirte que te saliste con la tuya. ¿No eres la amante de Vicenzo? ¿Qué más quieres? ¿Qué te importa lo que te haya pasado? Te fregué, Gianmarco. Ojalá me hubiera acostumbrado a ti».

Intentó relegar a Gianmarco al fondo de su mente y centrar la atención en la fiesta de esa noche. Eso significaba que tenía que concentrarse, relajarse, estar serena y conforme. Descolgó el teléfono y marcó el número de Xavi. Necesitaba que sus manos obraran maravillas.

Así, quince minutos antes del mediodía, Catherine, envuelta en un albornoz blanco, entró en una cálida y apacible sala, cuyas paredes pintadas de color azul cielo invitaban a la relajación. El aire olía a lavanda y de fondo se escuchaba el sonido de las olas del mar al romper suavemente. En el centro había una mesa de masajes cubierta con sábanas de un blanco inmaculado. Casi enseguida, Xavi, alto, moreno y bastante bien proporcionado, se reunió con ella.

—Catherine —dijo en voz baja.

Se acercó y lo besó en ambas mejillas.

—Xavi, necesito magia.

Con un ademán inconfundible la invitó a que se quitara el albornoz y se tendiera sobre la mesa.

Obediente, se tumbó boca abajo con los brazos a los costados, la cabeza de lado y cerró los ojos.

Xavi se colocó un poco de aceite de sándalo en las palmas de las manos y se las frotó ligeramente para calentarlo. Después, las apoyó sobre la espalda desnuda de Catherine. Comenzó deslizándolas ligeramente a lo largo de los músculos. Luego, entrelazó movimientos transversales y en círculos para vigorizar el flujo linfático.

—¿Problemas, Catherine?

—Lo de siempre.

Él comenzó a aumentar la presión con la base de los pulgares para acelerar la estimulación. Después, amasó con suavidad los músculos de los trapecios mientras alternaba con movimientos ondulatorios y, al mismo tiempo, el canto de sus manos golpeaba rítmica y repetidamente la zona. Así, con avidez y destreza, Xavi continuó manipulando sus músculos. Y, bajo la influencia benéfica de sus movimientos, Catherine comenzó a dormitar, quedando atrapada en un día en particular.

Estaba en el patio principal de la Universidad de Cambridge, pero se sentía más perdida que una niña en un supermercado. Intentaba orientarse con un mapa que le servía para maldita la cosa cuando, distraída, avanzó unos cuantos pasos y chocó accidentalmente contra un vigoroso torso. Evidentemente, sus pertenencias resbalaron de sus manos y quedaron desperdigadas en el suelo. Fastidiada, apenas se fijó en el dueño de semejante carrocería. Mascullando un juramento en italiano, se agachó y, al sentir que alguien la ayudaba, alzó la vista y, aunque se ruborizó, le sostuvo la mirada. El hombre la estaba observando con sus bondadosos ojos azules, que brillaban límpidos en medio de una sombra de barba y el hoyuelo de su barbilla. Estaba tan cerca de ella que le llegó el olor de su piel.

Se otearon de hito en hito durante un buen rato, hasta que finalmente la ayudó a levantarse y dijo:

—Lo siento, ¿estás bien? Soy... Gianmarco Daza.

Fue entonces que lo vio realmente. Era apenas quince centímetros más alto que ella. Vestía una playera de la selección italiana y unos vaqueros. Aun así, se fijó en su vigoroso torso y sus brazos fuertes. Su pelo negro, que, sin ser excesivamente corto ni largo, le caía revuelto sobre su rostro y, aunque no era propiamente un dios del Olimpo, tenía un no sé qué, sobre todo por la forma en cómo la estaba mirando. Como un músico que podría buscar a su musa justo antes de ponerse a tocar.

—Catherina Bellafonte —le contestó, ruborizándose.

—¿Primer semestre? —preguntó.

—Sí... No. Quiero decir, gracias.

Intrigado, arqueó la ceja.

Catherina no supo por qué, pero de pronto le entraron unas ganas locas de darle explicaciones.

—Lo que sucede es que acabo de cambiar mi residencia a Cambridge. La verdad es que todo esto me parece una locura. Gracias, yo soy quien debería pedirte disculpas. Estaba tan distraída tratando de orientarme que...

Antes de que pudiera terminar la frase, la tomó de la mano y dijo:

—No hay nada que una taza de té Darjeeling no pueda resolver. Vamos, de paso te ayudaré a orientarte.

Desde el momento en que le dijo la primera palabra, Catherina olvidó lo que estaba buscando porque en realidad ya lo había encontrado.

Gianmarco era el mayor de los hijos de Alexander y Gabriella Daza. Educado, de buen humor y, como todo inglés, con un sentido estricto de la puntualidad.

Ya fuese por tradición o por ser el único varón, su padre esperaba que, ya que había concluido sus estudios en Ingeniería ambiental y sustentabilidad, se hiciera cargo del negocio familiar, Orgánicos Daza. Sin embargo, él parecía tener otros planes. A sus veintiocho, se había convertido en todo un amante de la viticultura, incluso estaba comenzando a plantearse la arriesgada aventura de comercializar un vino orgánico.

Catherine despertó de su ensueño al sentir que Xavi la cubría con la sábana.

—Te dejaré unos minutos para que reposes, Catherine.

Ahogó un suspiro. La tensión sobre sus hombros había desaparecido milagrosamente, pero tenía grabado el recuerdo a fuego en su mente. De la misma manera que algo acerca de sus apreciaciones la seguía atormentando. Estaba en su naturaleza. Siempre había sido alérgica al matrimonio, lo consideraba como una abdicación para cualquier ser libre como ella. Era una mujer en movimiento que se dejaba llevar por sus pasiones. Gianmarco se había empeñado tanto en que se casaran y ella le había temido demasiado a la rutina con él. En contraposición, el flirteo era algo tan natural en Vicenzo como respirar y se portó tan bien con ella que decidió sacrificar su amor por Gianmarco y darse el gusto entregándose a su ideal romántico. Vicenzo, con su fama y portento, había puesto en duda lo que sabía de ella misma y de sus sentimientos. «Vicenzo solo se coronó y a ti te fregué, Gianmarco».

Nada de cuánto sucedió fue por mero azar. Su vida hasta entonces parecía confirmarlo: había escogido el arquetipo de casanova solo para descubrir que se trataba de un donjuán egoísta y misógino, que propagaba haberla seducido para refrendar su afán de superioridad.

«¿Valió la pena?».

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¿Si pudiera retroceder el tiempo?

El Aston Martin de Catherine se detuvo en el patio principal de un edificio en Holland Park, quince minutos antes de las cinco de la tarde.

Con una rapidez admirable el joven acomoda coches se acercó para recibir el auto. Catherine bajó y enfiló directo al vestíbulo, donde Sergei, el portero, la escoltó amablemente hasta el ascensor privado.

—Señorita Bellafonte —dijo e inclinó ligeramente la cabeza ante las puertas abiertas.

En pago obtuvo una gloriosa sonrisa que se perdió de vista cuando las puertas se cerraron. Luego, la cabina comenzó a ascender hacia el espectacular ático que abarcaba dos pisos e impresionantes vistas sobre el conjunto de Londres. Rodeado en su mayoría, a lo largo, por paredes de cristal para ofrecer a la totalidad de las habitaciones vistas ininterrumpidas de la ciudad, estaba equipado con seguridad de acceso biométrico, suelo radiante, iluminación Lutron, pantallas de plasma ocultas en las salas de recepción y persianas con mando a distancia. Distribuido en seis dormitorios, cuatro baños, dos salones, una cocina, un comedor y una terraza en la azotea, era toda una obra de arte de la arquitectura moderna. Una mezcla de estilo industrial con materiales y colores.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Catherine estaba en casa. «¿Qué clase de hogar?», se preguntó, mientras contemplaba con aire ausente la decoración retro del salón principal. En medio de la neurosis que había comenzado a experimentar al lado de Vicenzo, una de las mejores evasiones que tenía en sus tiempos libres era ir transformando aquel sitio en su refugio.

Después de un segundo de vacilación, se preguntó lo único que nunca hubiera creído, ni querido, cuestionarse: ¿Estaba realmente ocurriendo todo eso? Catherine había imaginado «el hogar» de una manera muy diferente. En sus más soñadas fantasías, un perro labrador cuidaría de la casa cuando sus dueños no estuvieran. Después, ella llegaría del trabajo, apresurada para preparar la cena, pues su hombre no tardaría en alcanzarla. Al verla en la cocina, le sonreiría y la besaría con ardor. Durante la cena ambos conversarían sobre lo acontecido en su día, para más tarde hacer el amor hasta caer exhaustos y dormir abrazados. Pero la realidad era muy diferente. Sin perro. Sin amor ni caras felices. Tan solo un hombre para transitar del pleito al coito.

—¿Todo bien, señorita Catherine?

Se volvió y vio a Tamara, la simpática mujer de aspecto oriental y mediana edad, que hacía las veces de su ama de llaves.

—Sí, por supuesto —dijo esforzándose por esbozar una sonrisa—. Nicky no tarda en llegar. Encárgate de acomodarla en la biblioteca.

Dicho lo cual, enfiló presurosa a su habitación.

Según lo previsto, treinta minutos pasadas las cinco de la tarde, Nicky llegó al apartamento. Tamara la condujo hasta la biblioteca. A pesar de que no era la primera vez que aquella joven merodeaba por ahí, paseó la mirada a su derredor buscando sabe Dios qué.

—La señorita Bellafonte la atenderá enseguida —dijo Tamara, con el afán de interrumpir su escrupuloso examen.

—Gracias —le contestó con cierto nerviosismo. No obstante, no pudo dejar de admirar la salita acogedora y agradable con sus estanterías repletas de tomos antiguos. Aunque jamás se había topado con Vicenzo, por el carácter tan masculino que reinaba ahí, no le costó trabajo imaginar el descomunal desborde de testosterona que debía tener.

Antes de lo que hubiese esperado, Catherine, envuelta en una bata de seda y con el cabello recogido en una coleta, apareció en el salón.

—¿Lista, Nicky?

La joven dio un respingo.

—¿Eh...? Sí, Catherine. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Esta vez me gustaría llevar el cabello recogido. Ya sabes, con algunos mechones caídos a los lados. Necesito que las esmeraldas se destaquen. ¿Entiendes? —Le sonrió cortésmente y se acomodó en uno de los sillones.

—Desde luego. Aunque debo decirte que las esmeraldas te harán el honor.

Catherine rio. Tenía que reconocer que a aquella joven lo de aupar a las personas se le daba fenomenal.

—¡Ah...! Y ¿Nicky?

—¿Sí?

—Haz que el maquillaje parezca lo más natural.

Asintió vagamente y se hizo de las tenazas con cierta rigidez.

Esa súbita torpeza extrañó a Catherine. Hacía casi un año que Nicky era su estilista de cabecera. Desde el momento en que la había conocido, le había parecido que bajo su actitud profesional había una joven divertida y ávida de cotillear. A riesgo de parecer una entrometida, pero también pensando que le iría de perlas ocupar su mente en otra cosa que no fuera Vicenzo o Gianmarco, decidió investigar un poco.

—¿Sucede algo, Nicky? Pareces algo nerviosa.

La joven soltó las tenazas y tardó unos segundos en contestar.

—N... No lo sé, Catherine. Esto te parecerá ridículo, pero estar aquí me provoca escalofríos.

La miró, convencida de que no la había entendido bien.

—N... No me malinterpretes, Catherine. Me refiero a la vibra.

La miró cada vez más confusa.

—Discúlpame, por favor. No quise ser...

La interrumpió con un ademán.

—No te disculpes. Es solo que ¿podrías explicarme qué quisiste decir con eso de «vibra»?

—Mil perdones, quise decir... energía. Sí, eso es. La energía de este lugar es densa.

Catherine se echó a reír.

—¿Densa? ¿Densa bien o densa mal?

El rostro de la joven se puso de mil colores.

—Bueno, pues más bien tirando a pesada. Yo diría que la persona que entra aquí a menudo es bastante temperamental.

Catherine se quedó reflexionando unos segundos. Después, soltó la risotada.

—Mil perdones, Catherine. No quise ofenderte.

—No, no, de ninguna manera —repitió Catherine—. Tienes toda la razón, Vicenzo es muy temperamental.

Fue entonces que la joven volvió a coger las tenazas y sus manos se pusieron en acción.

En uno de esos segundos o minutos, cuando Catherine sintió que su ser entero estaba concentrado en las manos de Nicky, que acomodaban su cabello, le pareció escuchar de nueva cuenta las palabras de Aiden: «Las decisiones se toman». Y pensó en Gianmarco. De los dos hombres de su vida, él era el que acudía con frecuencia sin tener que evocarlo. «¿Qué sería capaz de hacer Vicenzo para quitarlo de su camino?», pensó, sintiéndose obligada a considerar lo improbable. Cierto, Catherine Bellafonte había aprendido a ser desconfiada; primero, por la naturaleza de su trabajo y, después, por su tiempo al lado de Vicenzo. Sabía que el mercantilismo era fundamental para el éxito de Bodegas Terranova, pero también sabía que era la mejor treta que Vicenzo podía emplear para arruinar a Gianmarco. Lo cual la condujo a una única conclusión y se recordó que al día siguiente debía revisar con lupa cada cláusula del contrato con Orgánicos Daza.

Treinta minutos pasadas las seis de la tarde, Nicky concluyó su labor. Catherine, satisfecha, se incorporó y, en un acto muy impropio de ella, abrazó a la joven como muestra de agradecimiento.

—Un placer, Catherine. Estarás magnífica como siempre.

—Gracias, Nicky. La próxima vez recordaré acomodarte en el salón principal —sonrió. Consultó su reloj de pulso y se apresuró hacia la habitación para vestirse.

El reloj marcaba las siete en punto de la tarde cuando la cabina del ascensor se detuvo. Catherine Bellafonte se veía soberbia con el vestido de organdí línea A de forma triangular color verde musgo, que se ensanchaba a partir de las caderas. Las espléndidas esmeraldas reverenciaban su ya de por sí sofocante belleza. Unos zapatos de tacón kitten heels de cinco centímetros, muy al estilo de Audrey Hepburn, completaban su atuendo.

Cuando las puertas se abrieron, una nube de bergamota y rosado floral impreciso envolvió a Sergei, de tal suerte que al tipo le costó Dios y ayuda acompañarla hasta donde el RR Phantom sedán negro la esperaba.

El hombre que viajaba en el asiento trasero del Rolls debió de haberla estado observando desde hacía buen rato, pues abrió la puerta y alargó un brazo para ayudarla a subir.

—¡Bellísima, Catherine! —pronunció con beneplácito, barriéndola de arriba abajo.

Catherine supo lo que diría incluso antes de que él le abriera la puerta. Sus galanteos aún tenían el efecto de dejarla sin respiración, aunque se había acostumbrado a ellos.

—Hola, Vicenzo —dijo, y acercó los labios para rozarle ambas mejillas. Enseguida percibió las notas verdes alimonadas de su fragancia veraniega. Llevaba un clásico esmoquin negro y zapatos de charol. Su pelo corto y perfectamente acomodado.

El auto se puso en marcha. Vicenzo miró por la ventanilla y Cahterine aprovechó para observar sus canas. Aún ahora le parecía un hombre atractivo. En un momento dado, debió perderse imaginando que sus labios perfectos y carnosos la besaban y borraban las cicatrices entre los dos. «¿No me vas a besar, al menos?».

Él debió sentir su mirada.

—¿Sucede algo, Catherine?

Los matices de su voz mostraron cierta brusquedad y, al percibirlo, Catherine se sintió accionada por un cordel que hubieran cortado. Conocía las reglas. Vicenzo podía tomarla de todas las maneras posibles mientras le decía lo perfecta que era. Pero jamás la besaba. Una locura, tal vez, teniendo en cuenta que Catherine le había rogado tantas veces que lo hiciera. «¿No me besas?», le dijo ella la primera vez que hicieron el amor, en Umbría. «No. Quiero tu felicidad. Asegurarme de que te doy lo que necesitas», le contestó él. «Entonces, bésame. Hazme el amor. Ya sabes». «Lo que yo sé y lo que tú quieres no tienen por qué coincidir. Tu boca no es mía y jamás lo será. Acostúmbrate». Esa sería en adelante su actitud: negarse a besarla, aunque no le apartaba los labios cuando ella se los buscaba; pero no hacía el menor movimiento de respuesta, se dejaba besar con indiferencia. Y tenía razón. En la boca de Catherine estaba toda la esperanza, necesidad, excitación; todo lo que había intentado negar y expulsar de su cabeza. Su boca era la parte de ella que quería aceptar todo lo que Gianmarco le ofrecía. Esa noche, sin embargo, ella quería cualquier maldita cosa que la hiciera estar profundamente compenetrada con Vicenzo.

Él la seguía mirando directamente a los ojos. Se aferró a aquella mirada torva, que ahora ya sabía cómo manejar, y comprendió que un beso no haría la diferencia en su relación; o, mejor dicho, en el acuerdo coactivo que mantenían. Porque detrás de ese atractivo engañoso, se escondía un hombre capaz de hacer cualquier cosa con tal de retenerla a su lado.

—¿Sabes? Esta tarde escuché algo curioso sobre ti.

—¿Ah, sí? Me pregunto qué puede ser.

Catherine rio.

—Por lo visto no me lo dirás.

—Temperamental, señor Terranova —le dijo al oído.

Vicenzo lanzó una risita.

—Solo contigo, principessa.

Catherine entrecerró los ojos, segura de que se proponía decirle algo más, quizá también esperando un indicio de que le estaba destinado y que ella quería estar con él. Pero en ese momento Vicenzo alargó la mano y le rozó el pómulo para su mayor desánimo. No dijo nada. No hizo nada más.

No era posible que eso lo satisficiera. ¿Qué le pasaba? ¿Y ese mutismo? A Catherine no le gustaba. En particular, esa noche no se sentía en sintonía con él. No tenía idea de lo que él quería, de lo que pensaba, y le dio la impresión de que el espacio en el interior del Rolls se empequeñecía.

Minutos después, el auto aminoró el paso. Una fila de lujosos vehículos avanzaba con una aplastante lentitud, esperando ser recibidos por los acomoda coches a la entrada del N5 Cavendish Square, la antigua sede de la embajada española. Estilo y arquetipo del ocio opulento y entretenimiento en el West End londinense. Recién posicionado en el mapa como uno de los refugios más exclusivos.

Finalmente, el auto se detuvo. Un joven vestido de chaleco rojo y pantalón negro se acercó para abrirles la puerta.

—¿Lista? —preguntó Vicenzo volviéndose hacia ella.

Asintió vagamente. Acto seguido, Vicenzo le besó la mano y salió del auto.

Una alfombra roja se extendía sobre la acera del edificio. Le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Luego, en un gesto protector, le dio el brazo. Catherine se aferró a él como si su vida dependiera de ello. Un nutrido grupo de gente formado por la élite londinense avanzaba delante de ellos. Los paparazzi les pedían que posaran.

—¡Signore Terranova! —gritó uno.

Vicenzo asintió, la atrajo hacia sí y posaron brevemente.

Mientras la lente captaba la imagen, la mente de Catherine quedó atrapada en un recuerdo, como tantos otros que solían golpearla en los momentos menos oportunos: Catherine Bellafonte se encontró en Italia.

Era su primera vez en un evento de gala y, aunque se sentía ilusionada por la velada, tenía los nervios crispados. Vicenzo no paró de recordarle que se acostumbraría. Por una ironía, sus preocupaciones eran más bien las contrarias. Quería que el príncipe que la condujera al reino encantado y desconocido fuera Gianmarco, ningún otro. Reprodujo el revuelo y la sensación que causó. Se sentía como una debutante primeriza con todos esos caballeros que la rodearon nada más entrar al salón. Tanto que, al ver que era objeto de muchas miradas, Vicenzo tuvo uno que otro acceso de posesividad.

Catherine no pudo impedir que los músculos de su cuerpo se tensaran. Vicenzo le apretó ligeramente el brazo y, en respuesta, sus labios se extendieron en una fina línea.

El salón restaurante Sabor, acondicionado para tan distinguido evento, combinaba a la perfección las prácticas de lujo, estilo de vida y arquitectura. Estaba iluminado por decenas de candiles colocados estratégicamente a todo lo largo. Las paredes de resina epoxi azul con pesados cortinajes brillaban. Las mesas y sillas de metal blanco engalanaban el ambiente con cierto toque vintage. Un par de esculturas de hielo, que simulaban un enorme racimo de uvas, flanqueaban la entrada. Al fondo, el escenario reservado para una gran banda. De momento, un cuarteto de violines interpretaba un concierto de Alban Berg. Los camareros, vestidos de blanco, circulaban por todo el salón con bandejas con copas de Brut Prestige Rosé, NV, Tattinger.

Vicenzo detuvo a uno y se hizo de dos copas. Le pasó una a Catherine para tranquilizarla y alzó la suya a manera de celebración. La burbujeante bebida color salmón con tonalidades cobrizas resplandeció. Bebió un sorbo, y una amplia sonrisa apareció en sus labios.

—Excelente opción, Catherina —reconoció—. Buena textura y efervescencia persistente. Robusto y a la vez seco en un contexto frutal.

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